El otro día mostraron en VTV los resultados de una gran "investigación" según la cual una frase atribuida a Chávez por los productores de una serie de TV sobre el Comandante, era en realidad de Donald Trump. Algo no me "sonaba" en ese notable descubrimiento (creo que de "los lechuginos", repetido por Pérez Pirela) y me puse a buscar precisamente allí, en un libro que había leído hacía décadas. Efectivamente, allí se hallaba la frase retumbando, escrita por lo menos siglo y medio después de haber sido supuestamente dicha por alguien muy querido por estos lares. La frase en cuestión, fundamento teológico por igual del pensamiento fascista de Karl Schmitt, de algunos pasajes de Mao y algunos enardecidos compañeros polarizadores, era "quien no está conmigo, está contra mí". Lo dice el propio Jesús, y dos veces. En Mateo 12,30 y Lucas 11,23.
En ciertos momentos históricos se impone esa lógica excluyente, antagónica, polarizante. Insufló pasión a aquella declaración de guerra a muerte escrita por Bolívar tajantemente, aunque hay historiadores que sostienen que en realidad lo que vino a hacer ese documento fue describir lo que ya venía ocurriendo en nuestra sangrienta y destructiva guerra de independencia. En Venezuela, esas llamas de la pasión polarizadora han animado la retórica y el histrionismo de nuestros dirigentes políticos. Menos mal que hasta allí. No somos Ruanda donde una etnia con la nariz más ancha que la de la otra (diferencia inventada por los belgas colonialistas, por cierto), se dedicó eufóricamente a continuar el insulto ("cucarachas" les decían por la radio machaconamente) con el machete, el degüello, hasta el genocidio. Menos mal que no somos serbios, ni croatas, ni shiitas ni sunitas, en todas esas geografías ni tan lejanas, o menos cercanas por los odios que por los kilómetros y oceanos. Somos solamente chavistas y antichavistas y, últimamente, un grupo creciente de no polarizados.
Saludamos el diálogo sabiendo lo difícil que es. Tan difícil que un filósofo alemán (los alemanes saben mucho de esas cosas; de matanzas y cosas así) llegó a establecer las condiciones de una imposible situación ideal de habla, más inaccesible precisamente por ideal. En fin, dialogar implica, según Habermas, cuatro pre-acuerdos: usar las palabras más o menos en el mismo sentido, reconocer el derecho del otro a decir lo que desea, tener los mismos criterios para establecer la justeza o certeza de las afirmaciones y (lo más difícil) la sinceridad, no tanto en el sentido de decir lo que se piensa (los pensamientos muchas veces hay que condimentarlos o endulzarlos para poder ser degustados), sino en el de que no hay dobles intenciones al decir, no se trata de amenazas, chantajes, engaños, trampas retóricas, ni cosa por el estilo. Interacciones complementarias, como dicen los psicólogos. Que si te pido un favor no es una presión, y que si me lo haces no recibirás una burla por lo bobo que mostraste ser.
Es evidente que ninguna de esas condiciones se cumple en Venezuela en la confrontación política. Ni usamos las palabras igual, ni reconocemos al otro, ni tenemos los mismos criterios para establecer una verdad ni, mucho menos, somos sinceros. Por ejemplo, hablar de "Constitución" es referir cosas completamente diferentes. La Constitución está como suspendida entre interpretaciones. Los venezolanos hoy día somos demasiado nietzscheanos, porque le aplicamos a nuestra querida Carta Magna aquello de "no hay hechos, sino interpretaciones". La lectura literal, que para los primeros intérpretes de la Biblia era la base "material" imprescindible para cualquier exégesis, se ha hecho imposible o, por lo menos, incurablemente incompleta. Pareciera que la Constitución fuera un texto escrito por locos que se contradicen cada tres palabras, donde cada artículo invalida al siguiente o pudiera servir como bandera a cada ejército en el campo de batalla. Me dejo llevar por la retórica. Lucen, no como dos ejércitos, sino como dos equipos de beisbol con sus respectivas barras. Y ni eso; el símil teatral es mejor: asistimos a una tragedia, tan repetida, que se vuelve comedia.
No se quiere dialogar, porque lo que se quiere es imponer al otro, por la fuerza, una situación. Unos no quieren soltar el poder del estado; los otros, quieren sacar a los primeros de ahí. Así de simple. La cosa es que está ahí, atravesada, la Constitución y, con ella, sus prestigios, sus ganancias y pérdidas simbólicas y morales, el cómo me veo, el qué dirán y, por qué no, cómo me siento. Es por eso que no se sigue acelerando el vehículo contra el del otro. En vez de choque, hay forcejeo. Pulseo.
Un ritmo demasiado intenso de movilizaciones no es sostenible durante mucho tiempo para una población (la opositora, pero también las otras) que tiene que patear calle para conseguir alimentos y medicinas. Una escalada de invalidaciones, retrasos, desconocimientos, autos de detención, inhabilitaciones, tiene sus límites en la propia apariencia democrática que es muy costoso (simbólica, moral, políticamente) terminar de sacarse, mucho menos a nombre de unos clichés ("legalidad burguesa", por ejemplo) demasiado hediondos a tiranía siglo XX, tiempos infames cuando Hitler y Stalin por igual despreciaban las "formalidades" democráticas (insólito: porque eran formales) o legales, mientras aprobaban sendas constituciones "superdemocráticas".
Sigamos, pues, apostando al diálogo, que ya los gestos y los gritos están dejando de ser patéticos, para volverse comiquísimos.