La Gran Colombia se perdió por la actitud pasiva y contemporizadora de una buena camada de bolivarianos, que teniendo altos cargos en el gobierno, y en ocasiones habiendo prestado notables servicios a la patria, carecían de carácter, de determinación para frenar y enfrentar con valor a las aviesas intenciones de los santanderistas. Los santanderistas no se andaban por las ramas y eran violentos en la búsqueda de sus objetivos; descarados para exigir sus prerrogativas, audaces en sus ataques y excesivamente atrevidos. En realidad, habían descubierto la profunda calidad humana y política del Libertador, su amplitud para sostener los valores más sagrados de la libertad, su debilidad extrema para con sus propios hermanos que habían estado gimiendo bajo la tiranía española. El Decreto de Guerra a Muerte nos pone al descubierto un Libertador decidido a convertirse en el verdugo de los godos, pero al mismo tiempo a sufrir con paciencia, tolerancia y hasta con martirio de santo cualquier reclamo, cualquier exceso, cualquier locura de sus hermanos colombianos. Hay un momento en que viendo arder la nave de su querida Colombia, se lleva la mano al cinto para sacar su espada, se paraliza y exclama: “¿Pero cómo hago, si ahora estos asesinos se llaman americanos?”.
Bolívar estuvo atento al grupo de sus seguidores, muchos de ellos miembros de su gabinete, y comprendió que no estarían en condiciones de resistir por mucho tiempo la crispación y el caos que la reacción montaría para destruirlos y sacarlos del gobierno. Se dio cuenta de que se manejaban con una prudencia rayana en lo cobarde y muy parecida al más completo egoísmo. No querían muchos de sus ministros quedar mal del todo con Santander (a quien avizoraban como el sucesor nato de Bolívar), eminentes bolivarianos, como José María del Castillo, José Manuel Restrepo y Joaquín Mosquera.
Entonces lo tenía muy claro, el único que podía inteligente, valiente, decidida y organizadamente sustituirle en la pesada carga de gobernar Colombia era Sucre. La ley de la supervivencia le advertía que los más débiles acabarían por colocarse bajo las órdenes de los que sabían pelear, de los violentos, de los más, quizá, sanguinarios y asesinos que había parido aquella guerra de casi veinte años. En 1828, el panorama se le presentó con los presentimientos más desesperantes y previó que Santander buscaría como escuadrón militar para elevarse como jefe supremo de su territorio (Nueva Granada) a bandoleros de camino como José María Obando y José Hilario López. Mientras Bolívar viviera podía contener a este par de asesinos, pero muerto él, este binomio avanzaría sin conmiseración desde el sur hasta Bogotá y tomaría la capital, es decir el poder. El Libertador sabía que el general Rafael Urdaneta no era el hombre indicado para dar una batalla tan cruenta y feroz contra los elementos más funestos que habían parido Pasto, Popayán y el Cauca en general. En verdad, que Rafael Urdaneta nunca se había acercado al teatro de estas pavorosas regiones, que Sucre sí las conocía y que había tenido que someterlas a sangre y fuego.
Cavilando sobre una salida desesperada, sintió que el mal ya estaba hecho y que seguramente no quedaba otra cosa que enredarse en una guerra civil, y que en tal caso era preferible aceptar la derrota, y que los santanderistas asumieran el poder, y que la evolución propia de aquellos pueblos, a la postre, algún día, acabaran por dar de sí alguna forma más acabada, mejor elaborada y profunda de lo que había en su savia. No había otra salida, porque para él el arte de la política consistía en preverlo todo, y durante seis años de ausencia haciendo la guerra en el sur, nadie lo había sumido en Colombia. Ya nada era reparable en tan corto tiempo y con su salud en un estado deplorable. Paralizado, pues, sabía ahora que cualquier cambio que intentase en cualquier ramo del gobierno, empeoraría la situación. ¿Y por qué ninguno de sus ministros, ninguno de sus generales que se habían quedado en Colombia durante esos casi siete años de ausencia habían previsto nada del volcán que ahora los aplastaba, y que se lo querían entregar a él íntegro para que los salvara? Sencillamente los elementos morales de toda aquella elite de funcionarios, con la carga de la servidumbre dejada por los realistas, con sus costumbres y miserias, sólo convirtiéndose, lo vio él, en tirano, en déspota, podría Colombia gobernarse más o menos bien.
Entonces observó que aquellos pueblos que él había libertado acabarían plegándose a los que más males les iban hacer. Que el jesuitismo, la hipocresía, la mala fe, el arte de engañar y de mentir; que muchos vicios funestos de la politiquería se iban a imponer desde el alto poder con muchas mañas y aviesas intenciones, con extremado refinamiento, para mantener por siglos esclavizado a los pueblos. Que este tipo de esclavitud sería peor que el coloniaje de los españoles, porque se haría en nombre del republicanismo y de la propia libertad.
Previó claramente entonces que prevalecerían por mucho tiempo los intereses individuales, las perversas maquinaciones destructivas alimentadas además desde potencias extranjeras para quienes nuestro desarrollo era un atentado a sus intereses; las rivalidades por pequeñeces, el provincialismo, la sed de venganza y otras pasiones miserables. Que todas ellas serían admirablemente manejadas por los demagogos para desunirnos, para derrocar lo bueno que aún quedaba de las pobres instituciones en ciernes y establecer soberanías parciales. Que en definitiva, ya en 1828, aquel cuartel general de la más suprema agitación se encontraba en Bogotá, y cuyo jefe era el pérfido y criminal Santander, conjugado con lo más desacreditado, con lo más inmoral y perverso de cuantos trastornadores y descontentos políticos había en el país. Aprende ciudadano bolivariano de este pasado para que se vuelva a repetir jamás.