Siempre estuve de alguna manera cerca de los choques, las muertes y cualquier tragedia producida en las carreteras, primero por mi condición de chofer de autos por puestos, camiones, autobuses y después de graduado de periodista en La Universidad del Zulia por mi trabajo de reportero de sucesos.
Muchos son los comentarios que afloran luego de esos accidentes que no sé a cuántas familias han podido enlutar a través de los años, a cuántas señoras han dejado viudas, a cuántos hijos huérfanos, a cuántas madres y padres desconsolados ante la trágica ausencia de un hijo. Que si hubo un desperfecto mecánico, que si el chofer se quedó dormido, que si el carro que iba delante se detuvo de repente, que si el vehículo se desplazaba a exceso de velocidad, que si el camión estaba estacionado sin luces, que si se estalló un caucho, que si se tragó un pare, que si llevaba las manos ocupadas en el gozo de su pareja ocupando el cojín del copiloto, que si iba hablando por el celular, que si no vio la flecha del cacique de a litro, que si iba cargado de osos polares, que si lo deslumbró el refrigerador repleto de catiras, que si se dejó picotear por la caja de águilas vestidas de novia, en fin.
Podemos llenar páginas enteras mencionando las causas que pueden incidir en esos lamentables sucesos, pero a estas alturas de la vida cuando ya deseara tener un ayudante para pisar el “croché” de mi vieja camioneta y el mayor esfuerzo como periodista lo hago escribiendo en Google la dirección de las páginas virtuales que quiero consultar en el día, he llegado a la conclusión de que la principal causa de esas tragedias se debe a que mucho tiempo en el volante comporta la lamentable consecuencia de que, generalmente, el chofer le toma toda confianza a la carretera y a la propia máquina que conduce y, al tomarles esa confianza, les pierde el miedo y se hace un conductor carente de cuidado y desprevenido. Así de sencillo. Se los digo yo que siempre he sido un hombre cobarde como chofer y lo asumo con absoluta gallardía. El que pierda el miedo manejando, no piensa en que algo malo le puede ocurrir. Y allí vienen la imprudencia, la falta de precaución…
Los choferes llegan al colmo de memorizar las vías al detalle y programar el viaje en sus cabezas, cuestión que los hace internalizar esa peligrosa confianza de la que les hablo en las carreteras, porque obviamente el conductor sabrá dónde está cualquier bache, cualquier policía acostado, pero nunca tendrá la certeza de algún hecho fortuito como, por ejemplo, que una persona se atraviese, encontrarse con un auto accidentado, que otro vehículo le robe la derecha, entre otros imprevistos. Y ahí en ese momento es donde son factibles las sorpresas y los accidentes.
En cuanto a los vehículos que conducen si los ven nuevos o en buenas condiciones, y que obedecen a los mandos, se confían. Y de la misma forma olvidan que existen los desperfectos mecánicos, que los hombres que los fabrican y los ensamblan como seres humanos pueden cometer errores, que los metales se fatigan con los años y los carros son armados con tornillos que se corroen, con soldadura que se agrieta, con mangueras y tubos que se parten, con cauchos que explotan así estén nuevos...
Por eso, mis amigos lectores y lectoras, mi consejo es que no hay que confiarse de las carreteras ni de los autos, por el contrario, hay que tenerles miedo, pavor si se quiere, porque debemos estar conscientes de que desplazarse en un automotor por cualquier vía, puede acarrear la muerte de uno y la de los demás al menor descuido, al menor percance, así sintamos todo bien y lo veamos a la perfección.
Tal vez en el manejo también influye el factor suerte, pero yo en lo particular siento que me ha favorecido sobremanera ser un hombre cobarde detrás del volante; cuando voy en la vía escucho permanentemente el sonido seco del metal de mi vetusta Cherokee partiéndose. Ni siquiera “El jinete” del cantante y compositor mexicano José Alfredo Jiménez en el Pioneer a todo volumen, me borra el tenebroso ruido. Y eso me ocasiona el presentimiento de un tormentoso accidente que no me deja correr.
Incluso, desde pequeño cuando no manejaba, que veía levantar esos circos en los barrios con las piezas corroídas, jamás me pude montar ni en la sillas voladoras ni en la famosa montaña rusa, pensando en que se le podían romper los tornillos y las guayas oxidadas como verdaderamente ocurre con carros protagonistas de las sangrientas tragedias viales.
Me daba y me da mucho miedo, un miedo que aún conservo y creo que para fortuna de de mi vida. Lo digo convencido de que si muchos de esos choferes que se han matado en accidentes de tránsito, hubiesen sentido temor manejando, quizás hoy pudieran estar entre nosotros contando las hazañas de su cobardía en las carreteras del país.
albemor60@hotmail.com