Idígoras Moreno decide entonces, a última hora, iniciar la fea cosa el dos de diciembre si es que otro errorcillo de Terepaima Ojeda no lo obligara a iniciarla antes. Y era presumible que ese errorcillo pudiera ser incluso el error de no errar, que lucía el peor de los errores para justificar esa ya obsesiva fea cosa. Porque, la verdad era, que la pendencia se veía muy rigurosa.
Mientras tanto, en materia económica se mostraba optimismo sobre el futuro. Se reafirmaba que a pesar de la crisis la economía guamoana demostraba que el enfoque ortodoxo había muerto. Significándose con ello simplemente que el denominado Consenso aquel, había muerto. Y se iba más allá en tales reflexiones, al enarbolarse un discurso de justicia social cada vez más presente. Y este nuevo consenso parecía afirmar, que no se debía juzgar por los números sino más bien por los aspectos sociales, por la cultura y por la visión que se tenía de sí mismo.
Resultaba desquiciado sostener por tanto una visión pesimista del Guamo, aunque fuera de él un hombrecillo dijera haberse reconciliado con su conciencia reconociendo a una hija caray tras una larga presión, aunque no se reconciliara con su gente al salir trasquilado, y sufrir así un gran revés; cuando al menos cien personas fallecieran durante una ola de violentos enfrentamientos por una imprudencia que se cometiera en un concurso de belleza que coincidiera con un lapso sagrado, y cuando suicidas atentados sacudieran ciudades sagradas significando como que, el camino de la guerra y el martirio, debían continuar mientras pulgadas de tierra fueran violadas.
Imposible olvidar resultaba, que tanto Idígoras Moreno como su familia se caracterizaban por no ser precisamente arcangélicos. Quizás más estos (que el propio Idígoras) no solo fueron sagaces organizadores, sino que además eran blancos ricachones poseedores casi de esclavos; comerciantes y poseedores de toda variedad de bonos y acciones y por ello quizás (o seguro) temerosos de una rebelión de los pobres. O como dijera el propio papá de Idígoras: De una repartición equilibrada de la propiedad. Pero es que además eran racistas, asesinos de indígenas y amantes de las guerras de expansión. Estaban más concentrados en el poder que en la tragedia de los guamoanos por el hecho de no ser blancos. Por lo que había necesidad entonces de ver los asuntos desde una perspectiva distinta y barajar y repartir de nuevo y sobre todo en cuanto a quiénes eran héroes y quiénes villanos. Porque, saber quiénes eran TerepaimaOjeda e Idígoras Moreno, aunque fuera ahora, a grandes rasgos, resulta cuerdo para no confundirse en cuanto al porqué de aquella tan industriosapeloteraguamoana.
En cuanto a las mujeres y la comunicación con ellas, ambos insistían en los celos. Pero Idígoras Moreno no los sentía porque no les pedía sexo. Terepaima sí,por lo que algunos poetas las llamaban o bien destapaduras, como Isidro; o andrómacas, como Cirilo, que de ellas por cierto decía que salían con mancebos de sus casas con la ropa suelta y una pierna al aire y sin pantaletas. Y lo diría con mejor expresión el poeta Zorrillo: A la joven Selenia la compromete que el marfileño muslo deja afuera sin llevar desenvuelta, con los hombres ceñida estola, cuando en casa manda con todo imperio y que en los negocios da dictamen con soltura aun en los de mayor importancia. Terepaima a las casadas les guardaba decoro y honor no obstante los raptos; increpaba a las retozonas, les imponía la vergüenza, las enseñaba a ser abstemias y les asignaba el silencio cuando no estaba el marido, recordando que fuera Getulio Emilio el primero que repudiara a su mujer en el Guamo; que fuera Mariale, la mujer de Bolaños, la primera que peleara con su suegra Isolina; y todo, habiendo transcurrido solo diez años y pico de su fundación. Y a las doncellas las preservaba creciditas y robustas, para que tuvieran bastante vigor cuando hubieren de llevar el preñado y luego los dolores y, para cuando estuvieran pasaditas de años, fuera el cariño y no el odio el que operara, pero también para que los cuerpos y las costumbres pudieran ir sin vicios ni siniestros al poder de sus maridos. Lo físico se miraba más que todo por lo de la procreación y, lo de las costumbres, para la difícil tarea de vivir juntos. En el punto de la educación de los chamos, de sus reuniones, juntas y compañías para los bonches, así como para los ejercicios y juegos objeto de sus aficiones, Terepaima no era adicto a dejar al arbitrio de los padres el destino de sus hijos, evitándoles con ello el simplismo de la elementalidad: sólo lo de leer y escribir, de no necesitar de la aritmética y, de cualquier modo hacerse entender, como pretendiéndose con ello suprimir la escuela y dejar a los niños en la siempre resbaladiza ociosidad. Idígoras Moreno sí lo auspiciaba, pero con un aparente hipócrita fin último, según se decía en las tandas.
Apurando, ellos aquel día que hablaran a través de Ariel Saldivia, no dejarían sin embargo de encontrarse por un suficiente instante como para que Idígoras le echara a Terepaima una mirada inquisitiva para preguntarle si estaba bien y asegurarle que no pretendía, como decían, hacer nada feo contra el Guamo ni contra él, y como explicándole que todo en él era temporal. Y se le quedaría mirando persistentemente, no con enfado, sino como para evitar alguna pregunta inoportuna. Pero al parecer no comprendió lo que quería y, estando a punto de formular la misma pregunta, tuvo que darle un parado, diciéndole, con solidez:
A lo que respondió Terepaima Ojeda:
Mira que ni la fuerza de la sinrazón, ni de las armas, nos unirán. Y sí incluso confundiéndonos como en un amor patriótico la justicia y la sabiduría.
