Generoso Antúnez a eso de las dos de la madrugada daba oídos a lo que intentaba explicar Raycón Beló en la barra del Tres Columnas: que nadie, por más predilecto que resultara, podía vivir a salvo (consumadamente) de la chifladura… Concebida esta como toda descompostura por ejemplar que resultara de alcanzar superar el juicio y el discurso, dado que la prudencia consistía en el gobierno atinado de los agites del apetito para poder llevarse todo en la vida con adecuada compostura y justo equilibrio. Y que en tal sentido Dios había provisto a los hombres de un ni tan chiringo chirimbolo. Eso sí, indisciplinado y despótico que como alguien furioso se empeñaba por la violencia de sus apetitos en someterlo todo a su real voluntad. Y que lo mismo ocurría a las mujeres con su milagroso espejo que multiplica (¡cochino glotón y ávido! acotaba fogosamente Generoso Antúnez para espabilarse), si se le negaba el aporte en el momento que hubiere menester.
Encrespándose por no admitir espera. Irradiando su cólera espumajosa en su cuerpo. Tupiendo los canalillos y deteniendo la respiración, causando así mil suertes de trastornos, hasta que absorbido el fruto de la sed común, quedara regado y sembrado en el fondo de su valioso manantial. Y agregando, sorpresivamente, que el comportamiento femenino en los hombres y el masculino en las mujeres, nada tenía que ver con que fueran sarasas, lo que incluso pretendía justificar, que impunemente pudieran prestarse, para cometer actos reprensibles o atentatorios, en todo caso, contra la sagrada moral y las buenas costumbres, si es que acaso ellas existían o habían existido alguna vez. Y un ¡eehh! muy disonante le colgaría Generoso Antúnez a Raycón Beló como dándole a entender ser presa de un asombro madruguero, línea de razonar que no pudieron prolongar por la hora. Pero que no impidió dejar sobreentendida, sin embargo, una suerte, un rasgo de talante, un tipo de calidad inherente en determinadas personas: la inversión (nacional y extranjera), por lo que los sarasas hacían lo que hacían porque eran lo que eran y para que siempre pudieran mostrarse de acuerdo con su original modo de vida, que no tenía que llegar a ser, bajo ningún respecto, punible per se. ¿Y era que acaso, –por otra parte preguntaba Generoso Antúnez mostrándose intenso– debía ser todo codillo y sangre, desenfrenos maniáticos de seres pomposos y memorables rayanos en el crimen borrico e ignominioso, y como tras la quimera de engendrar unos hijos virtuales y clandestinos con actos delirantes en medio de los espasmos de un sexo desvariado, prohibido y sin arte dentro una disipada historia de insaciables, de sedientos siempre de un placer nuevo y raro y de un buscar más, bajo potentes caricias, hallándose contra hispidos pechos, vibratorios y goteados?
¿Y la templanza, coño?
–Se ve que has hablado en esta barra durante mucho tiempo con chispos cultivados– le respondería Raycón Beló mostrando síntomas ya de agudo sopor.
Pues Constancio Mercerón, en su crónica semanal platicaba acerca de un embarazo. De un embarazo en el Guamo producto de la peregrinación sexual que punzaba y que no dejaba de alarmar. Pero no sólo de una peregrinación de disfrute de mar y sol que permitía alcanzar orgasmos con los ricos paisajes, sino de ese que permitía alcanzarlos también con las hembras guamoanas. Pero cómo negar que el uno condujera al otro.
Lo fino era que el de mar y sol estaba ya en crepúsculo frente al auge cada vez mayor del siempre eruptivo volcán de la carne. (Y no precisamente de la regulada). No resultaba sano pues pensar que el mar y el sol pudieran estar desvinculados de esa fuerza descomunal. Bastaba observar el mar y ver –aunque disimuladamente, si casado se era o en términos más genéricos, emparejado– el nivel de inseguridad que se generaba al enfocar unos cuerpos que Raycón Beló denominaba, antología mortal, sin explicarme por qué así de manera tan pesimista.
