Origen del Interés bancario, antes llamado usura

Con la caída del Imperio Romano, el comercio entra en declive progresivo, particularmente en las costas mediterráneas, nórdicas y flamencas. La Europa Occidental se desconecta del Oriente al perderse el control del mar Mediterráneo, y la puja religiosa entre cristianos y sarracenos[1] neutraliza las transacciones comerciales por esa vía.

Muchos siglos de vida dependiente de las actividades agrícolas, con baja demanda porque sólo se producía para satisfacer las cestas básicas y suntuarias de siervos y señores, de artesanos y artesanas, hacían que sólo el hambre motivara el endeudamiento de alguna persona.

Por esa razón, no careció de racionalidad la inquebrantable condena eclesiástica que practicó la Iglesia católica durante el Medioevo.

De no prohibirse el préstamo con interés, se habrían abierto todas las puertas abusivas y especulativas que empezamos a conocer y sufrir todos durante el reinado de la burguesía desde los tiempos posmedievales hasta el presente.

Hoy los comerciantes y fabricantes, los asalariados mejor remunerados, no sólo están abiertos a la demanda de cantidades crecientes para sus inventarios o para su cesta de satisfacción consumista personal, sino que pueden ir más allá en materia de compras de cuanto periquito innovador le publiciten por la mediática comercial, con todo el encanto hipnotizador de las novedades mercantiles, de las mejoras técnicas recogidas en los bienes supuestamente mejoradores de la vida hogareña, tan comprometida socialmente, y, sobre todo, ante las facilidades crediticias que para empresarios y consumidores ofrece el prestamista mercantil, comercial y bancario.

Con el renacimiento del comercio, ya entrado el último tercio de la Edad media, el numerario empezó a crecer por causa de una demanda creciente de bienes importados y de la producción de bienes muebles de costos inferiores a los que privaban en de los talleres de los viejos dominios señoriales[2].

La vieja condena del interés sobre préstamos de dinero fue debilitándose hasta por la propia Iglesia hasta que, advenido el sistema burgués, esos intereses bancarios y las ganancias comerciales y fabriles, tan característicamente usurarias y especulativas, fueron admitidas por todos y hasta una parte de la Iglesia católica llegó a santificarlos, como premios a labores empresariales enriquecedores de sus beneficiarios.

Ya no se quita prestado por hambre, sino para agrandar la empresa, para montarla, para viajar ahora y pagar después, para comprar bienes que de contado sería imposible con los ingresos regulares mensuales. Hasta unos prestamistas bancarios recurren a créditos de la banca mayor. Al final, todos terminamos debiéndoles a unos cuantos usureros transnacionales.

Nuestras dudas sobre esa historia pirenniana descansa en saber cómo podían recibir préstamos onerosos los insolventes de marras. Bien, sería porque los siervos poseían medios de producción usados como suyos en las tierras del señor feudal, y los príncipes tenían las tierras mismas y los ingresos que reciban de sus siervos y arrendatarios.

La Historia nos habla de la inmensa fortuna amasada por el prestamista Jacobo Fugger, financista de la Hacienda Pública del imperialista Felipe II. Este usó el déficit fiscal para financiarse las elecciones favorables a los burócratas de su imperio cada vez más acrecentado al punto de no ponerse el sol sobre sus tierras.

Los siervos terminaron perdiendo por embargo todos sus medios de producción, se hicieron proletarios u hombres libres, semilleros de los futuros asalariados que contrataría finalmente el prestamista, el comerciante y el fabricante burgueses. El sistema burgocapitalista habría nacido de las entrañas del Medioevo desfalleciente.

Los gobiernos republicanos no socialistas emergentes también adoptaron la figura del Crédito Público para cubrir buena parte de sus ingentes gastos burocráticos y garantizarse su permanencia en el poder.



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Manuel C. Martínez


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