Después del errorcillo de dejar aflorar los hechos presentes de sedición, el gobierno de Nicolás Maduro está en guerra, tomado a pinza por los intereses políticos y transnacionales de siempre, que buscan derrocarlo desde el exterior para meterle el guante a petróleo, a ese oro negro pero gratis o más barato que el cotizado en el mercado internacional, a más de $100 por barril.
Ya se ha dicho que se descuidó en su inteligencia de Estado, que se confió en la jugada opositora de dejar pasar a Venezuela unas navidades en paz para tener tiempo de armar la tramoya actual de humo y gas lacrimógeno. El gobierno pisó el peine de creer en los arrestos pacifistas de una oposición que cambiaba, o por lo menos se moderaba después de perder unas presidenciales y el llamado “plebiscito” de las municipales. Durante su silencio, dio la impresión de recomposición, de reflexión, embarcando en la ilusión a un montón. Su aura de paz se extendió hasta principios de febrero, cuando intentó hacer lo que parecía le había quedado pendiente: una reacción para coronar un golpe de Estado a través de una revuelta pintada de colores, de manuales actualmente en boga para tumbar gobiernos: el de Gene Sharp, el ideólogo del “pacifismo” y la desobediencia civil colectiva. Perturbando los carnavales pareciera haberse sacado el clavo de dejar pasar unas navidades sin guerra.
Las cosas marcharon viento en popa para la arremetida opositora hasta que ocurrió lo de Ucrania, también hackeada por los agentes de la ya conocida revolución de colores o golpe suave. Allá el plan funcionó a cabalidad. Factores diversos de la sociedad civil se mancomunaron en un común objetivo y depusieron al gobernante. EEUU y la UE cantaban glorias, y también quienes en el mundo andaban en la misma jugada de intentar deponer presidentes bajo la fachada de emulsión espontánea de manifestaciones y desobediencia civil generalizadas. Entre las filas opositoras venezolanas hubo un revuelo e inusitado entusiasmo: al presidente Maduro casi que lo toman por Viktor Yanukovich y ya lo veían huir corriendo para refugiarse en Cuba, como lo hiciera el ucraniano para Rusia.
Pero con el paquete de Ucrania, apareció Crimea, con toda la fuerza de su especificidad.
Y el asunto cambió.
La oposición venezolana de pronto se encontró con que su padrote estadounidense la relegó a un segundo plano, descocándose el jefe por la inesperada reacción rusa de anexarse a Crimea a la velocidad del rayo, con movimiento de tropas y referéndum incluidos en la acción. El plan geoestratégico de rodear al gran rival ruso privaba en sus mentores sobre el de tomar el petróleo venezolano mediante la acción de operadores nacionales internos.
Desde entonces la protesta, denominada con mayor precisión “guarimba”, se prolongó ─peligrosamente para su propia salud subversiva─ como un moco estirado sobre el plano del tiempo: arriba ya a los cuarenta días en medio del rechazo generalizado de la población, según mediciones de bando y bando. Es la acción y expresión de pequeños y radicales sectores, urgidos de eventualidades políticas que los alimenten, tanto más de un mentor poderoso y mundial como los EEUU.
Crimea fue un tiro por la culata que se le escapó a los EEUU, después de veinte años de cultivar la toma de Ucrania. Crimea es el puerto de una importante flota rusa de cara a Occidente, puerta vital de supervivencia bajo la eventualidad de una confrontación con Europa. Venezuela es el foso de petróleo más descomunal del planeta, con importancia geoestratégica y energética a futuro para quien la tome o forme alianza con ella. El evento crimeo invitaba a una atención inmediata por parte de los EEUU; el golpe en Venezuela, por su parte, ubicada en un tranquilo “patio trasero”, podría esperar otra estación más despejada. En consecuencia, la oposición golpista queda huérfana y a la deriva, con sus calles de urbanizaciones ricas humeante, hediondas a alquitrán y a gas lacrimógeno. Mala suerte.
Venezuela es un país con demasiado petróleo para su propio tamaño y hasta gusto en tanto hay muchos que piensan que es una maldición porque su riqueza fácil concita agresiones en su contra y capa aptitudes de producción e inventiva nacionales. Como sea, es una perla de oro ambulante en la mira de tanto pirata, y procede su defensa en un tiempo presente en que la democracia no es más que un discurso de guerra y un sistema de gobierno decadente. Su futuro es de guerra y defensa tanto si una izquierda nacionalista la gobierna (porque querrá ser atacada) como si una derecha mercenaria la entrega.
Pueblo y gobernante han de prepararse y acostumbrarse perennemente a tal precisión, en especial si es socialista. Se vive en un planeta cuyo cartel de entrada desgrana: “Aquí las cosas no son de quien las tiene, sino de quien las necesita”. Ser gobernante en Venezuela es un oficio que exigirá siempre dedicación más allá de la idea acomodaticia de un hombre sentado en Miraflores disfrutando de la miel y leche que brindan el poder.