¡La muerte! ¡Ah, la muerte! ¡Cómo nos agita! ¡Cómo nos hace sudar! ¡Cómo hace que al solo pensar en ella el corazón se nos desboque y no encontremos cómo volverlo a lentificar! ¡Cómo hace que nos paremos a buscar aire en lugares abstractos! ¡Cómo hace para que incluso no hagamos nada! En fin, ¡la muerte!
Pero la muerte tiene sentido. ¿Qué si tiene sentido? Pues, ¡mucho sentido! Veamos.
Es el amor, a la muerte, su primordial metáfora, su retractación y por eso se contrarrestan, se aniquilan el uno al otro. La muerte es el destrabe atormentado del nexo formado por la descendencia con goce. Es la ruina descerrajada del resbalón imprescindible de nuestro ser, el gran desencanto.
Una hipótesis científica ha intuido, que nosotros constituimos un accidente de la evolución. Hipótesis que no me luce para nada descabezada. Y por eso quizás la inmortalidad individual no la merecemos, porque sería como perpetuar ese accidente-error hasta más no poder. Incluso, pareciera que el objetivo de la vida, fuera librarnos del individuo. Pensemos en esto. Y un pretexto para ello pareciera ser que estamos constituidos, de manera tal, que no podríamos ser felices (pienso, objetivo básico del vivir) en ningún mundo, porque aun, que en ese mundo no existiera dolor y miseria, seríamos entonces presas de la monotonía, del hastío. Y si volviésemos a salirnos de eso, entonces volveríamos a caer en las malandanzas, en los suplicios, en las amarguras. Por tanto, pareciera que para trasladarnos a un mejor estado, no luce, como suficiente, un mundo mejor, sino que sería imprescindible que nos transformáramos completamente, de modo que no seamos lo que somos, para llegar a ser, lo que no somos. Así necesariamente tenemos que dejar de ser lo que somos. Y es por eso que a la humanidad, y no a nosotros como individuos, es que se le puede garantizar una eterna subsistencia. Es más, si se nos concediera una vidorra indestructible, nuestra limitada inteligencia y la naturaleza rígida e inmutable de nuestro carácter, nos la harían parecer, a la larga muy monótona, y nos generaría una arrechera, tan mayúscula, que para zafarnos de ellos terminaríamos amando la nada…
Entonces, ¿qué contiene la mayor parte de las veces una conciencia individual, que no sea una catarata de pobres, de estrechas ideas? ¿No valdría la pena mejor dejarla descansar en paz, para siempre? ¿El fin de una acción capital, no luce como un alivio maravilloso para la fuerza que la salvaguarda? ¿Y tal vez no explica esto, por qué el rostro de la mayoría de los muertos exhibe como un arrumaco de serenidad?
El prologuista del libro “La tarde es como un árbol”, es el camarada Rafael Salazar, prestigioso musicólogo y acucioso investigador de la música popular de nuestro país, quien propició su publicación en contra incluso de la voluntad de su autor que prefería que sus poemas no se conocieran; además –como él mismo lo dice allí: “la violación de la palabra empeñada ha provocado tan nobles frutos”, trayendo a colación la que violara Max Brod a su amigo Franz Kafka, cuando este, antes de morir, le confiara sus manuscritos para que los mantuviera inéditos, juramento que violó Brod al asombrarse por “la magnificencia de aquellos papeles”. El autor de “La tarde es como un árbol”, es Artajerjes Muñoz, mi primo, hombre de frágil alma poética que muriera a una edad prematura en 1995. Y hermano de Rafael José Muñoz, mi tío y primo, y autor de un libro único: El círculo de los tres soles.
De “La tarde es como un árbol”, he aquí el siguiente poema que Artajerjes le escribiera a su propia muerte:
AQUÍ
Aquí la pluma, trémula en mi mano,
de tinta azul que escribe, vibra y canta.
Y aquí yo junto a ella, recordando
que a veces he pensado en mi morirme
y que no he dicho nada acerca de ello.
Ahora que siento que mi muerte vive
a expensas de mi vida, subyacente,
quiero definitivamente dejar dicho
que como todo vuelve a su principio,
luego de terminar, cuando yo muera
regresaré a nacer, y así de nuevo,
estaré aquí pensando y escribiendo,
en este lugar mismo, igual vestido
y disfrazado de este mismo nombre.
Cuando la noche cierre ya sus párpados
temporales de sombras y sosiego,
yo estaré aquí sentado en este sitio
y con los dedos moveré esta pluma
para escribir de nuevo este poema.
Yo no me moriré cuando me muera,
desde mi muerte volverá la misma
vida de siempre, consecuente hermana,
la maravilla intérmina de todo.
Con este corazón a mi siniestra
temblando y repartiendo en mis caminos
la misma sangre que tendré por siempre.
Cuando me vistan con el traje último
y así me encierren y me ofrezcan ritos
y por mí tañan bronces con sus hierros
no estaré para entonces en la escena,
porque estaré buscando y meditando,
lento y paciente un nuevo territorio
para ponerme a cultivar mis huesos.
Aquí estaré, este papel rayando,
pensando en esto mismo que hoy escribo,
y recordando que al pasar, el tiempo
me fue dejando claro los caminos,
para el regreso permanente y único.
1967
Pero la verdad que en mi caso muy personal, pero muy personal, no quisiera volver a nacer, ni reencarnar, ¡ni de vaina! ¿Ustedes se imaginan lo que significa tener que volverme a calar la obscena (y ni siquiera por sicalíptica) presencia de Julio Borges o de quien lo reencarne, o de otros carajos y carajas, cuyos nombres prefiero llevarme al pequeño receptáculo de mis cenizas?
¡La pinga, mano!
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