Voy por las callejas buscando un refugio para pasar la noche. Las noches se me hacen largas y achacosas, y apenas encuentras un trozo de cartón, una manta podrida para echarte llega un miserable y te saca, te espanta, te molesta. Me pongo a pensar y los ojos me lagrimean. Me dicen siempre las perras amigas: "-Chucho, por qué te has vuelto tan llorón". Los años, los golpes, el hambre, el frío, el acoso de las malditas moscas cojoneras (lo más insoportable de este mundo), lo que uno ve y siente y tiene que tragarse. Las perras llevan otra vida mucho más dura. Todas esas perras para mí son sagradas. Que no les dan paz ni los propios perros ni los hombres, que las acosan con ferocidad, y los nuestros las empreñan y las dejan, y ¡Ay, Dios!, cómo ellas deben entonces llevar esa carga de dolores y de llagas, que son los hijos,… los hijos que exigen calor,… y ella que busca un refugio para parir y amamantarlos. Para luego ella verlos partir, verlos morir,.. ¡Perra!, ¡Perra!, tu nombre es pureza, resignación, sacrificio, nobleza y voluntad para soportar y callar.
¡Yo, que tuve tantas perras! Lances de ocasión. Nosotros sí conocemos eso que se llama amor porque a todas las amamos. Siempre las buscamos y perseguimos. Pero un amor que a ellas les aturde y les cansa.
Pero ellas tan laceradas.
Olvidadas y echadas. ¡Espantadas! Despreciadas. Aborrecidas y permanentemente buscadas.
¡Y en las noches! Señor, las noches. Ponen los poetas a los perros aullándole a la luna. No aúllan, preguntan. Los laberintos de la soledad. Por eso el mundo por las noches se llena de aullidos, porque nos repelucan las pesadillas, porque hay clamores que sólo nosotros escuchamos: aullidos como lavas que vienen de nuestras entrañas, de nuestros huesos ateridos, nuestras tripas y nervios escaldados. Comer lo que se consigue por ahí, que no se digiere y que te produce estragos, la falta de agua a veces; el viento que te cabalga en las heridas; las fibras de tus sentidos que te ahogan en temores cruentos que vienen de tantos fantasmas y monstruos. Nadie nace con más pánico en este mundo que un perro callejero…
Yo me pregunto siempre: "¿Qué mal me puede ocurrir por voluntad de Dios?", y sigo mi camino.
Ya mi pelambre no me protege, mis patas se entumecen con el frío, mi olfato confunde el olor de las hallacas con lo que llega de los fragores del río Albarregas. A veces me cruzo con estercoleros que deben estar nauseabundos, pero ya no me perturban. Me cuelo por entre las veredas retorcidas del antaño mercado principal. Subo por la Dos Lora, tuerzo por la Plaza de Milla y luego bajo por los lados del Cuartel Justo Briceño. Hay parpadeantes luces en la vieja placita La Columna y allí un nicho de paja. Me acomodo como puedo. Si Jesús nació en un establo allí debió encontrarse un perro callejero, me digo. Este humilde pesebre puede decirse que es un establo en contraposición al Nacimiento burgués que la gente rica ha edificado para el hijo de David: el borrico extático, el buey compungido, los ángeles extendiendo sus alas sobre el lecho en aleteante festón; los pajes de los reyes con los mantos y pastores con capuchones, arrodillados a ambos lados del lecho. La gente estúpida de la clase media monta belenes bellos con muñecos importados bien caros.
No veo en ningún pesebre esperando el nacimiento del Niño-Dios a un perro callejero.
Pero debo decir que en esos nichos de lujo no puede haber nacido Jesús. Él nació en un establo para las bestias. No con un pórtico con pilares y capiteles, ni con una caballeriza llena de luces como si fuese un burdel. Un pesebre debe tener cuatro paredes ásperas y rusticas, un piso
de tierra, un techo de paja y sin tejas. Debe ser además un sitio obscuro y hasta hediondo, con boñigas de burro y bostas de vaca, y nada de un mojón de perro porque nosotros los perros callejeros lo hacemos en las maniguas; hasta en eso los perros callejeros somos el mejor amigo del hombre y sin duda alguna el más auténtico hijo de Dios.
Así, pues, debería ser el verdadero pesebre donde nació el hijo de David. Y que no vengan con cuentos.
A la luz del día, cuando amanece, y salgo del pesebre en el que he pasado la noche me voy dando cuenta de que el mundo está lleno de Herodes. Quieren matar al Niño, y lo veo en los rostros de ciertos carniceros, de comerciantes y bachaqueros, los monstruosos adoradores del becerro de oro y de la "verdolaga" que se busca con locura en Cúcuta. Esos son los Herodes que odian a los niños y a los perros.
Yo iba dejando mis fluidos a lo largo de supermercados como El Garzón, Yuan Lin, Junior, Farmatodo, Ciudad de Mérida, ante todos esos irredentos Herodes que se desviven por acaparar, especular y hacer que los niños mueran de mengua. Y por ironías horribles de este mundo esa es la gente (Herodeica) que tiene pesebres bellos y que van a misa de madrugada, y comulgan, y que luego escupe la hostia en sus portamonedas.
Yo como perro callejero confieso que este no es mi reino. Los primeros que amamos a nuestro Señor fuimos los animales y los niños, no los hombres ni mucho menos los Herodes. Faltó agregar, lo repito, que en los Evangelios debió estamparse que un perro se encontraba en el establo del niño-Dios. Porque nosotros los perros somos muy amigos de los asnos, nada más sabio en este mundo que un burro. También somos los que mejor cuidamos a un niño. Y los amigos predilectos del hijo de David son los mendigos, los burros, los borrachos, las putas, los locos y… los perros también.