Su voz, ni en vivo ni en directo

Hay golpes en la vida tan fuertes...Yo no sé!

César Vallejo

Me cuesta escribir después de tantos días con las manos ahogadas en el llanto de la no-despedida. Es como si de pronto se hubieran acabado todas las palabras de tantas que he visto, para no ser repetitiva, para no sentir que la tristeza más allá de ser colectiva -y hasta mediática- es inmensamente humana. Es como si de pronto le hubiera caído cal a las palabras y se hubieran secado, así como cuando uno se queda sin pestañear mirando al horizonte teniendo en frente una pared, pero mirando al horizonte. O como cuando uno, hundido en el desasosiego se deja resbalar por esa pared con las manos pegadas a la espalda abrazándose a sí mismo.

No han sido fáciles los días estos de tener que remontar la cuesta sin zapato alguno, con las plantas de los pies desnudas, expuestas a las cortadas de las piedras. No han sido fáciles para nadie, ni siquiera para quienes se alegraron con su muerte porque se les acabó la diana a la cual lanzarle los dardos más venenosos, que dan cuenta de su podredumbre interna. Por la boca salen las palabras de las que está hecho el corazón. En ellos es muestra de que están ahítos de pichaque.

Recuerdo ese día. Una tarde de humedad que fundía la ropa a la piel, tarde abrumada, tarde queda y absorta. Muy pocas personas. Pensé que era esa abulia en replay que últimamente se deja ver en los pasillos de la universidad. De pronto un correo, luego la incomunicación, a los minutos una sola palabra en un mensaje de texto. Un erizo interno que lo cubre a uno de espanto y hace que surjan muchos temblores mínimos en los músculos, en la piel. Las horas no dejaron de funcionar. El llanto, la búsqueda de los amores para no sentirse solo en medio de un alborozo estúpido por la trascendencia suya. El rezo, la vela encendida, la vigilia. El llanto en familia de amigos por el familiar que se fue sin él querer irse. Lo teníamos tan apretado a nuestras manos, a nuestros labios, a nuestras plegarias que ni eso fue suficiente; pudo más la fuerza que se lo llevó.

Recuerdo el viaje, todo el tiempo oyéndolo en sus chistes, sus ocurrencias, sus carcajadas y sus regaños. Un viaje de luto, mi hermano y yo. Las casas humildes de orillas de la carretera con banderas y retratos. No sé si era porque íbamos tristes pero sentimos la tristeza hasta en los árboles secos que arrullaron el camino de doce horas. La vía que cae a Caracas era una enorme cola de carros, de gentes marchantes en “dolor mayor”; buses de todo el país, grandes, pequeños, de colores y en blanco y negro nos recibió con el caer de la tarde. Nuestro cansancio pudo más y nos obligó a descansar en la casa de la dulzura humana hecha familia. El amanecer y con él el encuentro con sus espacios, con nuestros hermanos. Tres majaderos de sueños metidos en la cola de su familia: su-nuestro pueblo. Esparcidos en la invisibilidad y la compañía que da el colectivo. Quizás fue eso lo que empezó a mitigar la tristeza. No estábamos solos, conocimos a muchos como nosotros. Bajo las sombrillas que nos protegían del sol que hurgaba en nuestra piel, corroboramos el amor del pueblo a su presidente hermano. Once horas después seguíamos deslizándonos por las barandas militares, nos dimos cuenta de lo lejos que quedaba la entrada. Nuestro Chávez seguía con tantos anillos de seguridad y nosotros intentando apurar el paso para volvernos a bañar de él. No pudimos entrar a verlo; luego en la reflexión pensamos que quizás no era esa nuestra búsqueda. Fuimos a decirle ¡presente!, aunque no pasáramos por la televisión ni nos coleáramos en medio de tanto artista y comité burocrático que pasó frente a nosotros sin hacer cola ni quemarse bajo el sol. Nos bastó saber que a metros estaba ese hermoso árbol de amor que tanto resonó por la justicia de todos, que tanta sombra nos dio. Además, viendo por primera vez, la imponencia de esos espacios, no dudé en volar en el tiempo hasta llegar cuando él, orgulloso provinciano como yo, se paró frente a esas moles “de sueños azules”.

Su voz se ha ido, sus hermosas manos ya no están para alcanzarnos. Ojalá que el reino de los tiempos no nos permita diluirlo por la cotidianidad, por la crisis, por el odio que mana de la intolerancia y que últimamente nos afecta tanto. Si él no se hubiera ido, no estaríamos recibiendo ni cacerolazos, ni escupitajos, ni risas por el dolor que da el cáncer, ni vivas por la especulación... ni esta nostalgia que nos golpea cuando pensamos que ya no volveremos a verlo, ni a oír su voz en vivo y directo.

melva.marquez@gmail.com


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