La rebelión del 10 de mayo de 1795, se produjo en el contexto de la crisis que vivió la sociedad colonial venezolana a finales del siglo XVIII y la cual, en este caso concreto, significó la reacción de las clases sociales más pobres en contra de las tremendas desigualdades sociales y económicas que se implantaron a partir de la invasión española a nuestro actual territorio y que se afianzaron en los tiempos que siguieron hasta que la agudización de sus contradicciones internas y externas produjeron las condiciones que hicieron posible se iniciara el periodo de la revolución de independencia. Este estallido social fue liderado por un zambo libre (hijo de negro con india) de 38 años y de nombre José Leonardo Chirino, quien, según su propio testimonio contenido en el expediente de su declaración ante la Real Audiencia de Caracas, nació en 1757 en un pueblo llamado El Pedregal. Su padre fue un esclavizado de origen africano llamado Juan de La Rosa Chirino, perteneciente al presbítero Cristóbal Chirino, y su madre una india libre llamada María Pascual. Acostumbraba trabajar en el sitio de Hueques, en tierras de Don Francisco Chirino, y se casó con una esclavizada de Don José Tellería de nombre María de los Dolores, con quien procreó tres hijos que fueron vendidos junto con ella en Puerto Cabello en 1797: José Bonifacio, nacido el 28 de mayo de 1777; María Biviana, el 2 de septiembre de 1778 y José Hilario hacia 1783.
El escenario geográfico en donde ocurrió esta conmoción social protagonizada por población negra, libre y esclavizada, y grupos de indios tributarios y exentos, fue el valle de Curimagua, en la Serranía Coriana, el cual, según descripción del Dr. Pedro Manuel Arcaya, ocupa de "…largo 2 ó 3 leguas y ancho de una […] Frescas y límpidas, aunque no abundosas aguas, aire puro, vegetación exuberante, clima sano, suelo ondulado, a ratos quebrado; tales condiciones hicieron que el lugar fuera ocupado por los españoles desde el tiempo de la conquista [...] Pasó ese terreno a principios del siglo XVIII a poder de los cónyuges Don Cristóbal Chirino y Doña Nicolasa de la Colina, que lo dejaron en vinculo para sus descendientes; por eso a fines del siglo XVIII las varias haciendas allí fundadas pertenecían a las diversas ramas de la familia Chirino, que llevaban ora el mismo apellido, ya otros, según la descendencia era por línea masculina o femenina. Las tierras altas que circundan el valle por el norte, este y oeste eran también de individuos de las mismas familias o de otros vecinos de Coro, y las del sur de los indios de San Luis".
Esa referencia, suficientemente corroborada con fuentes históricas de la época, confirma sin equívocos que ese pequeño grupo de familias formaron una oligarquía territorial que prosperó explotando esos predios valiéndose de fuerza de trabajo esclavizado o libre, africano o nativo, y con indios tributarios de la zona. En dichas estancias era importante la producción de caña de azúcar que se obtenía para elaboración de dulces y panelas, más una variedad de frutos y verduras que aparte de abastecer la demanda del mercado interno de la capital del partido y su jurisdicción, también aportaba excedentes para el giro exterior. Un padrón de población de 1794 registra que en todo ese espacio serrano, o al menos en sus principales centros poblados, vivían 3037 personas, distribuidas y clasificadas por la división étnico-social de la legislación colonial como sigue: "blancos, puros y de orilla", que incluían a los terratenientes-esclavistas y a pequeños comerciantes y propietarios: 380; Indios libres o exentos de pago de tributos (Caquetíos): 20; indios tributarios (Ayamanes, Jirajaras y Ajaguas): 768; negros libres: 1347 y esclavizados: 522. Esos datos muestran que tal sumatoria, excluyendo los dos primeros grupos sociales, representaban el 86.83% del total de moradores de aquellos parajes. Buena parte de este sector trabajaba en esos grandes dominios semi-feudales, unos como jornaleros muy mal pagados y los demás como colonos arrendatarios extorsionados economicamente y sin ningún amparo socio-jurídico preciso y capaz de protegerlos frente a quienes defendían con su omnímodo poder a los señores de la tierra. Por consiguiente, es de suponer que la convivencia entre cultivadores "libres" trabajando todo el tiempo para sí y quienes no lo eran, que sólo recibían el alimento para reponer la energía gastada en la dura faena que realizaban de sol a sol y cualquier rústico techo para resguardarse de la inclemencia del ambiente, debió formar en estos últimos un profundo sentimiento de rechazo hacia esas relaciones de producción que los condenaba a ser simples piezas de inventario en los bienes del amo y les hizo comprender que la lucha por su libertad pasaba por la destrucción de sus explotadores los dueños de la tierra, quienes eran los verdaderos causantes de la situación de miseria e injusticia que sufrían.
