A Martín Guédez y a los compañeros
y compañeras del programa radial Llegó la Hora de Fundalatin[1], con los que he ido aprendiendo a entender el «sentido profético» de los hombres y mujeres que, como Martí, con los pobres de la tierra han echado su suerte…
«…seamos capaces de hacer de esta Tierra no la tumba de la humanidad, hagamos de esta Tierra un cielo, un cielo de vida, de paz, y de paz de hermandad para toda la humanidad, para la especie humana.»
Discurso del Presidente Hugo Chávez en la Cumbre de Copenhague, 23 de diciembre de 2009
Hace días, cerca de su muerte, pensé una tontería que convertí en breves textos para tuiter, pero no obstante quedaron revoloteando en mi cabeza buscando una hora más serena. Escribo esto a sólo horas de que el fascismo mostró su rostro pleno –como en el 2002- luego de que la vertiginosa campaña electoral y las elecciones del domingo activaran el verdadero plan que nos tenía reservado la derecha, la misma amnésica que ahora recula como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera habido muertos y como si no hubiera ejecutado un intento sistemático de acabar con la institucionalidad construida; como si 14 años se pudieran simplemente escupir y patear, y con ello, a todos nosotros, los chavistas.
Pensaba entonces en la «santidad» de Chávez, negada y despreciada por supuesto por la iglesia católica y en especial en la voz de Urosa, que por supuesto nada sabe de eso, porque hay curas que no creen en Dios y los que como Urosa piensan, menos. Y si por alguna vía se llega a Dios es por la santidad, que no es otra cosa que la vida santa, porque, y a eso es a lo que voy y fue lo que motivó esta reflexión, ser santo es desde mi perspectiva, ser humano. Es decir, se es santo cuando se es humano. La humanidad, con otras palabras, es la simple y llana expresión de la santidad; sólo que, como es tan difícil ser un ser humano, la tarea de serlo se torna un camino de santidad. ¿Qué el pueblo boliviano conozca a San Ernesto de La Higuera no concuerda acaso con lo que él decía a propósito de que el revolucionario es el más alto eslabón de la especie humana y que el revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor?
Dar comida al hambriento, agua al sediento, cobijo al desabrigado, aliento al que desfallece, etc., son acciones santas, así lo dice la Biblia, pero en especial son acciones humanas; somos humanos cuando hacemos eso para con el otro; reconocerlo, respetarlo, ser su hermano, comprenderlo, compadecerlo, acompañarlo.
Ahora bien, cuando somos uno con el otro, aparece el futuro. Si me uno al otro, fundo el tiempo. Nos unimos para construir la vida. Por eso Jesús le dijo a sus discípulos: donde hay dos yo estoy con ustedes. Donde hay dos, en efecto, nacen el camino, la verdad y la vida. Esto es de una sencillez pasmosa y por tanto, a veces, difícil de pensar. Dos (o más, claro) que se unen lo hacen para caminar juntos, para decirse la verdad y construir (la) vida. Si la mentira aparece, nacen los obstáculos, los embrollos, y la vida se enmaraña hasta el punto de tornarse invivible. ¿Obvio, verdad?
Mas todo esto lo digo pensando primero, que el socialismo es la expresión política que nos permite estar juntos para construir la vida, al contrario del capitalismo que necesita la competencia que es en principio la negación del otro. Para competir, yo debo ser distinto al otro. En la competencia, dos son distintos, y están impedidos estructuralmente para ser uno. Han sido violentados en su condición humana y ya no pueden comportarse como seres humanos, vale decir, ya no pueden ser solidarios, comprensivos, amorosos, a lo sumo «tolerantes» lo cual, como la caridad, deja las relaciones de poder, la subordinación y la inequidad, intactas. Por esa razón, en el capitalismo dos o más son necesariamente individuos separados, aislados, aunque ocupen el mismo espacio o territorio. No se complementan sino que se excluyen, se separan y alejan, pues buscan imponerse sobre el otro, borrarlo, desaparecerlo, vencerlo, dado que se trata de una competencia donde se impondrá «el mejor», regularmente «el más fuerte».
Segundo, el único milagro que nos está permitido alcanzar es el ser humanos. Claro, en medio de un sistema que niega al otro y que depende de esta violencia para triunfar, reconocer al otro y ser uno con él se torna sin duda un milagro. Cuando somos seres humanos crecemos, nos elevamos por sobre las miserias y nos imponemos por sobre la violencia, la división, la exclusión. Sin violencia, sin división ni exclusión. De ahí aquello de la otra mejilla y el perdón.
