Los hilos finísimos del crimen lo tejieron con mano diestra por José María Obando y José Hilario López; este último era de carácter vengativo, pues él mismo lo hace ver en sus Memorias, cuando refiriendo un altercado con el general Heras escribe: "No me quedaba otro arbitrio que tomar una venganza personal por semejante desaire", porque Sucre se había negado a escucharle unas sandeces en Neiva.
Obando cuenta que él salió el 23 de mayo acompañado de su edecán Francisco P. Diago y que durmió a orillas del río de Las Piedras. El 24 pernoctó en la mina de La Cucaracha; el 25 en la Hacienda del Puro (aquí alcanzó a un batallón); el 26 en el pueblo de Mercaderes. En todo el tránsito iba recibiendo informes de las aves agoreras y va diciendo que intenta cuidarse de Juan José Flores quien tiene en mente invadir Pasto. El 27. Pasó por el terrible Salto de Mayo y al posadero del lugar, José Erazo, viejo conmilitón de sus luchas en pro y en contra de la causa de Fernando VII, le previno de un batallón que se acercaba para que les arreglara el rancho y les acomodara alojamiento. Ya se encontraba Obando en la región de Berruecos. Esta es una región que comprende el pueblo llamado propiamente Berruecos que queda bastante al! oriente de La Venta, o Venta Quemada, al pie de un cerro, el Cerro de la Jacoba, donde José Erazo atendía una posada. El 28, Obando marchó por el camino del Boquerón y durmió en Meneses. Las aves agoreras seguían llegando y saliendo de este campamento.
La situación del Mariscal en Neiva se hace más incómoda, pues José Hilario López se aburre con su máscara, pues son varias las personas que se acercan a testimoniar al Gran Mariscal sus agradecimientos por los servicios prestados a la patria. En las manos de López se encuentra uno de aquellos panfletos asesinos que decía de Sucre: "Bien conocíamos su desenfrenada ambición después de haberlo visto gobernando a Bolivia con poder inviolable".
El día de la partida, por motivos baladíes, el señor anfitrión, desesperado no sabemos por qué temores, trató de retener a Sucre. Los peones encargados de llevar y acomodar los bagajes comenzaron a encontrar dificultades para emprender el viaje, y tuvieron que aconsejar al Mariscal, que por otra parte mejor era esperar un poco más pues las lluvias tenían intransitables los caminos. Las siniestras aves seguían alborotadas. A cada paso de Sucre alzan vuelo en dirección de La Plata, vía a Popayán. Encontrándose en Popayán, Sucre escribió lo que al parecer fue su última carta. Iba dirigida al general Vicente Aguirre en Quito, y en ella muestra cierta determinación de luchar por la unidad de la Gran Colombia. Escribió: "Yo estaré pronto allá y le diré todo lo que he visto y todo lo que sé, p! ara que ustedes vean lo mejor, y también todo lo que el Libertador me dijo a su despedida, para que de cualquier modo se conserve esta Colombia, y sus glorias, y su brillo, y su nombre... Recomiendo siempre moderación y prudencia, para que todos los colombianos se entiendan con calma y sin ruidos de guerras civiles...".
Cuéntase que cuando Sucre se internó en los caminos hacia Timbío, gran cantidad de personas se persignaron, echándole la bendición de la muerte. El 1º de junio al fin salió una nueva edición de “El Demócrata” en el que se podía leer:: "acabamos de saber con asombro por cartas que hemos recibido que el general Antonio José de Sucre ha salido de Bogotá ejecutando fielmente las órdenes de su amo. Antes de salir del Departamento de Cundinamarca empieza a manchar con ese humor pestífero, corrompido y ponzoñoso de la disolución... Va haciendo alarde de su profundo saber. Se lisonjea de observar una política doble y deslumbradora. Afirma que los liberales y el pueblo de Bogotá, es lo más risible, lo más ridículo que ha visto... Pero el valeroso general José María Obando, amigo y sostenedor firme d! el gobierno y de la libertad, ocurría igualmente al encuentro de aquel caudillo y en auxilio de los invencibles pastusos. Puede que Obando haga con Sucre lo que no hicimos con Bolívar".
El día 2 de junio ha llegado Sucre a un lugar incómodo por lo escabroso del terreno; las bestias andan mañosas, los baquianos fastidiados de su trabajo, pues las mulas están "aventadas" por las alturas y son lentas y reacias al mando. Están ya en el Salto de Mayo, por donde estuvo Obando el 27 de mayo. Era punto forzoso donde debían pasar la noche: la casa de los Erazos.
Ya tenemos informaciones de José Erazo, el propietario de la sombría posada: es de los del grupo guerrillero que ha participado en todas las revueltas desde los tiempos en que Calzada dominaba aquella región. ¡Cuántas veces este hombre había cogido por los montes, alzando su estandarte en defensa de Fernando VII! Pasaron a aquella vivienda, el señor García Tréllez, los dos asistentes del Mariscal, un criado de García y dos arrieros que conducían cuatro cargas de equipaje.
