Un pueblo es su historia.
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Un pueblo es su historia. Borrarla es anularlo. La lucha social y la lucha armada constituyen la más decisiva gesta comunitaria, política y cultural de la segunda mitad del siglo XX. Hasta hoy, ni un solo trabajo ha intentado reseñarla, evaluarla e interpretarla en su compleja totalidad. Hay testimonios parciales y análisis socioeconómicos perspicaces. Pero una inmensa área ciega obstruye la comprensión de nuestra contemporaneidad.
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La historia es una elaboración: también lo es el intento de anularla. Muchos que se sumaron a la insurrección la execraron cuando les falló. Una campaña comunicacional tendió sobre ella un velo de descrédito. El terrorismo de Estado clausuró los registros de los cuerpos represivos. En Chile, en Argentina, han sido abiertos para la denuncia y la justicia. En Venezuela siguen bajo siete sellos de silencio.
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Contra las luchas sociales y la lucha armada de la segunda mitad del siglo XX en Venezuela los medios académicos y los de comunicación divulgaron los infundios de que fueron voluntaristas: desvinculadas de las masas, simple imitación de la Revolución Cubana, insensatas por su imposibilidad de triunfo, desasistidas de legitimación ideológica y estériles.
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La más somera verificación revela, por el contrario, que la intensificación militante de las luchas sociales surgió como consecuencia de una profunda e insoluble crisis económica y social que había provocado en 1958 la caída de la dictadura de Pérez Jiménez. Que fue la coalición de socialdemócratas y socialcristianos la que primero recurrió a la represión sistemática a sangre y fuego desde 1959.
Que el Gobierno se deslegitimó al intentar enmendar la pérdida de su mayoría parlamentaria ilegalizando a los partidos opositores. Que cerró sistemáticamente a los progresistas toda posibilidad de acción legal, empujándolos a la clandestinidad mediante suspensiones de garantías que duraban años, confiscaciones y cierres de publicaciones, el secuestro en campos de concentración y el asesinato sistemático de sus militantes. Que la izquierda intelectual legitimó la sublevación con una hegemonía cultural imperecedera. Que en tales circunstancias la lucha armada fue un recurso de legítima defensa, el brazo organizado del reprimido auge de masas que vivía el país. Que sólo la falta de sincronía entre insurrección popular urbana, rebeliones militares progresistas y guerrilla rural impidió la toma del poder.
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Es históricamente irrefutable que, para frustrar ese formidable movimiento, el bipartidismo, apoyado por Estados Unidos, cometió sistemáticamente crímenes de lesa humanidad: tiroteó manifestaciones desarmadas; aniquiló y desapareció opositores; creó campos de exterminio donde torturó y asesinó; exilió ciudadanos; desplazó o exterminó poblaciones en las áreas rurales; bombardeó indiscriminadamente y masacró opositores rendidos. Que el sistema que así asesinaba era inviable, como lo demostraron el colapso financiero de febrero de 1983 y la masiva insurrección popular contra el Paquete del FMI en 1989. Que, en fin, aquellas luchas fueron preámbulo y condición necesaria del renovado auge de masas de los años noventa, prólogo y sustento de una nueva vía para Venezuela y América Latina.
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Decía Martí que donde hay muchos hombres sin vergüenza, un hombre debe reunir la vergüenza de muchos. Donde tantos quieren olvidar, Elia Oliveros ha asumido la memoria de las mayorías. Luchadora social de base en la clandestinidad que perdió seres queridos en la masacre de Cantaura, laureada investigadora en las ciencias docentes, ahora reconstruye con visión de totalidad el drama y la gloria de nuestro pasado, que tantos tratan de ocultar, olvidar o ignorar. Con el primer tomo de
La lucha social y la lucha armada en Venezuela emprende la impostergable tarea de reavivar la conciencia, primera chispa de todo cambio radical.