Es un viernes cualquiera: los esposos Arturo Piña y Cecilia salen de su apartamento eufóricos, con ánimo de recorrer varios kilómetros por la ciudad de Mérida. Deciden tomar una buseta del "Sector F", en la Pedregosa Sur, y soltarse someramente el moño, para un periplo ecuménico con los pocos fondos que les quedan.
Le dice Arturo a Cecilia:
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Nadie puede negar que estamos en revolución. Nada es como antes, nada volverá a ser lo que era. No están en el poder aquellos que nos gobernaban y no podrán volver a hacer lo que hacían. Todo ha cambiado, hay que convencerse, y vamos hacia el fondo de una realidad que nos coloca en el hueso de lo que estamos siendo, de nuestros orígenes.
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En la pecera de un apartamento se atosiga uno con lo gris o con lo turbio. Hay que nadar en las calles, ver la bendición de estos cielos tan azules- replica Cecilia.
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Es que Venezuela no puede reducirse sólo a una cartilla de precios disparados, falta de efectivo, lloronas y mentiras que por raudales te llegan a los celulares.
Han optado, Arturo y Cecilia, por dirigirse al centro de la ciudad para reencontrarse en un fogonazo con otras realidades, entre ellas con algunos camaradas que fueron disueltos de sus centros al perderse las recientes elecciones de gobernadores: el "Chino" Rodolfo, el profesor Héctor López, los poetas Pedro Pablo Pereira y Ever Delgado...
Arturo y Cecilia llegan al portón de su edificio Las Camelias, saludan a los vigilantes que autómatas responde: "-sin novedad". Arturo ve en aquellos vigilantes "un viernes de insomnio, de máquina recorredora solitaria". Arturo por otra parte que hay trabajos que a uno pueden parecerles insólitos y dolorosos, pero que a lo mejor hay gente que los disfruta. Que más allá de la necesidad hay un placer en "sufrirlos". Pero si hay algo que a Arturo llama la atención es el trabajo de vigilante: estarse en un lugar fijo doce horas sin moverse (¡y un viernes!), y que su propia ocupación se vuelque en tener que conocer las vacuidades y los aburridísimos intríngulis de medio mundo que pasa cada rato por su garita.
Va Arturo pensando que, por otro lado, los viernes fueron creados para alterar los sentidos, para saltarse las barreras del teatro de las farsas de la vida, el horribilis tedio del día a día, y buscar o propiciar el milagro de poder conectarse con algunos sardónicos demonios. Hay una encuesta que demuestra que el día que más extraterrestres se avistan es los viernes.
Arturo, va recordando melancólicamente, que tuvo tantos viernes grandiosos o deplorables (según se les mire) que en uno de ellos perdió los rastros de sus congéneres, algunas propiedades y figuraciones adheridas a la progenie de esos títulos estampados en pergaminos. En ocasiones supo exprimirlos llegando a prolongarlos hasta un domingo; a veces consiguiendo empatarlos con otros fines de semana, para después llegar tan lejos que nunca más pudo devolverse. De este modo perdió la fórmula de los equilibrios mundanos quedando imbuido en una amalgama de errabundeces líricas y embrujadas.
Lo cierto es que un viernes no es cualquier cosa para los que alguna vez han logrado entonarse hasta el más perfecto equilibrio de los sinsentidos (dixit Malcolm Lowry).
Hay en el ambiente una inusitada calma, de frescura aldeana, con cientos de pericos alborotados que vienen de las cumbres de la sierra nevada, o de los llanos de Barinas, y que con sus alharacas pretenden alertarnos de algo; se aprecia poco tráfico en la calle, poco movimientos de motocicletas y se desata un extraño viento de paz y de luces entrecruzadas que alborozan los corazones y que mesan con dulzura las jóvenes cabelleras. Casualmente Arturo y Cecilia se sienten jóvenes y parecen que están decididos a serlo hasta que en este hermoso drama… el Destino baje el telón.
En la parada, esta pareja (él de 73 años y ella de 52) tardarán unos cuarenta minutos en conseguir buseta. Al lado hay una señora que musita:
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Sí, la inseguridad ha bajado mucho... ¿Usted no capta que ya no se ven casi motorizados? La mayoría se ha ido para Colombia, gracias a Dios.