Por otra parte, las leyes que regulaban las uniones matrimoniales entre estos mismos grupos y clases sociales, daban origen a realidades discriminatorias bien incomodas que provocaban furor e indignación entre quienes eran directa o indirectamente afectados, pues, cuando los hijos nacían de un vientre esclavizado, la norma indicaba que éstos debían quedar igualmente condenados a vivir en esa misma desdicha que pesaba sobre sus madres. Este fue, sin dudas, el caso de José Leonardo Chirino, zambo libre y padre de quienes no lo eran en razón de ser su mujer una propiedad del hacendado coriano José Tellería. En este panorama descrito que eslabona todo un mundo de atropellos y vejaciones insospechadas y que cuesta creer hubiese existido, las esperanzas de libertad de esa población adquieren renovados bríos al saber que había llegado a Venezuela el llamado Código Negro, Real Cédula dictada en Aranjuez el 31 de mayo de 1789 y en donde se establecía el trato que estos hombres y mujeres sujetos a las esclavitud debían recibir y las tareas que a su vez se les imponía realizar para sus dueños. No obstante, la expresada disposición fue asociada con las prédicas de un tal "Cocofío", de quien se decía era un curandero trashumante que recorría los campos predicando el fin de esa humillante condición de servidumbre que siempre fue rechazada por la mayoría. Aunque, como era de esperarse, la imprevista noticia fue también recibida por otros con reserva y desconfianza, y ello en razón de que por más de dos siglos y medio de dominación y se les había inculcado una conciencia colonizada según la cual su "inevitable destino era nacer esclavizados y morir con esa misma condición". Por eso, la decepción en quienes si creyeron no tardó en aparecer, ya que era cierta la existencia de la disposición cedularia, pero falso que suprimiera la esclavitud.
Ahora bien, hasta aquí hemos glosado el marco sustantivo y la trabazón de este hecho histórico liderado por José Leonardo Chirino, pero su comprensión totalizadora no sería posible lograrla si a todo ese cuadro económico-social que emanaba de unas muy concretas relaciones de poder que estaban a punto de quiebre, no se le agrega el análisis de las medidas fiscalistas de recaudación de impuestos que se aplicaron en Coro después de 1790 y con cuyos resultados se esperaba fueran superadas las dificultades internas de escasez de dinero y se profundizara la dependencia centro-periferia. De manera que con esa misión llegó a la comarca el recaudador Don Juan Manuel de Iturbe, quién de inmediato ordenó restituir la antigua aduana de Caujarao y colocar una en Cumarebo y otra en Baragua, al sur de la serranía, en el actual estado Lara. A partir de ese momento el tránsito por esos peajes se volvió inaguantable para quienes diariamente debían ir y venir cargando con los frutos de sus labranzas para comercializarlos en distintos pueblos y lugares. En esos puntos de control se cobraban por anticipado unas cargas impositivas que siempre superaban el valor del producto pechado. Además, agricultores y criadores debían entregar camisas, zarcillos, pañuelos y otras prendas si al momento de cruzar las aduanas no tenían consigo lo suficiente para cubrir el monto que se les imponía como gravamen. Sin embargo, el propio ministro de la Intendencia, pretendiendo justificar su conducta, aseguraba que lo recaudado había sido sólo posible porque desde su llegada al vecindario se propuso acabar con los fraudes que cometían cobradores y contribuyentes en perjuicios del fisco español.
