Desde que me acuerdo tengo problemas para soportar a la gente que grita. Los altos decibeles provocan en mi cerebro una especie de cortocircuito, que impide la comunicación con el gritón o la gritona que tenga al frente. Los gritos, contrario a lo que se supone debe pasar, no me permiten escuchar bien. Es una especie de bloqueo que provoca una irrefrenable rabia, que me impide la comprensión de las ideas que el gritón o la gritona intenta “comunicar”. He tenido varios jefes y jefas a los que he tenido que convencer que no se trata de una intolerancia circunstancial, si no genética. Y lo han entendido.
Pero lo que pasó la semana pasada con los gritones me ha hecho pensar que debería controlar esa fobia, porque un día de estos tal vez me meta en problemas de marca mayor. Les cuento.
Resulta que me atracaron. No griten de sorpresa. A las cuatro de la tarde frente a un gentío en la parroquia La Candelaria de la Caracas de mis tormentos. Y de mis amores. Yo trabajo en el centro, para más señas en las instalaciones del Centro Simón Bolívar, en las Torres de El Silencio. Lo cierto es que ese día iba temprano para mi casita. El malandro me tenía pillada, porque ya tenía un ratico sin el teléfono en la mano, cuando el tipo tocó el vidrio de la puerta del piloto con un pistolón. Ahí me asusté. Me asusté... pero el susto se me quitó cuando el tipo empezó a gritar. “¡Dame el teléfono peeeeerrrrra!” Les juro que en ese momento pensé en un acto heroico, el miedo se convirtió en rabia y me imaginé abriendo la puerta violentamente y al tipo tirado en el piso. Y yo pisándole el pecho. No lo hice y se produjo un pequeño diálogo:
-Escondiste el teléfono, perra, ¡dáaaamelo, dáaaamelo!...
-¡No lo encuentro, vale! ¡Y no me grites!
-¡Que me lo des, peerrrrraaaaaa o te quemo!, amenazó el tipo.
Se lo di y me olvidé de emular a Luisa Cáceres de Arismendi.
¿Se dan cuenta? El tipo armado con su pistolón y yo pendiente de los decibeles. Un poco arriesgado, argumentaría un gritón.
Y es que convivir con los malandros, la navidad y las elecciones, en mi insegura ciudad, es posible que justifique un grito… pero de impotencia. Sigamos...