Tercero, como se trata entonces de ser humanos reconociendo al otro, ese reconocer es saberlo nosotros, reconocer que somos el otro, y que si nos vestimos, comemos y aplacamos la sed, el otro que soy yo, también lo necesita. No podré estar saciado si mi hermano no lo está; si pasa frío no estaré tranquilo abrigado; etc. Si no vive, no puedo vivir. De ahí aquello de dar la vida por el otro y la solidaridad.
Esos milagros humanos, que, como se ve, son expresiones de humanidad, son la base material e histórica de los milagros y por ende de la santidad. O sea, lo que Jesús hizo y por lo que por los siglos de los siglos es y será recordado es porque fue uno como nosotros, dio de comer al hambriento, cobijo al desamparado, vestido al desnudo. Es decir, fue un ser humano. Y eso que parece tan simple es –en medio de la violencia, la negación del otro, el racismo y la exclusión- un milagro. Eso tan simple, crece a la vista de los hombres y las mujeres puros de corazón que reconocen la humildad y la valentía de enfrentarse con la pura y desnuda humanidad a un sistema que, para existir, necesita el odio, la separación, y que niega y elimina la diferencia.
Por eso, cuando el tiempo pasa, el recuerdo de aquel que fue un simple mortal se transforma en otra cosa, y comienzan a atribuírsele acciones sobrenaturales que buscan explicar lo que no tiene explicación; es decir: cómo es que pudo ser pese a todo, un ser humano. El tiempo, pues, lo dota de atributos y poderes que justifican ante la razón lo que sólo se puede explicar con el amor.
La iglesia (la jerarquía esclasiástica), que estructuralmente no cree en Dios, justifica parte de su poder no sobre la santidad de la humanidad, sino sobre la sobrenaturaleza del milagro, evento extraordinario que desapega al santo de los seres humanos y lo convierte en un cuerpo sin cuerpo, en una pura e imposible alma descarnada. El cuerpo llagado y escarnecido lo separa la iglesia del espíritu, de modo que, para ser santo, hay que estar escindido, separado, alienado. Por eso, la figura del santo católico es la de un ser como ido del mundo, desorbitado, extático.
Jesús sin embargo, fue tan humano que no hay que hurgar demasiado en el Evangelio para que nos encontremos con su cuerpo, con su humanidad, con sus dolores. La Pasión de Cristo, el sudor de sangre, los padecimientos, las torturas, la propia muerte, nos entregan un cuerpo que sintió rigores insufribles y eso precisamente nos alienta. Que los haya sufrido estoicamente, con trémula serenidad, nos da fuerzas, nos impele, nos exige. Es la profunda enseñanza de Sócrates, de Bolívar, del Che, de los que mueren entregando su cuerpo para la vida. Es la profunda enseñanza de Chávez. ¿Cómo no ver hoy que ese 8 de diciembre fue como su Noche Oscura y la Última Cena con su Pueblo? No digo más.
Porque lo que quiero decir es que la santidad es (la) humanidad (la Patria es el Hombre, decía Alí), y el aura le sobreviene de que el cuerpo entero se ha consumido en y por el otro, que la vida se le ha entregado por entero al otro para que pueda comer, vestirse, protegerse, porque no dar la vida para que ello ocurra es padecer. La vida pues, se le va al que ha decidido ser un ser humano en hacer que el otro también lo sea. Darlo todo lo hace pleno, plenamente humano. Dar, colma. Vaciar, llena, para decirlo místicamente.
Es por eso que los pescados y los panes se multiplican… y el pueblo lo sabe, donde comen dos comen tres… La generosidad, la entrega multiplica los bienes, los hace de todos: todo lo mío es tuyo porque yo soy tú, porque somos uno… Chávez convirtió la acción política en un ministerio, dio todo a su pueblo, y él mismo se entregó por entero, se consumió gustosamente.
Es posible que con el pasar del tiempo, para explicar su inmensa estatura humana –ya se le llama Gigante- se recurra a eventos fantásticos, sobrenaturales… Nosotros que vivimos su tiempo sabremos que no, que eso no ocurrió, que el milagro fue terrestre: venció el egoísmo y se entregó al pueblo; hizo que los pueblos se unieran por encima de las diferencias y se hicieran Uno. Hizo que las finanzas se tornaran públicas y no privadas; multiplicó los panes; multiplicó los pescados; sirvió a Dios y no al dinero, y le dio a César lo que era del César y a Dios lo que es de Dios. Y al pueblo lo que es del pueblo.
