Los que vivimos el paso progresivo y sostenido de una Venezuela rural a urbana no nos sorprende la política de la agricultura urbana que tanto cacareamos en estos días, como si fuese un invento reciente. Las pequeñas ciudades que son grandes o medianas urbes de hoy, disponían de un sistema urbano interconectado con el medio rural, y en muchos casos, las fincas diversificadas del campo se reproducían en pequeña escala en las casas de grandes patios. El hervido de los domingos salía de las gallinas que no enclocaban y las ramas que lo aliñaban estaban siempre a la mano. El patio era tan biodiverso como una selva tropical, no faltaban los limoneros, mamones, mangos, hicacos, granados y en mi familia era casi obligatorio disponer de una planta que diera lo higos de piel rosada y pulpa dulce. Las ramas medicinales hacían de los patios una botica manejada por las mujeres y los curanderos. Uno de mis abuelos producía leche en un patio cercano a la casa materna. Las vacas pastoreaban en la periferia de la ciudad y de tarde se traían al ordeño. Allí se les daba vástago de plátano picado a machete; el otro abuelo tenía en su patio sembrado mimbre que vendía para los artesanos que tejían cestas y sillas. Incluso llegó a tener una vaca que entraba a casa por la puerta principal. Si me preguntan en que quedó de todo eso, la respuesta es la misma en San Cristóbal, Maracaibo, Maracay, Caracas o en otra ciudad de menor tamaño. Nada, no queda nada salvo los recuerdos.
¿Qué pudo haber pasado para que el planteo de una agricultura urbana sea un tema candente en política? Son muchas cosas. Los territorios urbanos se densificaron a consecuencia de las migraciones y luego del propio crecimiento natural de la población. Con el tiempo, los grandes patios formaron parte de las herencias que los fragmentaban haciéndolos cada vez más apropiados para viviendas unifamiliares en contraposición con las unidades de viviendas para familias extendidas que existían antes. Las casas se quedaron en pocos años sin patio, y los nuevos urbanismos, les restringían estos espacios a una pequeña superficie para el lavadero y tendido de ropa. Posteriormente, se aceleró el cambio de la vida en casas hacia la vida en moles verticales, algunas edificaciones ni siquiera equilibraban la entrada del sol a la vivienda, menos posible fue disponer de espacios colectivos para sembrar.
Esta transformación de la ciudad transformó también a los habitantes que dejaron de extrañar las producciones familiares agrícolas. Las ciudades se fueron llenando de cemento, las áreas verdes se llenaron de concreto, las plazas son modernas si las plantas se muestran en grandes materos de cemento. Los árboles han disminuido y siempre hay una razón para podarlos o sacarlos de cuajo. Todo eso es menor comparado con el proceso de insensibilización hacia la agricultura. Las ferias agrícolas se hacían en grandes ciudades y eran un espectáculo, especialmente para los niños que junto a sus padres querían ver como se ordeñaba una vaca, que se contemplaba en los programas, casi siempre sin percatarse que allí no era; que estaban al lado de un toro élite con las bolas más grandes que cualquiera de esos chiquilines. Finalmente las ferias agrícolas también han ido desapareciendo y dando paso a lo cibernético, a la mecatrónica. En esa pérdida de sensibilidad hacia lo agrícola la gente perdió la imaginación de lo que significan esos procesos productivos, pero que importaba, Mientras el petróleo nos nutra, que nos interesa de dónde vienen los alimentos o que son.
Los políticos, los urbanistas, los rentistas y los educadores tenemos la culpa del colapso productivo de las ciudades. Sin embargo, queda el escape de hacer de lo periurbano emporios productivos, que tampoco se han organizado como tales.
Lo novedoso de la agricultura urbana que forma parte del proceso de revalorización social de la agricultura es la resignificación que parte de avanzados conceptos que golearon las arquerías de la primera ministra de la agricultura urbana. La educación es la base esencial, está atada a proyectos de mejora de la calidad nutricional de los venezolanos, algunos paralizados productos de la escalada de precios que la agricultura convencional ha tenido en los últimos años y que hace de las hortalizas y frutas manjares inaccesibles; lo segundo es una ruptura con el concepto de suelos formalmente desarrollado en las escuelas de agricultura, hoy se pretende producir en medio de abundante concreto armado apoyados en tecnologías de sustratos y novedosos envases y formas de levantar plantas hasta la producción. También hay una resignificación de los espacios colectivos, y con la ayuda de las redes sociales, las innovaciones difunden a gran velocidad, y la gente discrimina si algo que se hace en Japón le puede ser útil o es descartable. A la final, lo novedoso se convertirá en resultados interesantes en el rediseño de ciudades, en la educación de la gente y en el uso de tecnologías apropiadas para la producción de alimentos.
Posiblemente los riesgos iniciales son las locuaces peroratas que presentan la agricultura urbana como una panacea, a sabiendas que en una tierra tan despoblada como la nuestra, la agricultura rural y periurbana tendrá la responsabilidad de satisfacer casi el 95 % de la demanda interna de alimentos. El otro tema duro es la competencia por el agua, para lo cual estamos en el momento de los partos tecnológicos para la reutilización de aguas y la cosecha de agua en períodos de abundancia.
Si esto sigue, como en efecto se nota en la voluntad política del gobierno del Presidente Maduro, estaremos regresando a las familias extendidas y habrá más de uno que muestre a los otros sus nuevos tomates como si fueran paridos de sus entrañas.
Quien quiera que la gente se enamore de la producción agrícola y este sea el comienzo de un regresar al campo.