Más que miserable, el lugar tenía tintes tenebrosos: un albergue hecho de paja por donde iban y venían animales domésticos; cualquier hombre que cruzaba aquella triste estancia se sabía como metido en una trampa; el humo acre de la cocina, que servía también de calentadero, inundaba los incómodos espacios.
Erazo entraba y salía, fugaz, con su mirada de animal de presa, frío, oyendo a retazos cuanto se hablaba (en susurros); quería conocer los pormenores del itinerario del Gran Mariscal; sobre todo a qué hora tenían organizada la partida. ¡Cuántas veces debió cruzarse Sucre con aquella mirada huidiza y oscura! Algo brutal debió recorrer su espinazo.
A decir de los que frecuentaban aquellos parajes, a tres leguas a la redonda no se encontraba otra posada. La casa de Erazo estaba situada en un barranco, cerca del puente del río Mayo. Por allí estaba obligado a pasar todo aquel que iba de Popayán a Pasto. Por su ubicación era una especie de peaje donde los pasajeros, para no ser asesinados pagaban su seguridad "con regalos ya espontáneos, ya solicitados".
Sucre por la larga carrera militar, acostumbrado como estaba a vivir en situaciones arriesgadas, tomó ciertas precauciones, no obstante que presentía el estar hundido en un pozo lleno de víboras. No era su costumbre, nunca, dar marcha atrás luego de haber tomado una determinación, pero era tal el aire de inseguridad, de velada turbidez que se respiraba en todas partes, que por primera vez, preso de una sofocante inseguridad ansiaba salir como fuera de aquel asfixiante lugar, aunque para hacerlo tuviera que regresar a Popayán y tomar el camino del puerto de Buenaventura. Esto significaba por lo menos un mes más de viaje.
Otra solución pudo haber sido ordenar, bajo cualquier motivo (había muchos) la detención de Erazo. Pero era una salida peligrosa, pues no tenía soldados para acometerla; era prácticamente además imposible sin verse acosado de feroces bandidos.
Tal como lo habían planeado minuciosamente sus enemigos Sucre se encontraba sin escapatoria, y sin regreso posible. De momento, a los indefensos viajeros que acompañaban al Mariscal parecían no quedarles otras "esperanzas", que someterse al golpe certero de la fiera en posición de mortal zarpazo. Una mujer llegó a caballo a horcajadas, con pistola y sable al cinto, guarnecidos en correajes de tigre. Era Timotea Carvajal, la amante o la esposa de Erazo.
Con mal talante la mujer echó un rápido vistazo al bagaje del Mariscal, tal vez buscando percatarse si llevaban armas, y mirando de reojo a los arrieros; buscaba calar hondo en la disposición de aquellos pobres diablos. Erazo se le había presentado al Mariscal como teniente coronel y comandante de la milicia del sector donde vivía.
A la mañana siguiente, asombrándose de ver la luz del sol, ordenó Sucre continuar la marcha, lo antes posible. El día era nublado, y el rocío había humedecido el equipaje, de modo que hubo que sacudirlo y arreglarlo, y los Erazos pudieron comprobar que no llevaban armas. Apresuradamente hicieron café y sorbieron un trago de áspero aguardiente; salieron como a las 7. Cerca del puente estuvo todo el tiempo Erazo mirando los apresurados movimientos de la gente, lo que preocupó a Sucre. Estaba Erazo como un verdadero fantasma, sacando punta con su afilado puñal a un palo. La cabeza baja, escupiendo de vez en cuando.
Luego de una corta jornada, a eso de la diez, a poca distancia del boquerón de la selva y a un lado de montaña de Berruecos, la comitiva llegó a la Venta, lugar que quedaba a unas tres leguas del Salto de Mayo. Apenas había dejado el lugar de los Erazos llegó este a punto el veterano oficial venezolano Apolinar Morillo, con la bestia suelta, a pie y con el pantalón arremangado. Se había cambiado las botas por unas alpargatas. Le entregó a Erazo una orden del teniente coronel Mariano Alvarez, y le comunicó su objetivo: matar a Sucre. De allí salieron Erazo y Apolinar Morillo para unos montes cercanos acompañados de los soldados que cometerían el asesinato: Juan Cusco, Andrés Rodríguez y Juan Gregorio Rodríguez. Entraron por unos caminos oscuros, esperando la noche. Muy temprano, al día siguiente, debían estar colocados en sus posiciones:! dos de cada lado del camino, de modo que no "se ofendiesen recíprocamente, situando a los unos de suerte que los tiros se dirigiesen al pecho, y los otros al costado izquierdo... ". Un poco cercano al puente las Guacas se encontraron Morillo y Sarria; iban a dar las últimas instrucciones a los asesinos. Erazo le contó a Juan Gregorio Sarria que él se metía en aquel complot únicamente porque lo ordenaba el general Obando y porque el propio Sarria participaba, que de otro mundo no lo haría por nada del mundo.
