"La generalidad de los hombres desciende al sepulcro, no sólo sin haberse conocido a sí mismo, sino también sin haberlo intentado"
Jaime Balmes
I. Sobre la noción de virtud
Cuando hablamos de virtudes siempre es preferible su realización práctica a cualquier investigación teórica y conceptual. La tolerancia es una virtud pública extremadamente compleja, muy controvertida, sobre todo, difícil de llevar a la práctica correctamente. Sin embargo, en ocasiones es necesario pararnos a pensar en qué consisten determinadas virtudes si queremos saber lo que debemos practicar. Con mayor razón cuando existen virtudes cuya puesta en práctica tiende a olvidar con facilidad su significado genuino y ámbito de aplicación. Los peligros que tales descuidos acarrean para la convivencia democrática son graves. Un caso paradigmático es el de la tolerancia. La tolerancia nació y tal vez sigue naciendo del rechazo de condiciones y actitudes que empiezan a percibirse como dañinas para algo que nos incumbe.
Eso que nos incumbe es la posibilidad de la convivencia política entre ciudadanos que creemos cosas distintas. Dañar e impedir esa posibilidad de convivencia es lo que la tolerancia rechaza. Deberíamos seguir este principio:"No pongas como condición de la convivencia una creencia que solo tú y los tuyos comparten, por muy verdadera que te parezca, y atiende, en todo caso, a formularla de manera no absoluta y que sea comprensible por quienes no la comparten"(Carlos Thiebaut)
II. La tolerancia
Una de las virtudes cívicas esenciales para poder vivir en una sociedad plural es la tolerancia. No se trata de una virtud menor, como podrían ser, por ejemplo, la cortesía o la modestia; tampoco puede calificarse como una fácil disposición del ánimo, sino que demanda un esfuerzo, un intenso aprendizaje a lo largo del tiempo. No hay civismo sin tolerancia, aunque la tolerancia no debe confundirse ni con la indiferencia ni con la total permisividad. Sin caer en pesimismos antropológicos, podría afirmarse que la tendencia habitual del ser humano es la intolerancia, que instintivamente tiende a no aceptar a los que participan de otras convicciones y opciones de vida.
El paso de la intolerancia a la tolerancia exige una pedagogía, un intenso trabajo de contención y de autodominio, una capacidad de sufrir sin alterarse, pero este es el signo más elocuente de una sociedad civilizada, de una comunidad cívica. Cuando la pluralidad no es un hecho vergonzoso, sino un fenómeno vivido con tolerancia, estamos frente a una sociedad modélica desde el punto de vista del civismo. Cuando, en cambio, la diversidad genera conflictos y fracturas sociales, estamos frente a una sociedad carente aun de la virtud de la tolerancia.
La misma palabra tolerancia es equivoca. Se emplea en contextos diferentes y no siempre para expresar el mismo significado. A veces se utiliza para reivindicar una total permisividad hacia las costumbres y los hábitos sociales, mientras que, en otras ocasiones, parece identificarse con una actitud paternalista hacia alguien que consideramos que está equivocado. La tolerancia, no obstante, no es el paternalismo ni significa mirar con condescendencia al que piensa diferente. La persona auténticamente tolerante no se cree en posesión de la verdad, pero desea conocerla. Tolera otros caminos en la búsqueda de esta verdad y admite que su camino no es el único plausible, pero no puede evitar manifestar, con argumentos, los equívocos del otro, si cree firmemente que aquel se equivoca. El deseo de verdad se supone en la persona tolerante, aunque es lo suficientemente lúcida para distinguir el deseo de la posesión. Ser tolerante no significa practicar una indiferencia o apatía social, no quiere decir situarse más allá del bien y del mal para creerse en la posesión de la verdad y poder perdonar a los que están equivocados, porque esto sería una apropiación indebida de la verdad, un error de soberbia, de orgullo o de vanidad.
