Yo escuchaba aquella canción: "Fumar es un placer, genial, sensual,…", pero me decía que más genial es la GLORIA, la que te da todos los placeres más inescrutables, aquellos que nunca imaginaste, y rozan el cielo, la eternidad.
¿Y por qué lo digo?
He aquí este corto relato:
Un día caluroso de agosto, fui al pueblo llanero de El Samán. Llegué conmovido por los soberbios esteros en su lírico esplendor y aquellas sabanas verdecitas, y sobre todo porque iba en una caravana que espantaba vacas y levantaba una heroica polvoreda. Iba en una comitiva acompañando, por equivocación, a un dignatario, a un Chivo de "encumbradas luces". Eran luces que enceguecían y exaltaban a sus seguidores y que yo, entre la barahúnda de la gente que buscaba abrazar al Chivo, recibía por rebote o por recule lo mío, que también me abrazaban, que me pellizcaban y aplaudían, y que me llamaban amorosamente bello, encarnizado (por qué), guapo, precioso, luchador, inteligente y con títulos como director, empresario plenipotenciario, gerente, superintendente,… cuasi-ministro. Yo, estupefacto (y sinvergüenza) saboreaba la gloria, y en mi audacia pensaba que sería la misma de la que tanto hablaba el Libertador en sus cartas y proclamas, aquello inefable que era lo que él más amaba.
(Mi gloria en aquel instante era una estafa, pero me hacía sentir un poco el hombre que habría querido ser, y me hacía el loco, digo… y lo disfrutaba. Yo era un clon no sé de quién. Quizá un clon de otro clon…, pero pa’lante. Porque veía a muchos loquitos haciéndose el clon de otros clones, lo mismo que yo, entregado en brazos de la delicia de los aplausos y de los apretones que producen un raro vértigo en el que uno cree que llega al cenit de la grandeza aunque sea un consagrado pela-bolas… Ni pendejo que fuera para desperdiciar aquella gloria).
Ahí, pues, en El Samán, pasamos por la plaza Bolívar, recorrimos calles y caminos, y al final de la jornada nos metimos en un amplio corredor a reposar de aquellos amapuches y abrazos, estrujados los cachetes, escoradas las costillas, dulcemente sobadas las espaldas, siempre detrás del gran e inalcanzable Chivo.
Internado en el amplio corredor (Reposo de los Guerreros), a los pocos minutos aparecieron cinco mozos para colgarme una exquisita hamaca goajira para que descansara (aunque no había razones para que yo reposara pues nada digno para un reposo había hecho). ¡Qué mares de atenciones, Dios mío, con los ojos fijos en mi pobre humanidad! Una preciosa niña me trajo una almohada que había conseguido prestada de una tía que vivía del otro lado del río El Manteco. Yo sabía que estaban equivocados conmigo, pero me hacía el pendejo porque aquello era la mayor delicia, lo más sublime e inefable que estaba experimentando en mi vida. Me trajeron primero un buen trozo de patilla, después un ponchecito y luego me sirvieron café bien cerrero. Me "adjudicaron" a dos muchachas (en plan de azafatas) para que me atendieran en todo, porque ya venía lo bueno, que seguramente era una ternera, un buen y sazonado sancocho, porque todos nos sentíamos como chivo feliz lanzado en bajada. Trajeron un descomunal ventilador para que me echara aire. Tanto aire que me entraba por todos lados y sacudía un poco la hamaca y mis aguacates.
¡Verdad, qué grandioso es echarse aire!
El Chivo que movía a medio mundo, ahora estaba en una conferencia metido en un cuarto con los chivitos locales que más meaban. Y se sentía el rumor del agua en las maniguas. Y por arte de magia recibí un pergamino y una condecoración que no sé cómo supieron mi nombre y en lo que espabila un loro loco todo lo confeccionaron. Firmé autógrafos, me regalaron tres kilos de queso duro, un bulto de panela, una lata con queso de mano, un bultico con cachapas, dos litros de suero, tres kilos de café, tres kilos de caraotas, y un bultico de maíz recién pilado, que lo pusieron todo en una carretilla. Me dijeron que yo era muy bello aunque en esos días había perdido tres dientes, y andaba pálido y demacrado por unas afecciones biliosas.
¡Pero qué bien me sentía carajo!
Llegó después otro seudo-chivo que antes de proceder a regalarme una banqueta de cuero, tres cinturones repujados, cinco ollas de barro y un saco de chigüire seco…, me auscultó un poco y me hizo preguntas capciosas. Yo me defendía con argucias como podía y el tipo casi que me solicita los documentos para cerciorarse de la catadura de mi alta investidura. Me preguntó incluso si era verdad que yo era hermano o pariente del Chivo que más meaba, y asediado por un repentino remolino de gente, me incorporé, cargué con lo que ya tenía y desaparecí hacia una de las camionetas negras, en las que iban varios guardaespaldas. Me aplaudían y después que guardé mis cosas me erguí sobre el pescante de uno de los carros y saludé a la muchedumbre. Quería decir algunas palabras, me sentía en vena y un vértigo de pasiones me llenaban de valores conceptuales para expresar avasalladoramente sentencias que estoy seguro que habrían sacado furiosas consignas a los presentes. Me contuve, medí mis pasos, sopesé la gravedad del momento y me fui recogidito hacia un callejón donde estaban repartiendo unos gonfalones.
Pero la verdad fue que rejuvenecí veinte años, corrí, canté, amé, bailé, soñé, tragué, reí, planeé, construí, hice tantos contactos, me llené de tantas referencias, fui un dios por unas horas. Coño, es que ésta era mi verdadera vocación, yo que había perdido mi vida metiéndome a carnicero.
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Esto es lo mío- decía para mis adentros-: cómo haré para proyectarme en algo, para coger por los rumbos gloriosos de alguna buena porfía, y que me reconozcan…, que me acepten, que me elijan.