Hace mas de 30 años, me enamoré. La primera vez que le vi sus ojos, quise ver a través de esos ojos, porque donde yo crecí, lejos de aquí, y antes de enamorarme de ella, mi ojos solo veían los colores y los tonos mas tristes de la vida, el gris, el marrón, el verde y el azul.
Ella me enseño a ver los colores del araguaney.
Me enamoré de su manera de hablar, como usaba las palabras de manera colorida, emocional, caliente, cómica – todo el contrario de como hablaba la gente donde nací.
Me enamoré de sus formas, sus curvas, suaves como las curvas de las carreteras Andinas.
Me enamoré de su aliento, cálido y dulce, como el aire de las selvas Barloventeñas – y de su fragancia natural, como el aroma de la orquídea de vainilla y el cariaquito.
Me enamoré de su alma, de su espíritu vibrante, de su eterna esperanza y su movimiento continuo, de su arbitrariedad organizada, como el viento montañés de la costa caribeña y la música llanera.
Me enamoré de sus ideas, a veces pacificas, como los médanos paraguaneses, y otras veces misteriosas, como las neblinas del páramo.
Pero lo que mas me hizo enamorarme de ella, era su gran humanidad, una realidad que hasta entonces nunca había vivido en mi entorno norteño.
Ella, la mujer con quien me enamoré hace mas de 30 años, se llama Venezuela.
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