Una revolución socialista es un cambio traumático de la sociedad. Pertenecemos a una sociedad mercantilista; todo en ella es posible convertirlo en mercancía, venderlo y comprarlo. La sociedad que los socialistas queremos cambiar está dominada por esa idea. Y esa idea a la vez por la necesidad de poseer cosas materiales. En el extremos de la cadena de apetencias se encuentra el lujo, luego el prestigio, y en fin, el modelo de vida de los ricos propietarios, de los capitalistas. Es así como el Capitalismo y su modelo de vida burgués, de derroche, de lujo, de vagancia, contamina el fondo espiritual de nuestras almas, ocupa nuestras mentes día, tarde y noche.
Cambiar de la noche a la mañana estos resortes existenciales, o incitaciones ideológicas, es muy duro, pero es lo que nos toca hacer. La sociedad capitalista, estratificada, cubre con un manto ideológico la explotación del trabajo y de la mente, esconde la sumisión del individuo y la ignorancia, en el pedazo más vasto de la población. Cubre tanto a la clase media como a las clases más bajas incluyendo parte de lo marginal, dentro de una “pequeñaburguesía” atontada, casi que incapaz de cobrar conciencia de clases, pues, como dicen, siempre tiene la mirada dirigida hacia lo alto.
En este tiempo, esa “extensa” masa de aspirantes abarca a casi toda la sociedad. Es la esclavitud del individuo al consumo y a vivir una vida prestada, que va desde la señora de la minitienda en el Centro comercial, pasando por el empleado administrativo en la Pepsi-Cola y el empleado público, los obreros y trabajadores, pequeños propietarios campesinos. Pero incluye a una amplia marginalidad de delincuentes, prostitutas, estafadores, sicarios, etc. Todos tienen en común la falta de consciencia de clase, los domina un egoísmo burgués, la competencia individual, por encima de cualquier interés de clase, de luchas de clase.
Por eso, una revolución socialista es un cambio traumático para la sociedad. Donde solo una crisis como la que vivimos ahora, donde sacrificamos muchos lujos, saliendo a la calle a diario para comprar comida y artículos cada vez más necesarios, o ahorrar en lo más indispensable, se podría revertir, de una situación desfavorable a la sociedad, a favor de la revolución social socialista.
Para esto sería necesario que el gobierno apoyara la idea del cambio social. Basta con razonar con la gente sobre las causas que han producido todos los males en el abastecimiento de los productos necesario y el resto de males capitalistas, y corregirlos honestamente, con la mirada puesta en el socialismo en vez de mentir y dirigirla hacia lo alto.
El gobierno insiste tercamente en domeñar el espíritu capitalista, en una reconciliación con ellos. Parece no darse cuenta que se trata de una espiritualidad y no de individualidades, de entes físicos concretos. Para cambiar la sociedad hay que pasar inevitablemente por ese trago amargo de romper con todo a la vez: confiscar la gran propiedad y atacar esa mala consciencia pequeñoburguesas egoísta y consumista. Mientras menos violencia ésto genere, mejor.
Pero acabar con los privilegios de una clase social poderosa no se hace con sermones y buenos deseos. Esto supone un quantum de fuerza, moral y física, capaz de arrebatarles el poder y sostenerlo en el tiempo. Mientras los socialistas no tomemos el control del poder real, en el espíritu y en el Estado Burgués, y lo transformemos en una democracia socialista verdadera; mientras no tengamos el control de los procesos económicos, de los mensajes mediáticos, de los procesos educativos, de la administración de salud; sí las organizaciones populares no se terminan de empoderar de la policía y de la fuerza armada, del poder local, no habremos avanzado en nada, así nuestro discurso diga lo contrario.
La sociedad venezolana ha demostrado que creció en consciencia en todos estos años de gobierno chavista. Todavía hoy, y a pesar de la terquedad del presidente en ocultar sus entuertos con el capitalismo, la gente sale a la calle a defender lo que cree un conjunto de derechos conquistados a través de su propio esfuerzo. Y así ha sido. Todavía la gente confía en el presidente y su gobierno, a pesar de que lo ate de pies y manos para actuar con justicia, ante el abuso del capitalismo (con el cual se ve las caras, todos los días en el mercado, en la farmacia, en las clínicas privadas, y ahora en el odio de las masas del fascismo), y se ve atado para jugar a sus cómplices y alcahuetes en el gobierno, porque éste los borra en sus arengas políticas de la realidad.
La revolución socialista trata de desvelar la mentira que esconde el abuso y el robo de unos cuantos vivos sobre toda la sociedad. Y es esa la tarea fundamental del gobierno socialista, desmontar la mentira del Estado burgués, de la democracia burguesa, de mostrar el verdadero rostro del enemigo en el capitalismo; debe indicarle al pueblo dónde está escondido ese ladrón y expropiar al expropiador. Ese es el otro pedacito que falta, acabar con el capitalismo de hecho. “Fuerzas fácticas” contra “fuerzas fácticas”, no discursos vacíos, amenazas y bravuconerías, contra “fuerzas fácticas”.
Además de que no se suicida, el capitalismo actúa, no hace grandes discursos (sobre todo porque no los tiene, actúa, conspira). El único discurso del capitalismo es hablar de democracia y libertad pero a la manera burguesas, el de la libertad de expresión (sin expresión), y el de la paz (pero la paz de los resignados, de los esclavos y explotados resignados).
Hacerle el juego, “de hecho”, a ese discurso es frenar de golpe el entusiasmo revolucionario del pueblo leal, convocado a la calle en estos días y cumpliendo. Llamar a la Paz, al diálogo con la derecha, e insistir en un plan de desarrollo económico entregando el país a los capitalistas es suicidio, es suicida. “Aves de rapiña caerán del cielo sobre nuestro país” y sobre todos nosotros, el pueblo chavista.
Es tiempo de rectificar, de llamar a consulta al Presidente, que insiste en esta locura. Es tiempo de debates y de diálogo pero con el chavismo en la calle, sin show televisado, sin manipulaciones, sin “bajar líneas” en papelitos. Hablar con la verdad, porque sin ella nunca se podrán enderezar los entuertos.