En este instante canto que no existo porque mi badana y mis vísceras son transparentes. Y aunque pueda disponer de una posible realidad secreta de mí, objeto a ser descubierta o al menos supuesta, jamás pudiera ser alcanzada porque resulta que tampoco existe.
–¡Ay, coño, Raycón, ya comenzó a nacer tu mundo!– expresa Generoso Antúnez con la sabida autoridad que le otorga su larga rutina en el manejo de tantas hacinadas intentonas metafísicas.
–No, Generoso, lo aparente te direcciona hacia lo aparente, no hacia lo cierto oculto, que hubiera podido drenar todo el ser de lo cierto, de lo evidente que pudiera haber en ti. Yo veo que Constancio Mercerón no tiene por ejemplo otro ser que no sea el que responde al de la ilusión y el error. ¿No crees tú?
–Deja al pobre viejo tranquilo. A quien no conozco, pero lo nombras tanto en tus narcóticas reflexiones, que ya me resulta familiar.
–¡Oye, Generoso, veo que a Carlicia como que se le está disminuyendo el culo! ¿No te has dado cuenta?
–Bueno, no me extraña, porque se lo ves tanto que presumo que con cada mirada te traes un pedazo de él al mundo de tus quimeras.
–¡No seas tan exagerado! ¡Tú pareces no sé qué coño por lo exagerado! ¡Modérate, vale!
–Carlicia, ponle ahí a Raycón Vendaval sin Rumbo del Flaco de Oro– ordena Generoso.
–¿Cuál es?
–El A-4
–¿Vendaval sin Rumbo? ¡Esa vaina tiene que haberla escrito un nihilista! Debe ser un bolero.
–Mi Carlicia dotada de hermosura: cuando suene, vienes para bailarlo. Quiero tenerte aunque sea bajo un sexo aparente– expresó Raycón creyendo que se trataba de otra quimera.
–Raycón, por favor, no comiences a seducirme con tus exclusivas palabras, porque vas a terminar consiguiéndolo.
–Dímelo al oído para que no escuche el incrédulo de Generoso. Jajajajajajajaja.
Hubo durante el baile un silencio aparatoso en el resto de los consumidores, que solo se concentraba en los retozos de Carlicia y en el entrecejo de Raycón que no daba señal alguna acerca de lo que estaba pensando. Al terminar de bailar la tomó por los hombros, la miró fijo a los ojos y la besó en la frente, expresándole, sumariamente:
–Carlicia: ¡Eres mi confirmada certeza! ¡Viva el Tres Columnas que te trajo a mí!
Y la audiencia aplaudió eufórica. Incluso algunos agentes del Indepabis, que justo entraban.
De vuelta a su asiento giratorio, tomó su güisqui con leche y prosiguió hilando sus pensamientos de los que a regañadientes se estaba alimentando Generoso Antúnez luego de haber observado, con detenimiento pertinaz, el empuje danzador de su particular cliente con esa bella empleada a quien él nunca le quitaba los ojos del culo, porque le daba temor verla de frente, según decía.
–Pero fíjate Generoso. Lo que hablábamos. Ese ser a crédito, del que te hacía referencia, es una falsa figura.
–¡Carajo! ¿Falsa además de aparente? Me parece Raycón que la esperanza con Carlicia como que te ha vuelto más loco.
–Chico, trata de entender. Y falsa figura con dificultad incluso que consiste en mantener con suficiente ligazón y existencia a la figura para que no se reabsorba por sí misma en el hueco del ser no fenoménico. Acuérdate que nos habíamos desprendido de lo que el finado Rubén Mamagorda llamaba el espejismo de las ultratumbas y que una positividad se presentaría luego que la desconociéramos como ente-detrás-de-la-figura. Así llegamos a la idea de fenómeno, ¿ves?
–Ya ni oigo.
–¡Generoso, me niego a creer que no puedas entender que un fenómeno puede ser aprendido y detallado por el hecho de que es totalmente indicativo de sí mismo! ¿Tú no entiendes esa vaina?
–¡Qué voy a entender si me dejaste obnubilado con esa demostración que hiciste con Carlicia!
–¿Es que acaso no me creías capaz?
–La verdad es que no. Me perdonas.
–¿Y en qué te basabas para semejante conjetura?
–Bueno… ¡Y a propósito!: En la apariencia de un ser.
–Sí, veo que ya estás entendiendo– cuando al momento voltea Raycón risueño y le pica el ojo a Carlicia.
