Los ciudadanos estadounidenses y europeos cuya oposición furibunda a las olas de migrantes influyen en las políticas de sus gobiernos, olvidan algo tan obvio como que ellos también son producto de migraciones masivas. Las crisis humanitarias que sacuden a nuestros pueblos en la actualidad, son reflejo de otras, tanto o más cruentas, que han jalonado la historia de la humanidad desde la aparición del ser humano sobre la faz de la Tierra.
Las generaciones actuales y aquellas que comienzan apenas a despuntar vienen marcadas por el desafío de la supervivencia en un planeta castigado por la sobreexplotación de sus recursos, de sus tierras, de su fauna y de sus fuentes de agua. Los mares, esas misteriosas profundidades que se nos figuraban interminables y prístinas, son hoy uno de los espacios más contaminados, sucios y degradados del planeta. Sin contar con el hecho de haberse generado una auténtica competencia de países desarrollados para ver cuál se apodera mejor de sus riquezas.
El hambre, ese fenómeno en donde culmina el proceso de las privaciones materiales, es una especie de castigo bíblico dirigido injustamente sobre una masa poblacional sujeta a las decisiones de políticos para quienes la vida humana se traduce en estadísticas. La niñez de hoy, por lo tanto, es la gran sacrificada en esta ecuación de beneficios económicos a costa de la pobreza de otros.
Entonces, ¿cómo evitar que los africanos se embarquen hacia Europa o los jóvenes centroamericanos dejen sus pies en el desierto de Arizona buscando una ínfima pero soñada oportunidad? Cuando los políticos se pronuncian sobre el fenómeno migratorio mienten. Cuando afirman con el mayor descaro que sus acciones se encaminan hacia el bien común, mienten. Y con cada una de sus mentiras, mil adolescentes cruzan la frontera como una respuesta real a un sistema que los margina.
Las comunidades humanas están fundadas sobre olas migratorias de tiempos pasados, provocadas siempre por la pérdida de los recursos agrícolas, las enfermedades, las guerras y los desastres naturales. El movimiento migratorio ha sido una constante en todas las épocas de la historia y nada lo detendrá; ni los muros, ni la represión, ni tampoco el odio xenófobo. Por lo tanto las políticas de los países deberían orientarse hacia la solución sensata para una realidad ineludible y creciente.
La semana pasada, 40 inmigrantes africanos murieron asfixiados por los gases tóxicos en la bodega de un barco, en medio del Mediterráneo. Cientos más han perecido en las costas de Grecia o en la dura travesía por los desiertos entre México y Estados Unidos, en donde son perseguidos con perros adiestrados como si fueran piezas de cacería. Entre ellos, niñas y niños totalmente indefensos en manos de los coyotes.
Lo que falta para enfrentar el drama de las migraciones es un poco de sensibilidad humana, esa misma caridad proclamada con tanto fervor en los discursos, pero nunca aplicada en la realidad concreta de un pueblo condenado a abandonar sus raíces para seguir subsistiendo. Lo que falta es comprender que nadie abandona su tierra si esta le ofrece las oportunidades necesarias para vivir con dignidad.
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