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Buscando un futuro –le replica un tipo con una franela deportiva que lleva estampada "New York".
La señora que no le escucha bien, le responde:
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¿El futuro? ¿Dónde queda eso? Mire que estamos muy cerca del Cementerio la Inmaculada, un mar de futuros.
Arturo ha estado releyendo (la ha releído muchas veces) la novela "Bajo el volcán" de Malcolm Lowry, y mira a la señora de reojo, es chiquita y morena, lleva una bufanda amarilla como una anaconda hermosa que trata de tragársela por sus pechos. La esposa de Arturo se parece físicamente a Yvonne, la protagonista de la novela "Bajo el volcán": esbelta, alta, con un abismo de llamaradas juveniles en sus ojos.
Son las 4 de la tarde y el día promete claridad hasta las siete de la noche: hermosa tarde, con brillos de feria en los rostros de la gente y una limpieza casi sobrenatural del aire. Al frente de la parada se avistan unas montañas con sus líricos caminitos hacia El Morro, que semejan cintas de plata de un pesebre que parecieran poderse tocar con las manos. El retardo en pasar la buseta se debe quizá al coletazo de una reciente protesta, debido al secuestro de unidades en el sector La Liria.
Pasa un hombre flaco y azorado vendiendo cigarrillos a diez mil bolos cada uno. Cada bocanada, pues, a unos mil bolívares, y por eso ahora la gente no pide un chicote sino un fumito. Dice un tipo a una chama:
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El humo de mi boca a la tuya, aspíralo y me pagas en efectivo.
Hay en la parada unas diez personas calladas que parecieran pensativas, pero sabe Arturo que pensar es difícil en este, en cualquier mundo. Todo lo que hay, asegura, es un gran barullo. Sencillamente todos los seres con lo que uno se encuentra, considera, están ausentes. Una ausencia milenaria, que van como llevados por un río de rumores y lejanías …
Finalmente llega la buseta, es del tipo de buseta que enrumbará directo por la Avenida Los Próceres, pasará por Los Sauzales y desembocará en Las Américas, por allá hasta a la altura de El Campito para luego torcer hacia el Viaducto Campo Elías. La conduce un experto chofer que tiene la amabilidad de ir deteniéndose en todas las paradas. Hay choferes de estos proyectiles chatarreros y tumefactos, que no recogen ni niños ni ancianos. La buseta va atestada, pero así y todo Arturo y Cecilia consiguen embutirse cómodamente en una poltrona espacial desde la cual van viendo a los fugaces viandantes difuminados como muñequitos en fugas retrospectivas: tropeles de danzarines zamuros en cada esquina, casas y edificios, montañas y gráciles lontananzas en caleidoscopio de remotos recuerdos.
Las zamuros en Mérida conviven felices con la gente: van por las calles con su caminar cambembo, entran en los comercios, se posan en los bancos de las plazas, entran a los mercados, hospitales y los templos como Pedro por su casa, y son de los seres más dulces y amables que quepa imaginar.
¡Qué sería hoy de Mérida sin los zamuros!
Van Arturo y Cecilia al centro, sencillamente a ver que si pueden comprar con muy poco dinero una botellita de licor para cumplir con un compromiso social. Van a llegarse hasta la licorería Márquez Márquez por tener ésta fama de económica. Arturo lleva su infaltable morralito azul. En el centro hay muchos puestos de frutas y ventas de harina de trigo y de panela, pero hay que pagar en efectivo. El plan es recorrer la Dos Lora, hasta donde está el comercio Corredor Hermanos, y luego bajar a pie hasta la Avenida Urdaneta; detenerse en casa de los Romeros, tomarse allí un café, y luego seguir andando, de regreso, hasta el apartamento en la Pedregosa Sur.
Se apean en "El Viaducto Campo Elías", y enfilan hacia las Dos Lora, pasan por el lugar donde venden más barato en Mérida el cartón de huevos, que lo tienen en ese momento a 430 mil bolívares. Allí, en una muy estrechísima acera, siempre se forma una gran cola que obliga a los peatones a echarse a la calle muy peligrosa, por cierto. Comienzan a subir. Ríos de gente van y vienen en una fulguración de colores y olores que los retrotrae al mercado Hamidiya de Damasco, entre mescolanza de camiones estacionados que venden plátanos y cambures, papas, auyamas, yucas, panelas, caraotas. Ya casi nadie vende aguacates y el comentario general es que se lo están llevando para Colombia.