Hizo que los bienes fueran sociales y los repartió equitativamente de acuerdo a las necesidades, atendiendo al largo sufrimiento de los necesitados. He ahí el milagro. Hacer de la política, repito, un ministerio. Hacer que el Estado –que nació de la división y la exclusión- por fin reconociera al otro, al pueblo, y se hicieran Uno. Por eso la Unidad que pedía, entiendo ahora, es Unidad en el amor. Unidad para la entrega, para la comunión en y con el otro. Porque sólo el amor distribuye con justicia la escasez. Decía Chávez: consumamos menos y repartamos mejor.
La iglesia católica, históricamente enemiga de lo humano, en cambio, crea la dimensión sobrehumana del milagro para alejar, separar la humanidad del ser humano. De ahí que el milagro devenga acto de magia, prestidigitación, algo imposible en condiciones normales, torcimiento por decirlo así de la física. El santo que hace un milagro para la iglesia católica vence la ley de gravedad, y de ahí en adelante cualquier cosa. Por otro lado, el creyente que pide la acción del santo, establece una relación unidireccional, una suerte de transacción o intercambio, propio de las relaciones atravesadas por el mercantilismo. Se le pide que actúe más allá de la razón, y esa acción que contraviene y subvierte el natural orden de las cosas, ocurre así lo creemos, por la fe. Es decir, la fe deviene fuerza que mueve lo imposible en el orden material, vale decir, es una intervención inmaterial en el orden de lo material.
Este razonamiento conduce a despegar la fe de la tierra y de las cosas humanas cotidianas, pues esperamos que actúe sobre lo imponderable, que ejerza un dominio sobrenatural. Dejamos entonces de dirigirla a lo visible y concreto, que necesita de nuestra pasión y entusiasmo para que ocurra. Vale decir, sin fe es imposible entregar al otro nuestras vidas. De modo que el manejo personal e individual del milagro y de la fe como una fuerza que está llamada a contravenir la naturaleza de las cosas nos aleja de la iglesia y nos ensimisma y nos distrae de usar la fuerza de la fe para hacer el milagro de dar cobijo, comida y aliento al que desfallece, al que nos necesita para poder erguirse y caminar, ver y sanar. Encerrados en nuestro diálogo íntimo con Dios, pero individual y secreto, pidiendo lo imposible, nos hacemos sordos a las voces que nos rodean, la de nuestros hermanos con los que sí concreta e históricamente, podemos transformar el orden de cosas y hacerlo más humano.
Con todo lo que ha sucedido he venido a descubrir que el milagro –como fabricación ideológica del catolicismo- es pues, la forma cristalizada de la anti-experiencia humana. Es imposible ante un milagro decir: sé como el santo, puesto que de antemano resulta imposible. Diosdado lo aclaró: de lo que se trata para ser chavistas es de ser como Chávez.
Pero, si Chávez se eleva, y trasciende la condición humana, si lo alejamos de sus dolores, de su humanidad concreta e histórica y comienza a hacer milagros imposibles para la razón, entonces difícilmente podremos ser como Chávez, y, en vez de estar cerca se alejará hasta perderse en el santoral, sin posibilidad de redimir a los pobres –es decir, de redimirnos-, porque el gran milagro, lo repito, es entregar la vida por los pobres para que anden y vean y podamos juntos –y sólo así- ser seres humanos.
Mientras los milagros sean lo imposible, lo impensable, lo que debe torcer las leyes de la física, la realidad como tal seguirá intacta. El milagro es que reconozcamos al otro y demos por él nuestras vidas, que seamos Uno con el Otro, que seamos prójimos, próximos, hermanos. Sólo juntos y Uno podemos hacer nacer el futuro. He ahí el milagro.
Si hacemos eso, seremos como Chávez, porque esto fue lo que hizo, y lo hizo por Nosotros y por los Pobres del Mundo. Sin torcer las leyes de la física sino torciendo las leyes del egoísmo, del odio, de la división, es decir, del capital.
[1] Para ver información del programa: http://fundalatin.org/index.
joseleon1971@gmail.com