Pero a pesar de esos argumentos que el funcionario hispano esgrimía en su favor, mayoritariamente la población de la serranía desaprobaba sus procedimientos de cobros y odiaba a sus agentes, aunque esas quejas no encontraran ninguna audiencia en las instancias de decisión y en la clase dominante que al fin y al cabo nada le interesaba extirpar la causa que ocasionaba el descontento. El propio José Leonardo Chirinos, en su declaración ante la Audiencia de Caracas, denunciaba: "…Allá hacia Curimagua hay muchos alcabaleros, y si uno va a comprar una recesita a Baragua o a otra parte, paga la alcabala allá, y cuando pasa por el pueblo de San Luis, aunque no venda en él la res, se la aforan y vuelve a pagar la misma alcabala, luego trae la recesita a Curimagua y la vende por panelas, porque allí no hay dinero y baja con las panelas a Coro, y cuando llega a Caujarao le quitan una prenda y le dan una papeleta, y ha de traer otra de la Administración, y si no la trae en aquél día, porque tal vez no pudo vender o se dilató por otro motivo que no pudo venir, el alcabalero de Caujarao vende la prenda o se queda con ella aunque valga más que la alcabala."
Como corolario de todas esas condiciones de explotación sembradas tempranamente en los poblados de la Sierra de San Luis, concretamente en el valle de Curimagua, en el actual estado Falcón, estalló el 10 de Mayo de 1795 una insurrección de la población trabajadora, esclavizada y libre, así como de aborígenes tributarios. El movimiento fue liderado por José Leonardo Chirino, quien jurídica y socialmente estaba categorizado como zambo libre por ser hijo de india con esclavizado, y quien además era jornalero en la hacienda del Socorro perteneciente al terrateniente esclavista José Tellería, quien además era dueño de la esposa y de los hijos del primero; junto a él actuaron los negros libres Juan Cristóbal Acosta y Juan Bernal Chiquito, de la hacienda del Socorro; Fabián Quiñones y otro de apellido Morillo, de la del Consumidero; José Nicolás, de Macanillas; los indios tributarios Juan de Jesús Lugo, del poblado de San Luis y Pedro Toyo, de Pecaya; Juan de la Cruz, de Pueblo Nuevo de la sierra; José Diego Ortiz, del lugar de Aguirara; Feliciano Acosta, de la Peña; Antonio Coello, del sitio de Caujarao, entre otros.
Por diversas causas: condiciones internas y externas adversas, traiciones, falta de organización y armamentos, divisiones de las clases explotadas (aborígenes tributarios y exentos, esclavizados y libres, pardos y pequeños productores blancos), los sublevados fueron derrotados en su intento de tomar por asalto a la ciudad de Coro. En su marcha del día 11 de Mayo hacia el centro político-administrativo de la jurisdicción, el numeroso grupo sólo pudo llegar hasta el llano de Chacha, en las inmediaciones del poblado de Caujarao, situado hacia la parte sur de Coro. Allí fueron esperados y repelidos con gran fuerza por las autoridades españolas, quienes ya habían sido advertidas de lo que acontecía en la serranía. De inmediato se produjo un gran desconcierto en los alzados, unos huyeron y se internaron en los montes y los que fueron capturados eran ejecutados de inmediato y sin formalidad de juicio. José Leonardo, que aún estaba en la sierra, recibió noticias de lo sucedido e intento, sin éxito, reagrupar gente para otro intento y con ese propósito convocó a los indios tributarios de Pecaya quienes se negaron a acompañarlo y, al contrario, bajaron a negociar su posición con las autoridades coloniales de Coro. A partir de ese momento, José Leonardo debió pasar a la clandestinidad hasta que traicionado en Baragua por un antiguo conocido, fue capturado, traído e interrogado en Coro, y finalmente llevado a Caracas, en donde se le siguió juicio y se le sentenció "…por ser reo principal convicto y confeso de la expresada sublevación, y por tanto se le condena a muerte de horca que se ejecutará en plaza principal de esta Capital, a donde será arrastrado desde la Cárcel Real, y verificada su muerte, se le cortará la cabeza, y las manos, se pondrán aquella en una jaula de hierro sobre un palo de veinte pies de largo en el camino que sale de esta misma ciudad por tierra, para Coro, y pasa por los Valles de Aragua, y las manos serán remitidas a la expresada Ciudad de Coro, para que una de ellas se clave en un palo de la propia altura, y se fije en la inmediación de la Aduana llamada de Caujarao, camino de Curimagua, y la otra en los propios términos en la altura de la Sierra". (AGI. Caracas, Legajo 426. Folio 407)
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