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Yo con los aguacates que llevo colgados me aguanto el resto del milenio–comenta Arturo.
(Risas líricas).
Los esposos Piña, le habían prometido una visita a Carmen, la "primera ex" de Arturo, para compartir un rato, y compartir inevitablemente en este mundo significa tomarse aunque sea un agua pintada, ensuciada con algunas leves gotas moleculares de C2H5OH. ¿Cómo llegar con las manos vacías y tener que atorarse con un té de manzanilla, por ejemplo?
¿Cómo?
Entran en Comercial Márquez Márquez, y se dedican a preguntar por el precio del licor, y a observar que todo lo normalito (vino, ron, whisky,…) sobrepasa el millón de bolos, y lo más "baratón" (cocuy, anís, aguardiente puro, vino pasita,…) varía entre los quinientos y novecientos mil. Arturo presiente que su tarjeta no aguantaría un ramalazo de 500 mil. Y sin embargo se ponen a hacer la cola, que no entienden cómo con tales precios, puedan formarse aglomeraciones en los comercios y, además, de gentes humildes, que cualquiera puede deducir que son muy pobres, mucho más pobre Arturo, profesor titular de una distinguida universidad supremamente autónoma de toda antonomasia.
No le queda otra cosa que decir a Cecilia:
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Será entonces otro día lo del compartir...
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¿Para cuándo? ¿Para nunca? –responde alarmado Arturo-: No estamos para aplazar nada, mucho menos en este tiempo. Una visita como esta no puede aplazarse así por así, y sin motivo real alguno.
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Bueno –agrega su mujer, en todo momento de muy buen humor:- es que los tiempos están cambiando; están cambiando principalmente las condiciones subjetivas.
(Y se ríen).
Para meter las cabras, cogen un paquetico de velas (pequeñas) que las están vendiendo en 36 mil. Y van avanzando en la cola pensando a la vez que sería toda una desvergüenza llegar a casa de Carmen con las manos vacías.
"¡Con qué cara, coño!"- se dice Arturo.
Hay que hacer algo. Hay que encontrar algo qué llevar... Avanza la cola y hay que tomar una decisión, habrá que llevarse aunque sea un refresco, una granadina, pero por la granadina piden 250 mil bolos y es como para hacer raspado y eso es para muchachos. No es tampoco para morirse, dice su mujer. El señor que va delante de Arturo y Cecilia pide media botella de ron, un ron baratón; el vendedor coge la botellita y se la pasa al hombre, un tipo bronco, de mirada melancólica, que parece albañil o algo así, y entonces se disponen a esperar que responda el punto, hasta que el obrero escucha:
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Fondo insuficiente, señor. Negada.
(Una de las expresiones más escuchadas en los comercios…)
El tipo, que aún está asido a la botella como de un salvavidas, y que podría salir corriendo (y Arturo hasta lo desea…), en aquella bella tarde que apenas empieza, devuelve con la mayor desolación, lenta y dolorosamente la botella en su mar agitado de quemantes suspiros, y se le ve salir del local pausadamente. Arturo mira su espalda pesada, que va cabizbajo como un perro que pasa por la acera de enfrente. Y se queda preguntando Arturo adónde irá con esos pocos segundos de ebria ilusión que tuvo en sus manos, y en un día quizá tan anhelado, que no todos los días son viernes de delirio. "Qué podrá hacer hoy- se dice Arturo-, este hombre con su juicio, con su alma ardiendo de todos esos sueños acumulados de la semana; que podrá hacer con su humanidad, con su soledad sin un veneno que fulmine su cuerpo como bien saben hacerlo los demonios. Es que los viernes son enteramente paganos en el mundo entero. Viernes de pecado concebido con alevosía, intencionalidad…, con premeditación. Sin viernes no hay sábado, como el dicho español aquel que reza: sábado sabadete y un polvete…".
