Como siempre pasa cuando la muerte física nos arrebata a un ser querido, sus deudos nos reunimos, real o virtualmente, para recordar a quien se ha ido desde todas sus facetas… evocamos, por ejemplo, al Chávez guerrero, que llevó la voz de nuestros pueblos al mundo entero, con una dignidad inusitada en esos espacios más bien dados a la medrosidad y a la condescendencia, propias de la diplomacia. Al Chávez cuentero, que compartía con nosotros, su gran familia, viejas vivencias y hazañas; o al Chávez maestro, que hizo de cada alocución una clase de historia y de política, en sus sentidos más amplios y útiles.
A diferencia de los cambios políticos, que son parte del acontecer registrado y noticioso; los cambios culturales necesitan décadas, generaciones de reflexión y concienciación de todo un pueblo. Es precisamente en ese plano que evidenciamos el legado más grande que nuestro Libertador del siglo XXI nos ha dejado, el antídoto para una vergüenza nacional, entendida como devaluación de nuestra identidad, que hemos padecido desde el primer contacto con el invasor europeo, quien comenzó a percibir al habitante de este continente a partir de la distorsión que sus prejuicios, fundamentados en la ignorancia, le dictaban. La autoestima nacional, es sin duda el gran legado de Chávez a nuestra identidad.
¿Quién no ha escuchado la recurrente frase “este país…”, dicha siempre de manera despectiva y quejumbrosa, que denota un profundo desprecio? Se dice, quizá de manera hiperbólica, que los venezolanos son los únicos que van por el mundo hablando mal de su país. Esa vergüenza de ser venezolano, ese “malinchismo” o culto a lo extranjero que implica un desprecio por todo lo nuestro, se manifiesta no sólo en los espacios compartidos de manera fortuita, en los que siempre una queja abre los temas de conversación. Otros discursos han sido propagadores de una estigmatización infame del venezolano. El habitante de las barriadas urbanas que vemos representado en el cine nacional, por ejemplo, es un tipo resentido, lleno de vicios; que adorna su naturaleza pendenciera con atributos de parrandero y chistoso. Pero uno de los vehículos más efectivos para la propagación de esta vergüenza, porque nos toma desprevenidos y es aceptado socialmente con una actitud acrítica es el “humor”, o lo que algunos llaman “humor”, para hacernos bajar la guardia. Hay a quienes les resulta muy rentable hacer un humor endorracista y clasista a través de monólogos, caricaturas, obras de teatro o programas de radio.
Su intencionalidad es reforzar la vergüenza nacional, para que terminemos devaluando aquello que nos haga elevar nuestra autoestima, por eso ridiculizan a Bolívar y convierten nuestra gesta heroica en una bufonada. Se burlan de quienes hablamos de patria, de soberanía o antiimperialismo y nos venden nuestro orgullo desfigurado en mofa. ¿Quién puede creer que el malinchismo de algunos “intelectuales”, dedicados a custodiar como perros la permanencia y los privilegios de una clase, es inocente? Ni hablar de las telenovelas, campeonas del endorracismo, que por machaconas merecen capítulo aparte. Canciones, anuncios publicitarios, noticias y titulares; crónicas, entrevistas (en donde un experto pretende convencernos de nuestras discapacidades étnicas) y los entusiastas TT racistas promovidos en Twitter por venezolanos, en el ejercicio más irresponsable e insensato de exhibición de prejuicios que hayamos presenciado en un espacio público; donde estos paladines de la ignorancia, escupen hacia arriba y lo celebran. Herencia de la tv, en estos nuevos espacios de comunicación, sólo se pretende legitimar a una clase, a una “raza”, a una élite, devaluando todo lo que se parezca a nosotros, al pueblo.
¿De dónde viene esa costumbre de autoagredirnos que asumimos como parte de nuestra identidad? ¿Quién nos convenció de que somos así? El investigador Saúl Rivas Rivas, refiere en un extraordinario trabajo titulado “Racismo, endorracismo y vergüenza étnica en Venezuela”, que “el endorracismo materno es la base ideológica del racismo global en toda la sociedad venezolana”. Según él, la devaluación de nuestra primera madre, la india, “la primera madre de América” y madre común de las primeras generaciones de mestizos, implica una devaluación de toda la sociedad nativa.
(http://www.aporrea.org/actualidad/a123818.html)
Es la nativa, entonces, la madre (cultural) que escondemos, mientras alardeamos de cualquier elemento extranjero (blanco) de nuestros antepasados, aunque sean muy lejanos y nada evidentes en nosotros.
El antídoto contra ese mal ancestral nos lo dio como ofrenda aquel hombre que relataba una y otra vez su infancia de niño pueblerino y mestizo, digno y feliz, que vendía los dulces que preparaba su abuela india. Hugo Chávez, legó para siempre a los venezolanos la autoestima nacional, por sabernos hijos de esta tierra y producto de esta mezcla única e irrepetible. En sus palabras vimos a nuestras abuelas y madres nutricias y trabajadoras, pobres e invisibilizadas en todos los tiempos; vimos a nuestros padres, obreros y campesinos, que muchas veces tuvieron que agachar la cabeza ante un patrón abusivo. Él evocó la grandeza de nuestros antepasados y sacó de nosotros la fuerza avasallante del orgullo nacional que, para contrarrestar la nefasta vergüenza, se transforma en canciones, poemas y hasta en tuits; porque asumimos el orgullo como discurso cotidiano y permanente, pues la autoestima nacional es parte integral de nuestro ser.
En contraste, los colonizados de estos tiempos, los idólatras del malinchismo, los perdedores de los últimos 14 años, se burlan de nuestro liderazgo político por su procedencia humilde, menosprecian tanto al obrero como a la madre trabajadora. Están enfermos de vergüenza étnica y autodesprecio. Piden tu voto al mismo tiempo que escupen al espejo.
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Catherine García Bazó
Profesora UBV- Caracas