El filósofo catalán Jaime Balmes, en su conocida obra "El catolicismo comparado con el protestantismo", explora el concepto desde diferentes puntos de vista. Es evidente que algunas de sus conclusiones pueden resultarnos anacrónicas y que en algunos textos rezuma un afán de proselitismo católico y un celo religioso incontenido que no comparto, pero creemos que, en esencia describe bien el núcleo de la cuestión. Según el autor de el El criterio,
"Se llama tolerante un individuo cuando esta habitualmente en tal disposición de ánimo que soporta sin enojarse ni alterarse las opiniones contrarias a la suya"
En efecto, la tolerancia es una virtud que nos faculta para admitir opiniones, actitudes y estilos de vida que son contrarios a las propias convicciones, pero que admitimos sin enojarnos. Una tolerancia vivida de mala gana no es todavía una tolerancia madura, sino tan solo un esbozo, un principio. Es evidente que la tolerancia exige un esfuerzo ,porque la tendencia habitual es contrariarse frente a aquellos que manifiestan otras opciones, mientras que la disposición a admitirlos y a aceptarlos con alegría, sin enfadarse ,es realmente difícil, sobre todo si uno cree realmente en sus convicciones. En este sentido, el que no se siente arraigado en un conjunto de convicciones, el que no tiene un conjunto de principios firmemente adquiridos, está mejor predispuesto a aceptar las opiniones y los estilos de vida de otros, pero eso no es la tolerancia, porque la tolerancia implica cierto padecimiento por las opiniones del otro y este padecimiento solo puede sufrirlo quien realmente tiene unos principios y cree en ellos con firmeza. El escéptico, por tanto, no puede ser tolerante, sino indiferente. En el fondo, puede llevar a relativizar el punto de vista ajeno, porque relativiza su propia posición personal.
La tolerancia no supone en la persona nuevos principios, sino más bien una calidad adquirida con la práctica, una disposición de ánimo que se va adquiriendo a lo largo del tiempo. En efecto ,esta virtud cívica formaría parte de las que Aristóteles denominaba éticas, de aquellas que se aprenden mediante la costumbre (el ethos).Para poder ejercer correctamente la tolerancia es necesario saber ponerse en el punto de vista del otro, en sus circunstancias históricas. Si uno intenta comprender porque el otro dice lo que dice y por qué defiende un determinado estilo de vida, es más capaz de tolerar su posición e, incluso, de admitir que, si él también hubiera vivido aquellas circunstancias, también optaría por aquel mismo estilo de vida. La capacidad de empatizar con el otro, de ponerse en su piel, nos permite ver al otro como un ser humano de carne y hueso con unas opciones de vida que, aunque no compartimos, tienen una lógica a causa de la historia vivida. Como dice acertadamente el filósofo de Vic, la tolerancia se relaciona estrechamente con la humildad, es decir, el reconocimiento de los propios límites. Un hombre tolerante es capaz de relativizar el punto de vista propio y de admitir que él puede equivocarse y que el otro puede tener razón.
A menudo, se confunde la tolerancia hacia las personas y la tolerancia respecto de las opiniones. Desde nuestro punto de vista, es esencial saber distinguir una de la otra. La opinión no es la persona. No deben confundirse los dos niveles. El hecho de que no compartamos una opinión determinada no significa que la persona que la formula no sea digna del máximo respeto. Las personas no se toleran, sino que se respetan y se valoran por sí mismas.
