La crítica debiera formar parte de la evaluación, momento del movimiento circular de cualquier administración o conducción gubernamental, junto a los pasos de la planificación, la ejecución y el control. Es decir, una práctica permanente, hasta rutinaria, incluida la concepción de las políticas públicas. Hay muchos signos de que esto nunca fue así. Uno de los síntomas es el llamado mismo del presidente Chávez a realizar las denominadas por él "las tres R". Es muy peculiar que un paso metodológico de cualquier administración, se haya tenido que convertir en una consigna política, en un ritual con resonancias "épicas" (alusiones las famosas autocríticas de la China de Mao o la URSS de Stalin), enunciada por el Comandante.
Aparte de ser síntoma de que las prácticas administrativas de este gobierno no se atuvieron nunca a los métodos convencionales, también es un signo de que las críticas siempre fueron incómodas. Mucho más, cuando se producen en un contexto crispado por la contienda política, caracterizada por mucha violencia simbólica, de un lenguaje que, en ocasiones, pasó a la violencia física, golpe de estado y guarimba incluidas. Las críticas no eran simples evaluaciones; se percibían como ataques, fuera cual fuere el calibre de los señalamientos.
Pero tomemos en serio la recomendación de Chávez: la crítica y la autocrítica son necesarias. Él mismo la hacía a sus ministros de una manera dura, áspera. Es inolvidable aquella transmisión de la reunión del gabinete de octubre de 2012, intervención televisiva que luego fue editada con el título de "Golpe de timón", en la cual el presidente reprendió duramente a todos sus colaboradores, haciendo ver que estaban "meando fuera del perol".
La crítica no es una habladuría, un chisme, una simple maledicencia. Es el examen riguroso de las fortalezas y debilidades de los fundamentos de una acción o una teoría. Es una operación que, aludiendo a su etimología (krinein, en griego), consiste en discriminar el grano de la paja, lo bueno de lo malo. En el renacimiento, servía para establecer la autenticidad de un documento antiguo. Equivale casi al develamiento de una verdad.
Revelar verdades siempre ha sido riesgoso. Esto se sabe desde hace mucho, desde Sócrates, desde Cristo. En uno de sus diálogos, Platón expresaba que era preferible ser amigo de la verdad que del propio Sócrates. La verdad está por encima de la consideración hacia los sentimientos de un ser querido, de un amigo. Es más, para los epicureos griegos, el deber del amigo era señalarle las verdades al amigo. Era señal de lealtad señalar las verdades. La verdad puede doler, pero era peor el dolor de ver el error reproduciéndose en el amigo.
Frente a la verdad, hay mentiras de todo tipo. Las piadosas, las convenientes, que aguardan el mejor momento, la mejor circunstancia para ser dichas. Las omisiones muchas veces son enemigas de la verdad. Mentir, no decir nada cuando es oportuno, es una deslealtad.
Por eso es horroroso cuando se levanta el asunto de la lealtad para callar las verdades. Es un vil chantaje que hace más daño, que el bien que se pretende aportar. No sólo es que la verdad está por encima de la amistad supuesta; sino que ser leal implica decir las verdades. Es un deber.
Este principio filosófico, moral, se ha dicho de diversas maneras: con la verdad ni ofendo ni temo. Esto, por supuesto, puede ser respondido señalando los riesgos que trae decir la verdad en un momento dado. Pero así es la verdad. Y la lealtad.