Pero una cosa era el disfrute turístico de la lujuria, con alguito adicional –legítimo, por lo demás– a un disfrute donde hubieran mafias de por medio que manipularan, para luego explotar mercantilmente a jóvenes guamoanas que denominaban sexoservidoras, buscando hipócritamente respetar con dicho eufemismo su propia dignidad, así como sus imaginarios derechos humanos cuando cuarenta por ciento de ellas eran menores de edad. Y tan embarazoso se estimaba ya el contexto, que si las autoridades, empresarios y la sociedad en general, no actuaban con apresto, el Guamo podía dejar de ser conocido como el mejor destino turístico de todo aquel inmenso mar de bienhechoras posibilidades, para hablarse, en cambio, del mejor burdel de todo el sureste... Se discutía entonces (y por tanto) acerca de que los hombres buenos pudieran existir. ¡Que sólo los malos! ¡Los que lo meneaban muy bien para luego inhumarlo hasta el fondo..! ¡Y que eran todos! Bueno, casi todos. ¡Que eran muy pocos los días en que se podía estar sin nada metido que acabara tan rápido y sin que hubiera venido previamente a pedir favores mamantes como cuando a los doce años se prodigara ese primero teniendo semejante cuerpo y tetas en algún recodo liceísta estando en clases el resto y quizás mediando algún irrisorio estipendio desviado por supuesto de la cantina previsto para un eventual o fijo panqué media mañanero! ¡Y para tener después, tal vez bajo arrepentimiento, que mandarlo a la mierda sin descartar que luego un grupito diera golpes mientras otro tratara de enterrar una tusa siempre salida de no sé dónde y que por eso los hombres resultaran tan escabrosos y muérganos! ¡Y que había que observarle los ojos desorbitados y escucharle sus sonidos gemebundos para quedar después atestado de poder en aquellos deportivos de amor y tener que recibir golpes por celos de otros hombres! ¡Y tener luego que cambiar no sé cuántos de esos episodios por un simple sostén y una simple pantaleta, ostentando las encías tan encallecidas! Para terminar convertida así (entonces, y hasta insensiblemente) en una puta cuartelera…
Con semejante viga en el ojo los guamoanos lógicamente por vergüenza se abstenían de ver menudas pajas en otros. La verdad era que nadie era capaz de atreverse a negar –a menos que fuera ciego e impío– que el Guamo tuviera méritos muy bien ganados en ese campo siempre precipitoso de la reavivación carnal y en el de otras reavivaciones. Sobre todo cuando José Cordero hablaba siempre con su habitual ligereza, de que el papá de Idígoras Moreno era muy instruido en eso de los grandes desenfrenos encerroneados entre religiosos de iguales y diferentes sexos.
Y en tal sentido, durante una cumbre supuestamente antiputesca que celebrábase allende los confines del Guamo, el papá, precisamente de Idígoras Moreno le pediría a Terepaima Ojeda que abandonara la reunión, antes de la llegada de su hijo y cuyo incidente –revelara Terepaima– diera a conocer una conversación telefónica privada que sostuviera con el propio papá de Idígoras mediante la cual le manifestara, en un tono a su entender enaltecedor, el deseo de querer verlo e incluso conversar con él durante esa antiputesca cumbre. Demás está decir, que esas relaciones se mantenían muy frías debido, como era acreditado, al vínculo inevitable de ellos (padre e hijo) siempre convertidos en grandes enemigos del invariable Terepaima Ojeda.
Que debían encontrarse otros caminos para que Terepaima se encarrilara, era opinión maliciosa del papá de Idígoras cuando incluso, desde hacía treinta años, todo el mundo (bueno, en realidad casi todo) había votado a favor de suspender aquella odiosa guerra del hielo. Lo cierto fue que Terepaima decidió no asistir a esa antiputesca cumbre en tiempos en que en la escena guamoana prevalecía el comienzo de la mesa de negociación cuya cita esa vez se había acordado llevar a cabo en el seminario San Segundo del Pardillo, casa de Júpiter de Dios. Y debe hacerse un acápite aquí, ad cautélam, para desvelar que, lo que Idígoras Moreno llevaba en el camión aquel día de falso júbilo, eran unas rúbricas que nunca alcanzaron el número que pretendía certificar: había un faltante de medio millón…
Lo que sí no dejaba de llamar la atención, era lo que una idigorista dijera acerca de la pretensión de un ojedeano de publicar la lista aduciendo que era imposible porque violaba el secreto, lo que podía definir a dicha idigorista como amante de las sociedades disimuladas, sin darse cuenta de que lo que no podía mantenerse en secreto eran los presupuestos que daban validez legal a la Sinceridad Perdida. Al término de ese día de negociaciones en la mesa (continuando con este original orden de ideas) se informó que en ese primer encuentro se abordaron temas estrictamente metodológicos y que también se había ratificado la declaración de principios y el tema operativo de la mesa.
Se destacaría la complacencia de todos, al calificar el acto como un mandato de los guamoanos y constituir aguda perseverancia en un inextinguible plan de diálogo entre Terepaima Ojeda e Idógoras Moreno que, entre otras cosas, no podía estar condicionado, pero al mismo tiempo, ser escaso de serenidad. Que en esas largas horas habían tomado conciencia que todos eran guamoanos inhumanamente interesados en un entendimiento, para llegar así a un acuerdo (lo que era bueno que se tuviera siempre muy pendiente).
