Sus ojos cerraron; la respiración se detuvo pero el corazón se multiplicó, al igual que sus ideas que hoy, tras su partida física, mantienen una mayor vigencia en los niños, adolescentes, mujeres, hombres y en las arrugas que cubren la piel de la sabiduría.
El pensamiento del presidente Hugo Chávez Frías no sólo quedó inmerso en Venezuela, sino que zarpó hacia un enigmático viaje por las imaginarias fronteras en las que nunca creyó.
“Hagamos un mundo pluripolar”, abogaba el líder bolivariano en todos los escenarios donde el ideario de los pueblos históricamente oprimidos, con sus raíces, creencias y su particularidad sin igual, se transformaba en estrofas que enlazaban un himno en todos los puntos cardinales de la Tierra.
“Chávez no soy yo, Chávez es un pueblo”, afirmaba el mandatario, consciente de que mares de personas, que buscan la redención plena, le secundaban en su accionar histórico y político. Con voz fuerte que erizaba la piel de millones, su honor y moral hacían temblar a los explotadores y “amos del valle”, ésos que siempre consideraron al obrero como un instrumento desechable para acumular privilegios.
Desde los diversos escenarios donde estaba su presencia, denunció el mayor peligro de la humanidad: el capitalismo, más en su fase superior, el imperialismo, como refirió el soviético Vladimir Lenin.
Los principios anticolonialistas de Chávez le permitieron acumular una lista de poderosos enemigos: tres jefes de la Casa Blanca, todo un aparato guerrerista mundial, además de banqueros y caudalosos empresarios que anhelaban su muerte.
En la tierra del Libertador, su palabra no sólo evidenció los desmanes cometidos durante la Cuarta República. Su garganta sirvió para sembrar los valores socialistas en los que creyó, para darles voz a los “nadies”, aquellos que citaba el escritor uruguayo Eduardo Galeano.
“Con los pobres quiero mi suerte echar”, innumerables veces parafraseó a Cristo en cualquier espacio. Más allá del Jesús de los templos, pregonaba al mortal, al luchador por las causas justas como uno de los grandes majaderos de la historia.
Chávez desató, como pocas figuras venezolanas, un torbellino de pasiones en quienes lo amaban profundamente y en sus detractores. Era de los hombres que jamás pasaba por debajo de la mesa, ya fuera por sus jocosas ocurrencias por su encendida retórica. Desde anécdotas en su Barinas natal hasta citar grandes teóricos de izquierda, sus discursos dejaban una enseñanza a cada instante.
Su habilidad como comunicador le permitió acuñar términos que jamás se habrían utilizado para un determinado objeto o grupos de personas. “Escuálidos”, “vergatario”, “majunche” y “la bicha”, palabras con las que difícilmente no se haya familiarizado cualquier habitante de la “Pequeña Venecia”.
El rescate de la identidad nacional, de patrones emancipadores y de la unidad entre iguales logró convertirlo, para muchos venezolanos, en el lazo comunicante entre el pasado y el futuro, además de su interpretación en los tiempos. Para esos millones, Chávez es un espíritu humano cuya presencia moral y combativa no deja de alentar el proceso de lucha.
Fue un creador, jamás imitador. Un estilo propio y una visión de ejercicio constante de coherencia y creatividad hicieron que hasta sus adversarios hoy pretendan mimetizar su espontaneidad y capacidad de liderazgo nunca antes visto en el país.
La majestuosidad propia de un Jefe de Estado se rompía junto al protocolo, para darle la mano al enfermo, al desposeído y a quienes clamaban por ser escuchados. Enseñó que era de carne y huesos, como todos, y no era evasivo al dolor ajeno, cumpliendo con la máxima guevariana de sentir en su mejilla el golpe que hubiera recibido cualquiera, debajo del cielo.
Quienes imaginaron que con su muerte la llama se apagaría, se equivocaron. Quizás muchos desconocieron, por ignorancia o por omisión, la capacidad de movilización intrínseca en él. Sus exequias dieron ejemplos de la profunda lealtad del pueblo con él.
Kilómetros de personas aguardaron, imperturbables, el momento de tener de frente al líder para darle un mensaje que se llevara al más allá. Una llamarada roja recorrió paulatinamente cada centímetro de asfalto. Los segundos parecían detenerse por momentos pero el amor colectivo no paralizó la marcha que todavía continúa.
Las lágrimas cayeron en el suelo para retoñar en esperanza. Enseñó que la tristeza se derrota con coraje y voluntad de transformación, guiada por las expresiones del Poder Popular como una llamarada vigorosa inextinguible.
Hoy yace en la tranquilidad del Cuartel de la Montaña. El mismo lugar que desde Miraflores veía cada mañana. La ansiedad por construir un país más justo quizás aún lo acompaña, pero sabe que ahora la tarea se reasentó en millones de Chávez.
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@OswaldoJLopez