Cuando la tensión excede los límites, la cuerda se rompe y todo regresa a cero.
Nada hay más perverso que el sistema en el cual se desarrolla la vida de los pueblos menos desarrollados. Las reglas, diseñadas por las potencias capitalistas para su propio beneficio, consisten en anular la voluntad popular, instalar gobiernos afines a sus planes y crear el ambiente propicio para mantener el poder mediante el temor y la sumisión. Curioso paralelo con las tácticas de dominio patriarcal y la aplicación de la violencia en el contexto social y familiar como mecanismo de control.
De acuerdo con las leyes de la dialéctica, la lucha de opuestos genera una crisis cuyo resultado es un nuevo estadio de la situación, para resolver el conflicto antes de iniciarse –como en cadena- otro estado de contradicción, otra crisis y otro paso hacia delante. Lo contrario sucede en nuestros pueblos: las crisis devienen en un clima de supresión de libertades y, por ende, se genera una reversión de las fuerzas, de modo que después de un estallido de protesta social lo usual es un silencio oprobioso y un estado insano de tolerancia al abuso de poder.
En la estructura social de nuestros países las clases tienden a diferenciarse con mayor énfasis; los sectores de mayores ingresos constituyen el fiel de la balanza y de ellos depende en gran medida hasta qué punto se aplicará presión sobre quienes controlan la política y la economía. Es decir, si la población urbana acomodada lo decide, se puede posponer de manera indefinida todo acto capaz de remecer el estatus. Las manifestaciones desde los estratos populares serán criminalizadas, anuladas y desvirtuadas por medio de la manipulación mediática y el recurso de la fuerza pública.
Países en donde un sector minoritario posee el control casi absoluto de la economía y la gestión legislativa no tienen oportunidades de desarrollo, porque en ellos no existe el recurso del diálogo ciudadano, la transparencia en la gestión pública ni una administración de justicia equitativa. Menos aún el respeto por los derechos humanos de las "minorías mayoritarias" como los sectores de mujeres; de niñas, niños, adolescentes y adultos jóvenes. Tampoco se da la apertura necesaria para gestar una fuerza de participación y oposición efectivas para la defensa de esos derechos, porque estos se oponen a los intereses de las élites.
Entonces no se puede decir que la tolerancia tiene un límite, sino más bien es preciso reconocer que la tolerancia tiene un punto de retroceso. Es en este punto en donde se produce el eterno retorno de los ideales y, como resultado de ello, la agonía de las democracias. Naciones divididas y confrontadas entre ricos y pobres, pueblos originarios y ladinos, rurales y urbanos, tienen pocas esperanzas de superar sus conflictos en un marco dialéctico saludable y propositivo. En cambio, son tragados por un vórtice de mayor pobreza y cada vez menores perspectivas de progreso.
Este escenario se repite una y otra vez, generando un ambiente insano de escepticismo ciudadano y empoderando más y más a quienes aprovechan la coyuntura para enriquecerse, para crear leyes clientelares, para consolidar sus redes de influencia y apoderarse de los Estados ante la mirada impotente de la sociedad. Para evitarlo solo existe el camino de la participación a costa de esa sensación de seguridad tan importante para las personas. Una seguridad ficticia, dependiente de la voluntad de otros y tan frágil como para tambalear ante cualquier golpe de timón. Una sensación de seguridad cuyos pilares se diluyen en el aire ante la sola amenaza de las dictaduras. Una seguridad falsa como falsa es la esperanza de cambio si no se está dispuesto a contribuir para generarlo.
La tolerancia y sus límites depende de cuán importante sea la sensación de seguridad personal.