En el camino había estado uniendo cabos dispersos de cuanto había visto en el Salto de Mayo. Miraba a los callados arrieros que iban apagados como si los llevaran al patíbulo. En la Venta se encuentra con Erazo. "¡¿Cómo?! ¿Cómo pudo llegar antes que él sin que lo encontrara por el camino, que por estar rodeado de espesa selva era casi imposible salirle adelante?". No recordaba por otra parte haber oído pasos de bestias o de hombres a pie.
- Usted debe ser brujo - le dice -. Habiéndolo dejado en su casa, y sin verlo por el camino, aparece ahora delante de mí.
Habiéndose descargado los bultos disponen a preparar el almuerzo. Sucre entra a un cuarto donde cinco troncos viejos sirven de asiento. El denso humo ha oscurecido las paredes de barro; un fuerte olor a leña, a estiércol y desperdicio de gallinas inunda la húmeda sala. Allí se sienta y se sirve un trago. Otro fantasma aparece en escena, esta vez Juan Gregorio Sarria, comandante, también de la zona, refrendado por Obando.
Forzado le fue a Sucre tener que dar la mano a aquel temible bandido; "-¡qué gran casualidad!". Sarria tan ladino como Erazo fue muy parco en sus saludos. Ocupó uno de los troncos. Frente a frente estuvieron víctima y victimario, varios minutos sin decirse una palabra. Está claro que han ordenado matarlo como tantas veces había venido escuchándolo a lo largo del viaje.
Sucre invitó a Sarria y a Erazo a tomar un poco de brandy; más tarde también los invitó a compartir su rancho, y que se quedasen allí en la Venta. Como buenos montañeros, no hicieron asco del brandy -eran empedernidos bebedores-, pero en cuanto a la comida ninguno de los dos quiso aceptarla.
La noche del día 3 fue peor. Al contrario de los movimientos escuchados la noche anterior, ahora un espeso silencio lo cubrió todo. Sucre ordenó cargar las pistolas.
Ya los criminales, al amanecer del 4, estaban apostados en el tenebroso boquerón de la montaña. Sarria fue quien cargó los fusiles, y adentrándose en la maleza le dijo a Erazo que dispusiera de las posiciones, pues era quien mejor conocía el terreno. Se convino que una vez colocados los hombres y ejecutada la vil celada, se dispersaran Sarria, Erazo y Morillo, por distintos caminos. El reencuentro debía ser en la casa de Erazo.
A eso de las 8 de la mañana, ya listos para la partida, el Mariscal Sucre y su pequeña comitiva iniciaron la marcha. Los arrieros de inmediato cogieron la delantera seguidos del asistente Francisco Colmenares, luego el señor García Trellez y su criado. De últimos iban el Mariscal y su asistente Lorenzo Caicedo. A poca distancia de la Venta avistaron el boquerón de Berruecos, lugar donde se habían cometido muchos crímenes; húmedo y oscuro. La densidad de los ecos que propiciaba aquella bóveda de gran espesor de bosque creaba raras sensaciones de voces y ruidos vagos. Ora eran lamentos, ora pasos apresurados de algún grupo que se iba desvaneciendo con el aleteo de aves sobre los árboles; el sonsonete de algo que se apisonaba, lamentos no humanos que morían lejano... Quien miraba hacia a los lados imaginaba encontrarse la fría y desolada figura de a! lgún matón apuntándole, tal era la leyenda de monstruos y bandoleros, indios y curas sueltos que se ganaban la vida asaltando y matando viajeros por la zona. Pasar aquella maraña de bichos y selvas, era salvarse; se suspiraba siempre, dos o tres leguas más adelante, cuando se había superado este penoso tramo.
Sintiéndose vigilados y persuadidos que lo mejor era no pensar, avanzaron media legua, penetrando hasta lo más espeso del camino, en un punto llamado la Jacoba o del Cabuyal, sector muy resbaladizo, enmarañado de bejucos y gruesa maleza; las bestias aminoran el paso, de pronto, el eco de un trabucazo: Trueno intenso y seco, fuego, batir de alas en todas direcciones, una bola de humo en medio del verde intenso de las matas, y un grito cortante de: "-¡Ay balazo!".
Se escuchan seguidos tres tiros más, casi todos certeros sobre la humanidad del Mariscal: traspasan cabeza, pecho y cuello. Los arrieros se devuelven. Procuran frenar las nerviosas bestias. El pisar alevoso de las fieras asesinas que se acercan o huyen; el trepidar entre las matas hace pensar que más bien huyen, pero los acompañantes del Mariscal sólo piensan en salir de aquel tenebroso boquerón; regresar a la Venta.
El asistente de Sucre, el señor Caicedo, logra acercarse al general quien está medio hundido en el barro. La sangre confundida con el barro. Atormentados los acompañantes, conmovidos los semblantes, llevando como pueden a los también aterrados animales y esperando que de entre la maleza salgan más disparos, alzan las manos; imploran misericordia: "-¡Vamos desarmados! ¡No disparen...! ¡No somos soldados...!".