Por supuesto que Terepaima Ojeda no lo elogió ni como ser excepcional ni como ejemplo siquiera de lo que el trabajo y la dedicación podían lograr. Se retiró, e Idígoras fingió no haber quedado molesto porque se le negara algún halago, pero era evidente que no había quedado en el cielo Y terminaría drenando su arrechera, contra las mujeres, oyéndosele espetar (porque no pudo dejarlo sólo, en pensamientos):
Coño, no hay nada más espeluznante y nauseabundo que la insensibilidad de las mujeres. Yo no les tengo antipatía, pero en este momento me parece que todas sus cucas son, simplemente, eso: ¡cucas villanas y beatonas! Y si alguien cerca habría de escucharle ese pensamiento tan derramado, no hubiera podido contradecirlo sin armas, y mucho menos si estaba reventado. Él se creía hijo de Zeus, pero sentía que Terepaima maniobraba un carro de luminiscencia aceptando por tanto, y muy a su desconsuelo, que era rey de la claridad. Quedaría convertido en llanto y sin voz y presa de la insensatez y haciendo ver que sólo escuchaba la voz desesperada de su coach Z.Z. Monzón quejándose de sus torpes obsesiones. Su tormento terminaría como a las diez de la mañana, hora en que Terepaima se hallaba en alguna calle del Guamo batallando. Parecía que le había dado un golpe que lucía final, como uno que causara el desplome de su intentona de llevar a cabo un cambio drástico, pero que si ello ocurría, la culpa hubiera recaído en la mano oculta de su ilustre estupidez. En nada, ni nadie más.
Lo que habría de quedarle como residuo irreductible a Terepaima Ojeda, fue la emoción de que le hacía al Guamo una máxima ofrenda sin causarle daño a nadie, pero sí con un espíritu de guerrero del tiempo cuya única claridad era la de custodiar viva una memoria que fuera afectada hacía mucho tiempo, por lo que no podía callar lo que tanto amaba al Guamo. Idígoras Moreno notaba que había tristeza y que ella actuaba como una fuerza perenne sobre los idigoristas. No disponían de escudos de defensa. Ya no podían escudarse detrás de sus inconsistentes amigos del edén nórdico. Ya no podían escudarse, ni siquiera, detrás del odio ni de la desgracia. No podían escudarse detrás de nada. Raycón Beló en sus noches de himeneo le contaba a Carlicia pasmosas y patéticas historias de los idigoristas sobre sus intrigas y sobre sus traiciones. Y también, sobre sus demás miserias humanas.
¿Verdad, papi?
Siii.
Después de lo que me has dado, ¿qué fastidio pudiera caber de ti en mi alma?
Idígoras había sentido rencor hacia él más allá de las palabras. Y llegó hasta a maldecirse por haberse lanzado al abismo de su propia deshonra. Su tristeza y la de los suyos no era imprecisa. Provenía de codiciar algo de importancia muy personal, como era su vano empeño de sacar a Terepaima de su legítimo lugar. Venía de su propio y fantasioso yo. No venía de lo eterno. Además, se daba cuenta que Terepaima Ojeda como eficiente guerrero del tiempo sabía tomar perfectamente bien, como reto, todo lo que le venía desde el fondo de la Sinceridad Perdida, porque, ante un reto ganaba, o el reto acababa con él.
Y en los diarios nada ascéticos del Guamo, se hablaba de esa desazón interior que los idigoristas conservaban en medio de una paz turbulenta. Esa interior desazón, esa zozobra profunda de las concavidades, no era natural, porque la habían traído ellos del vientre de sus asaltos y demás malévolas labores. Eran solicitados de muchos lugares para una pródiga producción de actividades: de un lado el bochinche, y de otro la necesidad de la ambición, así como de otro los anhelos pasionales entre los que la sensualidad y el solaz eran los más inhumanos. Lo que a ellos preocupaba, era precisamente lo que a nadie particularmente le importaba. Les interesaba lo que carecía de interés para el guamoano de a pie: lo infecundo. ¿Resultaba algo más infecundo en tiempos de paz, que los pensamientos hostiles aunque en el campo intelectual la vida fuera siempre una guerra? Idígoras dizque era un beligerante. Lo que ser un hombre también dizque significaba. La paz no le resultaba útil porque jamás estaría en paz y contento (consigo mismo) por no decidirse a ser realmente lo que era. Y decía que la paz en el Guamo no era real, y que nunca lo sería, mientras Terepaima estuviera en su sitio, al tiempo que éste apuntaba que podía haber paz sólo cuando todos en el Guamo se ocuparan de la justicia y de la verdad, las que Idígoras negaba que existieran, y que por eso las llamaba ideales, que no se atrevía a expresar, porque entre otras cosas sentíase fallo de paz en su corazón. Además, Idígoras Moreno incondicional siempre por su notorio actualismo de solícito burgués al celular, a las películas en 3D y al juego en la tableta, fue logrando una dolencia que, aparte, podía convertirse en la más terrible de este siempre prometedor siglo XXI: la enfermedad de la simulación. Él, apropiándose por las buenas o malas de algo que parecía útil, pero a la larga innecesario o superfluo, como era su hábito, sentíase andando sobre cualquier vehículo, incluida la política, comenzando a generar un estado de cosas en su interior que, detectaba su escucha, pero no así su enfoque. La enfermedad le surgía entonces al darse todo lo contrario: cuando su cerebro, comenzando a pensar que con su actuación avanzaba, en realidad no, produciéndose así una ilusión de movimiento detectada por el oído interno, lo que le espoleaba el área postrema del cerebro haciendo por tanto que se fuera, debido a las náuseas, en amarillentos y negruzcos ascos.