La persona no debe ser valorada por lo que dice o hace, ni tampoco por lo que deja de decir o de hacer, sino que es un ser que tiene un valor intrínseco, por su naturaleza. Es clasista y contrario al principio de dignidad tolerar personas, porque las personas no se toleran, sino que se aceptan tal como son. Otra cosa son sus opiniones y sus estilos de vida. Hay opiniones que podemos tolerar, pero hay otras que, con el corazón en la mano, no son tolerables, que causan tanto sufrimiento que no podemos tolerarlas. La tolerancia absoluta no es tolerancia, sino permisividad. La tolerancia, como virtud humana, tiene límites, y en una sociedad plural, democrática y libre, es necesario discernir cuáles son las fronteras de lo tolerable y lo no tolerable. La tolerancia, pues, no es laxismo, ni debilidad; tampoco es la indiferencia frente a las actitudes del otro. El que tolera padece por el otro y le duele su modo de vivir, pero no intenta cambiarlo ni o discrimina a causa de su estilo vital. El civismo exige la práctica de la tolerancia, pero también de la tolerancia cero hacia determinadas formas de conducta que atentan contra los principios fundamentales. Esa tolerancia cero, no obstante, no puede manifestarse violentamente, sino desde el sentido común y desde el peso de la legalidad. Los que velan por un mundo más cívico no pueden tolerar el menosprecio de la vida humana, la práctica de la injusticia, la vulneración de la integridad física y moral de las personas o la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, pero no podemos expresar esta "intolerancia" de una manera intolerante, sino desde la razón, la palabra y la firmeza de nuestras convicciones. La tolerancia tiene límites que no se pueden sobrepasar. La diferencia entre el hombre tolerante y el intolerante es que el primero expresa su intolerancia mediante la palabra, mientras que el otro lo hace mediante la violencia. La tolerancia es, pues, aquella virtud que nos permite dejar hacer lo que podría impedirse o castigarse. No equivale a la aprobación ni tampoco a la neutralidad. El comportamiento que tolero, puedo también combatirlo, en mí o en el otro. Pero me prohíbo prohibirlo. Solo me enfrento a él con ideas, no con la fuerza. Consiste, pues, en apreciar más la libertad que la propia posición, el debate más que la coacción y la paz más que la victoria. La intolerancia es un defecto, un vicio diríamos en el lenguaje tradicional, aunque tal, y como se ha dicho, cierta "intolerancia" vivida juiciosamente y razonablemente es legítima. Tendemos a considerar que los demás son intolerantes, pero raramente somos capaces de darnos cuenta de los elementos de intolerancia que hay en nuestras palabras y actitudes. Calificamos a determinados grupos como intolerantes, pero los miembros de estos grupos difícilmente se considerarán a sí mismos como tales.
En contextos sociales caracterizados por el pluralismo, nos preguntamos si, lentamente la virtud de la tolerancia irá cuajando entre la ciudadanía, o si debemos esperar que los brotes de intolerancia vayan aumentando. Deseamos que nuestros hijos puedan vivir civilizadamente en pueblos y ciudades, que acepten a pluralidad como un don y no como un problema, pero para alcanzar este reto es necesario transmitirles la virtud de a tolerancia .e momento, en este contexto de emergencia de la pluralidad observamos, atónitos, cómo se multiplican los actos de intolerancia y cómo estos van acompañados de aquello que Martin Luther King denominaba el silencio de la "buena gente".
¿Qué podemos esperar? Jaime Balmes, en la primera mitad del siglo XIX, hace el siguiente pronóstico:
"Cuando en una misma sociedad viven por largo tiempo hombres de diferentes creencias religiosas, al fin llegan a sufrirse unos a otros, a tolerarse, porque a esto los conduce el cansancio de repetidos choques y el deseo de un tenor de vida más tranquilo y apacible; pero en el comienzo de esta discordancia de creencias, cuando se encuentran cara a cara por primera vez los hombres que las tienen distintas, el choque más o menos rudo es siempre inevitable. Las causas de esto se encuentran en la misma naturaleza del hombre, y vano es luchar contra ello.
Nosotros queremos tener más esperanza, pero se nos antoja que la tolerancia, entendida como virtud cívica, no se alcanzará por agotamiento sino que será interiorizada intelectualmente. No queremos creer que la causa de la conflictividad hacia el otro -diferente se encuentre en la misma naturaleza humana del hombre y que sea inútil luchar contra ella; por el contrario, queremos creer que el ser humano, en tanto que animal de posibilidades ,puede llegar a apropiarse la virtud de la tolerancia por iniciativa propia, por memoria histórica, antes de que deba hacerlo por cansancio.