Transpira autenticidad. De principio a fin. Como el sudor de la protagonista y una de sus amigas, cuando hacen una carrera por la playa… Uno sale agradecido de la sala. Es lo que suele sucederme cuando veo las películas de Fina Torres. Algo similar me sucedió cuando vi su anterior película “Habana Eva”, sobre la cual también escribí, en agosto de 2010. Eso es lo primero que uno busca, y reclama, de una gran artista: que haya verdad en lo que se exhibe y en lo que se dice. Ver seres humanos que transpiran y que ese sudor traspase la pantalla…
Un paréntesis. Uno, como persona, que es fundamentalmente un político, y que vive una política que está, cada día más llena de mentiras que de verdades, que además cree en la revolución y en el socialismo, y que cada vez más, requiere de abrir la boca y expandir los bronquios para obtener una escasa bocanada de oxígeno, necesita imperativamente de cosas que son verdad para vivir.
Como dice Julio Cortazar, en el capítulo 112, de “Rayuela”: “Sigo tan sediento de absoluto como cuando tenía veinte años, pero la delicada crispación, la delicia ácida y mordiente del acto creador o de la simple contemplación de la belleza, no me parecen ya un premio, un acceso a una realidad absoluta y satisfactoria. Sólo hay una belleza que todavía puede darme ese acceso: aquella que es un fin y no un medio, y que lo es porque su creador ha identificado en sí mismo su sentido de la condición humana con su sentido de la condición de artista. En cambio el plano meramente estético me parece eso: meramente”.
Y la película de Fina Torres es una de esas obras que se salen de lo “meramente”. Del agobiante término medio. Lejos de los clichés y los lugares comunes, lejos de las concesiones a lo comercial y, sobretodo, a los prejuicios, lejos incluso de la sola creación estética, y cerca, muy cerca del compromiso con la vida, y de las convicciones más íntimas e individuales… De ese encuentro vital entre la “condición humana” y la “condición de artista”. De la búsqueda existencial que podríamos resumir en el diálogo de Liz con su amiga Eva, ante la eventualidad cierta e ineludible de su muerte… Liz: Me preocupa la prosperidad. ¿Qué dejo yo? Eva: Querencias. Liz: ¿Y cuánto duran las querencias? Eva: ¡Una eternidad!
Esa carrera simbólica en pos de algo auténtico…