No sé de quién es la frase “éramos felices y no lo sabíamos”. Muy probable que su autor sea Laureano Márquez, César Miguel Rondón o Claudio Nazoa, porque ellos montaron una pieza humorística con ese título, de esa clase de teatro comercial que hace las delicias de un público cautivo de oposición, asistente regular del Célis Pérez de Bárbula, para darle más real a la eterna construcción del Aula Magna de la Universidad de Carabobo.
El recuerdo viene al caso por la mamadera de gallo que se prendió cuando a nuestro Presidente Maduro se le ocurrió crear un viceministerio de la Suprema Felicidad. Tengo a algunos “intelectuales” de oposición en mi Facebook, y sé de primera mano la jodedera que montaron. La menos amarga fue la de aquella que escribió que ya la mencionada dependencia gubernamental le había provocado risa y con ello había logrado un poquito su anunciado cometido. Excelente.
Hace unos días, Ultimas Noticias dio a conocer algunos antecedentes del asunto este de la felicidad en el campo de la economía. Vino a colación entonces el caso del reino de Bután, que usa desde hace varias décadas un índice de Felicidad Bruta nacional, como una metodología cuantitativa y cualitativa para medir el impacto de sus políticas públicas, cuestión que ha sido tomada muy en serio por los gobiernos de Bolivia y México. El mencionado índice toma en cuenta indicadores objetivos y subjetivos que van desde el empleo o el nivel de instrucción, hasta la preservación de los valores culturales, la conservación del medio ambiente, entre otros.
Otra opinión recogida fue la del economista Víctor Álvarez, quien refirió que el índice de Felicidad adquiere interés como alternativa a otras metodologías y mediciones que no toman en cuenta el centro que debiera tener toda economía, a saber, el Ser Humano. Otros economistas, de oposición, por supuesto, consideran todo esto una ridiculez de Maduro, más o menos del mismo tipo de ridículo como fueron el famoso “pajarito” y la última “cómica” medio esotérica de la aparición milagrosa de la cara de Chávez que, cual Virgen, se estampó en la piedra penetrada por las topas del Metro de Caracas.
Lo más interesante es que ya Aristóteles, 4 siglos antes de Cristo, filosofaba sobre la felicidad, y afirmaba que era el resultado de la virtud de la prudencia y la sensatez (phronesis, en griego), de lograr en la vida personal un “justo medio” entre el exceso y la suficiencia en la búsqueda permanente del placer y la evitación del dolor. Buscar esa felicidad era un asunto ético, personal.
Pero no hay que irse tan lejos como el Bután, país perdido entre el Tibet y China, ni remontarse a la antigua Grecia, ni tampoco empatucarse en un debate con los economistas. Si hacemos un rastreo por los textos de Simón Bolívar, ahí lo conseguimos clarito: “la mayor suma de felicidad posible”, que, junto a la estabilidad política, era para el Libertador signo de un buen gobierno. La frase, ya sabemos, tuvo fortuna en el discurso del Comandante Chávez, quien le dio su toque personal y empezó a hablar de “Suprema Felicidad”, de donde lo tomó finalmente Maduro.
Lo curioso es que la frase y el concepto tampoco son originales de Bolívar, sino de algunos de sus autores favoritos, británicos para más señas. En primer lugar, Jeremy Bentham, el creador de una tendencia filosófica muy avanzada para los comienzos del siglo XIX y que tiene huellas muy frescas en la economía y la sociología anglosajonas: el utilitarismo. Es evidente que Bolívar leyó a Bentham. Para el inglés “cada individuo tiene igual derecho a toda la felicidad de la que es capaz su naturaleza”. La felicidad, según este pensamiento, viene siendo lo mismo que la utilidad de los objetos, y por tal cosa se entiende “la propiedad de todo objeto por la que tiende a producir beneficio, ventaja, placer, bien o felicidad”. Esas utilidades podían medirse cuantitativamente. Cada individuo tiene su medida, pero, para un gobierno, es conveniente partir del supuesto de que hay un “grado de felicidad” común a todos los ciudadanos, el cual se garantiza con el voto para cada persona.
Pero fue Joseph Priestley quien acuñó, en 1768, en su obra “Ensayo sobre el gobierno”, la frase “la mayor felicidad para el mayor número posible de ciudadanos” como desiderátum de un buen gobierno. Bolívar casi que se copió palabra por palabra. De modo que la cosa tiene su historia, su genealogía. Ni siquiera proviene del pensamiento marxista, sino del utilitarismo inglés, del cual lo tomó Bolívar, repitió Chávez y ahora Maduro. Por el camino se ocultó un poco lo cuantitativo; pero el sentido, el de ser el objetivo supremo de un gobierno, se mantuvo. Claro: al llegar a Venezuela, el pensamiento inglés pierde mucho de su flema.