Pero en la plaza de toros no se escuchaban oles por la faena del diestro, sino peroles con motivo de la presencia de un ojedeano muy encumbrado y en lo justo, fundamental, que sí gritaba: ¡Ooleee! Y todo pareció estar previsto, porque no era hábito en ningún taurino llevar a una corrida olla en lugar de bota. Y no contentos le arrojaron también vasos con hielo, güisqui y cerveza –y cuando no, meado– como si sabían o presumían que al ojedeano le gustaba trincar.
En todo caso, como homenaje a la mesa de negociación, han debido llevárselo y no lanzárselo amén de lo peligroso que resultaba un recibimiento tan miraculous… Había que tener autoridad moral para criticar entonces a Nina Pron –decía Generoso Antúnez– que a veces lucía como virginal al lado de la fiera embestida de aquellos taurinos. Y como no debía extrañar, se contaba que en Frontino pretendió dársele un ollazo también impertinente, y con ánimo saboteador, al acto donde hablara un tresoleado, pero que en ese caso recibirían una respuesta contundente de los grupos afectos a Terepaima Ojeda. Al tiempo Idígoras Moreno amenazaba con levantarse para diciembre de la mesa de negociación invocando imaginarias trampas en la que se negaba caer.
Constancio Mercerón dentro de sus dubitaciones sudorosas estimaba que podían existir, pero no armadas por Terepaima Ojeda y que podían utilizarlas como razones de perla para levantarse de la mesa y continuar con sus revueltas. Eso, de todas maneras, habría de verse con el paso trotón de los días públicos. Los idigoristas afirmaban, al mismo tiempo, que el concierto estaba impulsado. Terepaima continuaba picándolos a deslindarse de eso y les decía que perfecto, que no rehuía el debate, pero que tampoco se dejaba asediar por la simplificación de que era él, la traba, y que por tanto había que de él salir ipso facto. Y con tales propósitos, en la plaza lejana se había firmado un pacto dizque para la reconstrucción del Guamo. Un gentil miembro del pacto lo ratificaba. El general en su lío declaraba que el pacto implicaba un compromiso de todos que habría de contribuir a la salida de aquel callejón oscuro, también de luz…
En tal sentido se pronunciarían dos ilustres damas que, como voces del mismo coro, repetían el mismo erre con erre de que Terepaima debía salir incluso a la machimberra, término que no resultaba muy ilustrado, pero sí harto descriptivo de aquellas disolutas ansias. Y un forastero idigorista comentaba, que era importante que Terepaima y Moreno se mantuvieran sentados en la mesa de negociación y hablaran con limpieza. Pero no la limpieza con la que actuara, ese mismo forastero, el día del funesto mamonazo aquel, acotaba Raycón Beló. Y como curiosa forma resultaba, que entre los tombos guamoanos (que no resultaban policías en cuanto al sentido estricto del término) se había presentado un pleito laboral, en desarrollo por más de un mes, que incluso tuvo que ser sofocado por una fuerza militar, pero que no obstaba para que más allá de su cuartel general reprimieran a los ojedeanos a plomo descarnado, el más típico estilo del alcalde Escarmiento, la brutal manera como a menudo se expresaba y dirigía a ellos aunque últimamente se le viera algo tierno.
El alcalde Escarmiento se había convertido por tanto en una especie de seria amenaza. Como en un sombrío enemigo público Nº 1. Bastaba pues una pequeña manifestación, para que los asesinados con balas fueran aumentando aterradoramente. Y con impunidad, que era lo peor, lo que ciertamente no era bueno para el cántaro… A la acción criminal de semejante alcalde, se le debía poner fin incluso porque podía sentirse solazoso con la muerte de los pobres.
Peligrosa tendencia, sentenciaba Constancio Mercerón, agregando que tanto los pobres como los pendencieros del este merecían vivir, lo que seguro al alcalde Escarmiento, adicto a expresarse con groseras ceremonias, le resultaba muy complejo entender Y que observándolo con esmero, no resultaba en nada licencioso pensar en que Terepaima Ojeda era el desiderátum, al solo considerar que la alternativa a él podía ser ese idigorista alcalde, descubrimiento finisecular apellidado Escarmiento. Y en un Guamo, donde no había ni un preso, torturado o desaparecido, ni por alzarse, ni mucho menos por exteriorizar sus pensamientos… Incluso, a espetaperro.