Veía cómo estaban alquilando a carajiticos de poquitos meses de nacidos para que supuestas madres se los montaran en el cuadril y así ser eximidas de hacer unas madres colas. Colas para los bancos, para cobrar pensiones o verse en un hospital o simplemente para bachaquear. Los bebecitos estaban en un corral sobre unas esterillas inmundas en el que unos berreaban o moqueaban, otros mamaban de biberones curtidos de viejos y otros dormían boca abajo. Pueden imaginarse el olor que de allí emanaba.
Horror de horrores, coño.
Todo esto producto de la guerra que nos están haciendo comerciantes, banqueros, bachaqueros y guarimberos, que ni Edgar Alan Poe, Aldos Huxley, Isaac Asimov, Joseph Conrad o George Orwell juntosd habrían podido imaginar; que se quedarían bien, pero bien pendejos con estas realidades, ¡horror de horrores!...
Sucedió así: el otro día, iba al banco con mi morralito azul en el cual llevaba una mano de cambur (ahora no dejo de llevar un morral), cuando veo detrás de un galpón a unas cuatro personas que se están internando por una manigua. Yo, como curioso, o investigador nato, salgo de asomado y me cuelo entre tres de las últimas señoras que están merodeando por el lugar. Oigo que una le dice a la otra: "-Hoy el santo y seña es LA VIEJA INÉS". Va llegando otros grupos de señoras y hay un tipo corpulento que pasa cargando unos guacales y al que las mujeres se le pegan; se dirigen hasta una enorme reja. Entonces trato de hacer una pesquisa y haciéndome el pendejo me uno a las tres mujeres. Me detiene un vigilante y me pregunta si ya yo tengo el "permiso", y con mucha cara le digo que sí, y me repregunta que quién me lo dio y le invento: "el catire, es que yo voy con ellas". El vigilante bastante capcioso se me queda viendo y lo le sostengo la mirada. Las mujeres ya habían pasado y yo agitado las señalo "-sí, si, con ellas…", pero ¡Milagro!, el tipo me deja pasar. Discurro por varios pasillos siempre detrás de las tres señoras, en medio de hedores de orines rancios y otras pestes indefinidas; van musitando las mujeres "LA VIEJA INÉS". Paso por entre otros dos vigilantes a los cuales les digo "LA VIEJA INÉS", "-siga adelante", hasta que llego a un mundo dantesco de niños en corrales, perros enjaulados, gatos amarrados, unas gallinas alborotadas y multitud de parafernalia indescriptible; en lo alto de un andamio estaba un tipo disfrazado de guardia (evidentemente), vi a varios sujetos con sotanas y dos con la indumentaria de obispos; qué verga más rara, y también monjas llevando bolsas, pero de una vaina como una cueva vi a otras con tremendas minifaldas y unos taburetes de rabos y tetas mal hechos; más allá en un descampado techado saltaban zamuros, oí como el ruido de un quebrada y un caminito de donde salían unas tipas como enfermeras maniobrando unas camillas. Qué montón de desinfectante regaron, que parecía que algo se había derramado y trataban de ocultarlo con aquel olor tan irritante. Alguien ordenaba: "-dame un chamo negrito y pásale a la señora el blanco aquel…". Unas mujeres entregaban un cartón y cogían a los chamos, se los ponían en el cuadril y salían. Los chamos eran alquilados para pasar directo a los servicios que requerían y evitar hacer cola, como dije. Otros se colocaban collarín, otros rentaban bastones, férulas, cabestrillos o sillas de ruedas; algunas damas se fajaban costales para aparentar estar embarazadas, y un tipo gritaba:
-
Tres pelucas, por aquí; pásame tres cofias...
Vi despachando muy activos a varios chinos. ¡Chinos! También árabes que regentaban sus propios tarantines, y el grupo más numeroso de negociantes eran colombianos, que estaban preparando bultos para llevarlos por los miles de caminos verdes hacia la frontera. Había cola para entregar efectivo que se pagaba en el acto por el doble de su valor mediante transferencias.
En aquel barullo de mercado persa, repentinamente alguien gritó:
-
¡Hey, el del bolso azul, sí el alto canoso aquel, sí, sí, el flaco, allá va, párenlo!
Se me atravesó un gran carajo que me prensó por un brazo, y que creo haberlo visto en este o en otra vida, pero la luz era muy escasa.
-
Tú a mí no me jodes (me acordé de Lusinchi).
-
¿Pero qué hecho yo?
-
¡Rápido que la gente está esperando! ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué carajo quiere?
-
Bueno –tartamudeé-, yo lo quiero es vender una mano de cambur,…
-
Esa vaina no es aquí, caballero.
Pero al fondo de aquel pandemonio, vi venir hacia mí una turba de desalmados, y yo que espantado gritaba:
-
¡Lo que quiero es cuca!
-
¿Quiere decir, paledonia? – trataban de ayudarme unas pobres señoras que me veían temblando.
-
Sí, también – y en eso desperté.
Menos mal, estimados.