Esa medianoche salieron juntos con rumbo vago. Pero con la novedad de que Raycon se notaba bastante sobrio para lo que había rajado…
Y Raycón referíale a Carlicia (ya instalados en uno de la Panamericana) haber escuchado de Constancio Mercerón, sin haber pretendido pasar por echadizo, que la astucia era la guerra sin sangre… Lo que reputaba Raycón como otro más de los disimulos temblorosos de Constancio, cuando lo que pretendía lanzar era una afirmación irrefutable. Pero la realidad lo contradecía entusiásticamente. Y en tal cuantía, que Ariel Saldivia se vio forzado entonces a invitar a la mesa de negociación para que discutiera la urgente necesidad de emitir un comunicado conjunto donde se deploraran los hechos de violencia que venían suscitándose; incluso, con categóricas y desmentidoras sangrías. Idígoras Moreno se opondría en principio a suscribirlo, presuntamente, por el ingrato sobresalto que le causaba el hecho de ver desplegadas en la calle a las fuerzas del orden. Y en varias reuniones posteriores, también se vendría a tierra dicha urgente necesidad, mientras la sangre (vagabunda y segura) exhibíase.
Las imágenes producían impresiones íntimas y obligadas asociaciones de ideas, porque la situación en el Guamo –que era de cambio innegable– ponía de manifiesto las diferentes actitudes humanas que, en principio, eran ejecutadas antes al margen de la estrategia. De la estrategia entendida como lucha por el poder propiamente dicho.
Y la transculturización como fenómeno –donde la comunicación ejerce un rol determinante– había logrado la creación de arquetipos de conductas que, ejecutadas en el campo extra estratégico, no lucían tan estrujantes aunque sí preocupantes. Y de que no lucieran estrujantes se encargaban precisamente los factores comunicacionales que, entre otras cosas no lo condenaban con moral concluyente, por razones quizás de mera hacienda. Porque, cuando en el Guamo la situación era convencional, las cosas estrujantes se veían entonces como meros productos de la moda, de las influencias atrevidas del mundo, que se imponían a rajatabla, mediante eficaces manejos promovedores.
Y no había que perder de vista que Idígoras Moreno era un insidioso. Nada secreto, y ni siquiera un mediocre cabecilla, resultaba.
Pero en uno de los alborotos que producían los diablillos, se pudo divisar una dama de porte distinguido, con una rabieta tal, y con un nivel tal, de agresividad, que parecía que si a uno de los guardias que insultaba, se le hubiera ocurrido por maldad ponerle en la mano una rata viva, aquella dama, tan energúmena, seguro que la hubiera decapitado de un solo y certero mordisco. No otra cosa podía presumirse que hiciera vista su mirada rencorosa y por supuesto sus pensamientos inevitablemente sangrientos. Y no es que hubiera sido la única por cierto al tratar incluso de mal nacido a Terepaima Ojeda dándose ella por bien nacida, supónese, sin detenerse a analizar por qué en uno y otro caso era así. Lo cierto es que en esa inevitable asociación de ideas a la que se invitaba, venia de inmediato a la mente la bestialidad, ese fenómeno que en el humano parece residir también en alguna zona inmodificable del subconsciente, de esa donde se fija la idea del odio irracional contra alguien o algo como método para imponerse a como dé lugar, sin reparar en ninguna otra condición que no fuera la orden indiscutible impartida por ese subconsciente siempre rector de los actos irracionales. Y por eso la bestialidad venía a cuento por asociación de ideas en una conexión sutil y poderosa que tenía que ver con el lenguaje, con la utilización del lenguaje y con lo que esa utilización hacía de los guamoanos: algo que vivían y de lo que apenas eran conscientes. Porque había que entender que era un suceso que adquiría relieve. Incluso una idigorista llegó a escribir, este tuit, quizás premonitorio:
¡No sean tan coños de madre, vale!
