En 1973 tuve mi primer “contacto cercano” con la muerte. Fue una muerte muy
violenta. Mi tío Rafael Díaz murió producto de dos disparos, que le propinó
un pana, llamado Francisco Rojas, a raíz de una discusión política, según
las versiones. Eso sucedió en un lugar de Guárico llamado Arenita. Luego,
casi en seguidilla, murieron tres de mis abuelos, los tres de cáncer. Tenía
entonces nueve años. Digamos pues que conocí la muerte temprano.
Luego, en mis inicios en el periodismo, mi contacto con la muerte se fue
convirtiendo en cifras. En estadísticas. Hice mi primera pasantía en
Ultimas Noticias, un tabloide entonces más popular que ahora. Ya era 1989.
Las muertes, todas, se convirtieron en números. No importaba la causa.
Crímenes pasionales, asesinatos, suicidios. Daba igual. Lo importante era
que aumentaba la estadística. Y las ventas de periódicos.
La muerte dejó en paz a mi familia un tiempo. Hasta 1993. Año en que
murieron Pedro y Rodolfo Díaz, hermanos de mi mamá Victoria, y Pedro Chacín,
mi hermano, la muerte más desgarradora que me ha tocado sufrir. Fue una
muerte violenta, de la Francisco Fajardo directo a las estadísticas de
muerte por accidentes de tránsito.
Mis muertos evocan, dan paso a otros muertos. Hacía bastante tiempo que una
muerte no me sacudía. Las intermitencias de la muerte de José Saramago,
novela que describe los enredos que provocaría en un país que la gente deje
de morir, es una ficción interesante para humanos que, como yo, moriremos
odiando la muerte.
Pero decía que la muerte, salvo esas cercanas, o las muy impactantes como
aquella de tres hermanos, se convirtieron en numeritos, en estadísticas, y,
no hace falta decirlo, en arma política.
Llegó pues, otra vez, la muerte de noche, tratando de tapar risas y
solidaridades. Repentina y cobarde. A Urbano nos lo arrebataron antes. Saltó
de la realidad al papel. No me enteré a través de un gran titular. Otra vez
lo supe antes. Antes tuve la certeza del escalofrío que da estar cerca de
una coctelera de patrulla policial. Antes la brutal realidad se encargó de
mostrar la urgencia de que hay acelerar lo que haya que acelerar. El dolor
que acelera reformas. Antes supe que mi impotencia es la impotencia
repetida, noche tras noche, día tras día, en los ojos y en las almas que
nunca se convertirán en estadísticas. No se puede medir el llanto.
Porque hasta que no sucede de ese modo, hasta que lo sabes antes, antes de
que se pose con toda su deshumanizada carga en un papel, escrito con
grandes letras, hasta ese día la inseguridad, la estadística, el porcentaje
de la encuesta, es sólo una cifra. Una cifra que de golpe se te convierte en
rabia. Y es así no por insensibilidad, no por desinformación. Le dejo a
quien tenga capacidad profesional para eso, que nos explique cuánta deuda
social, cuánto más debemos cancelar como sociedad, como país, para que más
nunca alguien muera asesinado frente a su hijo, su hermano y su padre. Y es
que supe antes del asesinato de Urbano Quintero. Supe antes que no vería más
su mirada franca. Supe antes que no oiría más sus cuentos, sus nostalgias
contadas a borbotones, su risa de humor inteligente, su opinión de
profesional verdadero, su pasión de artista, su don de gente. El mundo de
las imágenes, la ficción y la realidad, perdió un fanático. Te quedaste
atrapado en una mala escena. Tal vez sea imposible que no se repita, pero
soñemos con que así sea. Descansa en paz, Urbano.