Entre bastiones de muertos que asedian y atacan por doquier

El que venga a este mundo sabe que no tiene más que dos opciones: o entregarse a la corriente y dejar que lo manejen como a una triste y fofa marioneta, o rebelarse contra lo que nos ordena el estupizante sistema, con toda su abotargada y triunfante manada de lobos, loros, hienas y cerdos.

No queda otro camino que rebelarse para el que está decidido a no aceptar sumisiones, cadenas, pero esa es una lucha en la que nunca se tendrá paz; el que la sume sabrá que le espera la más cruenta y feroz guerra por parte de los muertos: tratarán éstos de doblegarlo, escarnecerlo, humillarlo o asesinarlo.
Así que tendrá que sacrificarlo todo: tranquilidad, familia, amistades.

Puedo decir con G. H. Well, que no existe un solo imbécil que no haya venido a este mundo para perjudicarme.
O como sostenía el poeta Schiller: contra la estupidez los mismos dioses luchan sin conseguir la victoria.
Y contra uno, desde hace cincuenta años, se han desatado los odio más despiadados; en el fondo se trata del grito infame de los impotentes. Es una amargura que se lanza contra el que dice verdades que hieren, que estremecen, que ofenden, que revuelven vísceras, hiel, bilis.

No se me perdona la escritura cruda y despiadada, las visiones demoledoras de ridículas esperanzas. Ansían muchos que uno fuese un ser normalizado, achatado, rectilíneo, aplastado por la mole del sistema y que a todo dijera: “como no”, “correcto”, “claro que sí”.

Y esos muertos lo vigilan a uno día y noche con la ilusión de verme con un cargo, para así poder apuñalarme mejor. Y decir entonces que soy ladrón, marico, perro y asalariado del gobierno.

Son los muertos que lo vigilan a uno día y noche con la ilusión de verme convertido en todo un decente y pútrido ciudadano, con la argolla en la nariz y en la mente pervertido por el conformismo.

Son los muertos que se desviven porque uno baile al son de todos los sones miserables que nos tocan cada día.
Son los muertos que ansían que uno luche por sus propios provechos inmediatos, por lo que a uno conviene en lo personal, para entonces darme palmaditas en el hombro e invitarme a conformar sus roedoras sociedades privadas, íntimas, secretas.

Hace ya tanto tiempo que quemé todas las naves de las formalidades que dan nombre, fortuna y prestigio.
Sin llegar a ser un derrotado como quiso serlo el poeta Rafael Cadenas.

Sólo me arrepiento de no haber jodido más en la vida y de haber sido más despiadado conmigo mismo.
Creo en verdad que he perdido mucho por tantos escrúpulos que nos metieron desde carajito.

Que perdí gran parte de mi vida por escuchar consejos de tontos maestros de escuela, de pequeños burgueses profesores universitarios, de ciertos doctos delicados y engreídos.

Por eso uno tiene que estar vengándose todos los días: La guerra de uno consigo mismo de todos los días.
¿Quién en este país puede decir lo mismo?


jsantroz@gmail.com


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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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