Y aquel ser que desalojara a los instintos y al inconsciente, en sus teorías, también vendría a la mente con efectos muy parecidos. En una visita que hiciera a unos indios, notó que las cosas habían cambiado dentro de ellos. Vio que habían sido reducidos a reservas, aunque amplias; a cerradas reservas como resultado de amenazas y guerras. Y que la fuente primordial de comida, vestimenta, cobijo, y de casi todo lo necesario para vivir (que era el venado), había sido cazada hasta prácticamente exterminarlo. Y para empeorarle más las cosas, se les habían arrebatado las costumbres. No por soldados blancos, sino por el atrevimiento de burócratas dirigidos a catequizarlos en otra cosa. Los párvulos eran constreñidos a presentarse en escuelas municipales, casi todo el año, bajo la creencia sincera y perdida de que la civilización y la prosperidad surgían de la educación. Allí aprendían muchas cosas que iban en contra de lo que habían asimilado en casa. Se les enseñaba reglas de blancos sobre la belleza y la higiene, algunas de las cuales contradecían sus estándares de modestia, de honestidad. Se les enseñaba por ejemplo a competir, a rivalizar, lo que iba en contra de sus tradiciones sobre la igualdad. Se les obligaba incluso a dialogar alto y fuerte, cuando precisamente sus familiares les decían que se mantuvieran serenos y calmos. En otras palabras, sus profesores blancos se encontraban con un grupo muy difícil de manejar, mientras que sus padres se hallaban en una situación de sufrimiento ante lo que consideraban la corrupción propia de una cultura foránea. Y un corolario de ello sería, que en las sociedades más tradicionales como era la guamoana de hacía cien o doscientos años, un joven o una chica se fijaban en sus padres, en sus relaciones (vecinos y profesores), que eran personas decentes y trabajadoras en su gran mayoría, por lo que deseaban ser como ellos. Pero infortunadamente la mayoría de los niños guamoanos buscaban la identificación en la media; primordialmente, en la televisión. Y era fácil entonces entender por qué: Las personas en la televisión eran más bellas, más listas, más ingeniosas, más sanas y más felices que cualquiera del vecindario. Pero por desgracia tales personas no eran reales. Y siempre sorprendía la cantidad de estudiantes que se frustraba al descubrir el gran esfuerzo que suponía la carrera que habían elegido. Y eso no ocurría en la televisión. Y más tarde descubrían, que los trabajos que realizaban no eran creativos y satisfactorios, como esperaban. Y una vez más no era como en la televisión. Y no debía entonces sorprender, por tanto, que muchos de ellos se fueran por el camino más corto que el crimen parecía ofrecerles, o por la vida ilusoria que el drogado les prometía. Y resultaba extraño, entonces, que un organismo cuya función era sojuzgar mediante la ilusión, enarbolara un discurso matizado de justicia social. El presunto nuevo consenso afirmaba, que no se debía juzgar a los pueblos por su número, sino por sus aspectos sociales, por su cultura y por la visión que tuvieran de ellos mismos.
¡Pampiroladas! denunciaba Raycón Beló.
Un cúmulo de psicólogos, psiquiatras y demás especialistas denunciaba, que un frente de guerra psicológica estaba actuando en la cuestión guamoana desde fuera, dada la brusca existencia de grafitos y demás comunicaciones donde sabandijas negras y discos concéntricos de diversos colores buscaban encausar la mente de los guamoanos hacia conceptos anárquicos e infernales, amén de recados de contenido político en horas donde la mente tenía menos potencia para escudarse de los embates que la ofuscaban. De allí que entonces, convocaran a evitar las blasfemias, para no dar oportunidad a que se pudieran quebrar las bocas por donde salían.
Hablar de los ricos en el Guamo también por sabrosos resultaba discordante por esas desavenencias que se manifestaban cada vez más. Pero más allá realmente se hablaba de ellos sin la connotación digamos de sala de emergencia que algunos guamoanos le daban. Era el caso de un chamo picaresco que los definía como una variedad social impar (por supuesto, dispar al resto de los insalubres) cosa que resultaba obvia y más si estaba acompañada de un bésame mucho…
Graciosamente disertaban sobre las astucias de opresión y humillación de ellos, entre otros particulares. Sobre su comportamiento exhibicionista y sus pocas ortodoxas prácticas de apareamiento. Y se aclaraba que el término apareamiento se utilizaba más que todo cuando eran animales sin alma los que practicaban el sexo. Porque cuando el sexo pastaba entre animales racionales, como aparentemente eran, entonces se hablaba más debidamente de tirar… Y se ignoraba por qué el juglar achamado hablaba de apareamiento, entre los ricos, y no de tirar… Y se preguntaba Raycón Beló al lado de Carlicia que lucía absorta: ¿No será que la actitud aduladora de los ricos se parece mucho a la de ciertos monos? ¿O por haberse convertido cierta aristocracia, en la jerarquía animal más perfecta del Guamo, y sus alrededores?
–Y escucha esto, mi dotada de hermosura: algunos ricos afrontan la muerte, con tanto honor, que han llegado al extremo de negarse a consentir un chaleco salvavidas para morir vestidos de etiqueta.
–¡Ay, mi enrollao, discúlpate porque el guitarrista no viniera y tuviera que aguantar de ti ese solo de boca!– le dijo Carlicia a imprudentes carcajadas cuando desnuda a sus ojos exclusivos parábase al baño amaneciendo ya.