En medio de aquel ventarrón de sentimientos, alza Arturo la mirada y se fija en los estantes que entre cientos de otras botellitas aparece una con la etiqueta de "anís cartujo", y pregunta por el precio: "¡250 mil!, caballero"
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No sé si tengo para eso – entrega la tarjeta y cierra los ojos, y se encomienda… a lo que decida el destino.
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¡Bingo!- pasa…
Todavía no puedo entender cómo ocurrió aquel milagro. Piensa que fue que lo propició su deseo mediante acto de hechicería cerrando los ojos. Y qué de bendiciones con estas nuevas condiciones subjetivas como dice su esposa, porque a fin de cuentas ya no hay en Mérida un solo borrachito en las calles. Con razón ya fue clausurada esa casa "Alcohólicos Anónimos" que quedaba por la Avenida Siete, y un dependiente de Comercial Márquez Márquez nos cuenta que todos los consabidos borrachitos del centro de la ciudad se han regenerado, y están entregados al trabajo furiosamente.
Colocan en el morral bastante amplio, los dos únicos artículos que pudieron adquirir: las velas y la botellita de anís que por cierto, quedaron bailando como unos muñequitos.
Al salir de la licorería Márquez Márquez, unas dos cuadras más abajo, ven cerca de un bar al hombre que no pudo comprar la botellita de ron, y otra vez vuelve su pensamiento hacia "Bajo el volcán", en las descripciones de aquellas cantinas abiertas para admitir seres cuyas almas se estremecen con las bebidas, que las llevan con manos trémulas hasta sus labios. Esos bares en que todos los misterios, todas las esperanzas y desengaños, allí donde todos los desastres humanos existen. Se escucharon zonas unas piezas de dominó y unos hombres que golpeaban una mesa.
Comenzaron el descenso, con la cabeza en un barullo, entre risas y alegrías, porque para nada se encontraban apesadumbrados. Que esto que estaba viviendo era apenas otra fase en escala superior de la grandiosa historia republicana de Venezuela. Que vale la pena soportar y enfrentar, mientras los gringos persistan en sus malditas condenas.
Cuando cruzaban por la Plaza Bolívar dijo Cecilia:
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Verdad que con lo del hombre que no pudo comprar la botellita de ron podría escribirse un cuento.
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Verdaderamente –le responde Arturo- pero se requiere talento para hacerlo bien. El talento de un Malcolm Lowry, aquel genio que hablaba de la horrible sobriedad gélida de los muertos. Que pareciera que sólo los muertos están sobrios. Malcolm Lowry se habría muerto de un desolado esplendor en una situación como esta.
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Los genios viven embriagados de pasión.
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Pero Dios mío, recuerdo aquel párrafo de Malcolm Lowry que va hablando con Geoffrey y le dice: "piensa en todas aquellas terribles cantinas en donde enloquece la gente, las cantinas que pronto estarán abiertas porque comenzaba el trajín del día, alzando sus persianas, porque ni las mismas puertas del cielo que se abrieran de par en par para recibirme podrían llenarme de un gozo celestial…".
Se estuvieron riendo un rato por tonterías inefables cuando ya comenzaba a oscurecer.
Y llegaron a la casa de los Romero pero no se tomaron el café sino que trincharon una deliciosa torta que Albania había hecho y que la había hecho no sabía con qué milagrosa acción de la famosa multiplicación de los panes. Y en dejando limpiecito el platillo continuaron su marcha, y llegaron al apartamento a lo 8:30 de la noche; se comieron una arepa con un poquito de queso duro rayado, llegando a casa de Carmen a las 9:30. Los estaban esperando muy animadamente, además de Carmen, Adriana (hija de Arturo) y Émilly (yerna de Arturo), y celebraron muy alegremente, condimentada la reunión sobre todo con simpáticas y sencillas historias de otras vidas que parecían las suyas propias, historias que nos daban ánimo y aliento para seguir en esta batalla que se presiente muy larga. Rieron como en los mejores tiempos cuando era mucho más jóvenes y todo parecía tan sencillo, y brindaron por los sueños congelados de las tempestades pasadas, y por el tipo que tuvo en sus manos una botellita de ron por unos segundos, que fueron los segundo más gloriosos en sus afanes de trabajo y de dolor, hasta que Cecilia gritó: "…por todo lo bueno que vendrá…". Que sin duda tendrá que venir…