La llamada historia oral muchas veces es el pretexto para hacer una historia de las víctimas, como si se tratara de una narración mitológica o simplemente el drama de una película: la lucha entre el bien y el mal, entre lo bueno y lo malo, entre las víctimas y los victimarios, donde los pobres siempre son las víctimas y no son responsables ni culpables en nada de su situación. Todo es justificado como el producto de la dominación, de la explotación económica y de la alienación política y cultural. Al decir de Hobsbawm: "los historiadores profesionales son los principales productores de la materia prima que se transforma en propaganda y mitología" (1998. P 14).
Así como existe en el mundo político una vanguardia o partido que reivindica lo popular, también debe existir una historia popular que le dé heroicidad. Esto es una historia manipulada, una historia política, que más que histórica es política, se trata de buscar simpatía, vía populismo. Esto hace que desde la noche a la mañana comiencen a surgir desde etnias indígenas, culturas ancestrales, movimientos afro ascendentes, levantamientos políticos, protagonismo en la guerra de la independencia, magnificación de movimientos rebeldes y guerrilleros, pero que no tienen sustentación en ninguna otra fuente, salvo en la imaginación humana. Eso no es historia.
Para Peter Burke:
Un mito recurrente (que encontramos de muchas formas en nuestra propia sociedad) es el de los «padres fundadores»; la historia de Lutero como fundador de la Iglesia protestante, de Émile Durkheim (o Max Weber) como fundador de la sociología, etc. En términos generales, lo que ocurre en el caso de esos mitos es que se eliden las diferencias entre el pasado y el presente, y las consecuencias no intencionales se convierten en objetivos conscientes, como si el principal propósito de estos héroes del pasado hubiera sido producir el presente —nuestro presente.(2000. P. 207)
Quizás todo esto se lo debemos a eso que Marc Bloch llamó los placeres estéticos de la historia y su capacidad seductora, que hace que- a diferencia de otras disciplinas científicas- surjan a granel "historias" y leyendas, e "historiadores populares" en todas las esquinas, quienes dicen verdades y mentiras en la misma proporción, y por su "popularidad" y sencillez gozan de más afecto que los historiados verdaderos: "La historia, sin embargo, tiene indudablemente sus propios placeres estéticos, que no se parecen a los de ninguna otra disciplina. Ellos se deben a que el espectáculo de las actividades humanas, que forma su objeto particular, está hecho, más que otro cualquiera, para seducir la imaginación de los hombres." (1996. P.44)
En este punto no hay mejor referencia que Eric Hobsbawm, quien llama a la responsabilidad del historiador para establecer la diferencia entre realidad y ficción, para enfrentar los anacronismos de querer "buscar los deseos del presente en el pasado", para satisfacer a los que desde el presente pretenden construir un pasado "a la carta".
Para Hobsbawm, la deconstrucción de mitos políticos o sociales disfrazados de historia forma parte desde hace tiempo de las obligaciones profesionales del historiador, con independencia de sus simpatías. Pero no es tarea fácil, cuando:
En primer lugar, la fuerza de su crítica es negativa (…). En segundo lugar, podemos demoler un mito sólo en la medida en que se apoye en proposiciones cuyo carácter erróneo pueda demostrarse. Es muy propio de los mitos históricos, en especial de los nacionalistas, que generalmente sólo unas cuantas de sus proposiciones puedan desacreditarse de este modo (p 9-10) La tercera limitación de la función del historiador como matador de mitos es aún más obvia. A la corta, es impotente contra quienes optan por creer los mitos históricos, en especial si se trata de gente que tiene poder político, lo cual, en muchos países, y especialmente en los numerosos estados nuevos, entraña el control de lo que sigue siendo el cauce más importante para impartir información histórica: las escuelas. Y, que no se olvide jamás, la historia -principalmente la historia nacional- ocupa un lugar importante en todos los sistemas conocidos de educación pública.(1998. P.11).
Las últimas décadas del siglo XIX han sido denominadas provocadoramente por Eric Hobsbawm la era de «la invención de la tradición» El objetivo era esencialmente justificar o «legitimar» la existencia de la nación. (p. 79 -80).
No se trata de reivindicar las corrientes positivistas y al papel de las fuentes escritas. Pero es necesario señalar que con toda la intencionalidad de estas fuentes y el reconocimiento de que son productos de los intereses de las élites dominantes, la mayoría de los casos no responden a caprichos, la mayoría de estas fuentes responden a obligaciones: desde escribir un suceso o un hecho, rendir un informe, tenían como destino contribuir con el control económico político y cultural, y aunque en el análisis del lenguaje consigamos parcialidades y elementos de subestimación a los dominados, debían evitar el invento, la magnificación innecesaria, porque ese discurso era y es aún hoy un elemento administrativo del control de las élites.
La fuente oral, sin negar sus méritos, se enfrenta con el peligro del poder de la memoria: 1.- ¿Qué tanto, cuánto y desde cuándo puedo recordar con precisión?. 2.- ¿Cuándo puedo diferenciar lo que es verdad de los que es imaginación?. 3.- El sujeto a investigar o entrevistado es un hombre como todos lleno de pasiones, que narra sus propias visiones de los hechos y que por lo tanto se parcializa si el o uno de los suyos estuvo involucrado en el suceso a investigar. 4. La manipulación del investigador, transcribir lo que le conviene o no.
Así como no puedo magnificar a la fuente oral y darla como verdadera tampoco lo podemos hacer con la historia popular. Ya el hecho de hablar de historia de las élites y de historia popular es una parcialidad, es una pretensión, está cargada de subjetividad y de intencionalidad política.