En la época en que el Libertador, General Simón Bolívar, era el hombre más poderoso de América y reconocido su liderazgo por todos los jefes militares suramericanos, se incrementa el odio y la envidia en el colombiano vicepresidente de la Gran Colombia, General Francisco de Paula Santander y en algunos de sus secuaces congresistas y algunos oficiales militares colombianos. Odio y envidia que provocaron en todos ellos una perversa intriga para tratar de desprestigiar y minimizar la gloria de Bolívar. La finalidad era la de contrarrestar su poder, por lo que procedieron a tomar las acciones que más conviniera para dañar lo más profundamente posible a la figura que se había convertido para ellos en un hombre perturbador de sus insidiosas vidas. La maniobra más sobresaliente consistía en lograr la mayoría de votos en el Congreso bogotano para que se aprobara un acto legislativo que dejara sin efecto uno anterior, que este mismo Congreso había aprobado y que le otorgara a Bolívar poderes extraordinarios mientras estuviera en campaña militar. En breve tiempo la medida contra Bolívar es aprobada y éste despojado del mando de las tropas colombianas, en un momento por demás delicado puesto se estaba en vísperas de la confrontación final con las fuerzas del virrey español La Serna. En fin, desde aquella fecha Bolívar no tuvo comando oficial en las tropas del ejército, facilitando ello a Santander hacer de las suyas y continuar con saña causando los quebrantos más perverso a Bolívar. Después de la Batalla de Ayacucho, Santander se encarga de ir desmantelando los cuadros de comando de tropas del ejército patriota pro Bolívar, de manera de impedirle pudiera contar con oficiales militares leales dentro del ejército que lo defendiera.
El día 28 de julio de 1824 fue aprobado en el Congreso bogotano el acto legislativo confiscatorio y ese mismo día el colombiano vicepresidente Francisco de Paula Santander, como presidente encargado de la gran Colombia, se apresura a ponerle el ejecútese. La comunicación del Congreso de Colombia informándole tal decisión, Bolívar la recibe en los primeros días octubre siguiente, mientras se encontraba Bolívar en pleno preparativo de la Batalla de Ayacucho, la que pondría fin al dominio español en Suramérica. La reacción de Bolívar no fue la que se podía esperar de un hombre tan encumbrado como era él entonces. Sin duda que se irritó mucho, pues así lo deja ver en algunas comunicaciones a sus amigos, pero mostró sumisión, respecto a un acto legislativo que le arrebataba lo más querido por él desde que se hizo hombre público, la jefatura de las tropas y con ello el privilegio de conducir a éstas en la más importante batalla por la independencia del continente suramericano, Ayacucho, que tendría lugar pocas semanas después de su destitución. Bolívar se somete sin ambages al dictado de la institución legislativa colombiana ya aceptó su destitución, entregó el mando del ejército al General Antonio José de Sucre y se retira a la hacienda La Magdalena, cerca de la ciudad de Lima, lugar donde recibiría en diciembre siguiente la noticia de la victoria obtenida por Sucre en Ayacucho.
Su comportamiento deja ver a un Bolívar apegado a la letra de la ley, sumiso a lo dispuesto por el Congreso, no obstante que tal disposición le arrebataba la jefatura de unas tropas que él había reunido, organizado y adiestrado. Tales tropas constituían el más poderoso ejército existente en el continente suramericano en ese momento. Sus efectivos sumaban más de quince mil hombres, entre los cuales se encontraban colombianos, peruanos, argentinos, ecuatorianos, venezolanos y británicos. Todos respetaban a Bolívar y se mostraban complacidos, además de seguros de hacer la guerra bajo su jefatura. A su voz lo que él disponía era inmediatamente acatado por estos hombres. ¡Bolívar tenía todo a su favor para rebelarse, pero no lo hizo! Algunos días después, cuando dio a conocer a sus tropas y oficiales la disposición del Congreso separándolo del ejército, esos compañeros de armas le hicieron saber que no estaban dispuestos a cumplir tal instrucción y que él debía hacer lo mismo. Sin embargo, Bolívar intervino, apaciguó los ánimos e hizo que todos acataran la disposición del cuerpo legislativo bogotano. Para su entendimiento superior esa resolución del Congreso era simple trastada que como tal no iba a distraerlo de lo más importante en ese momento que era ayudar a Sucre y a las tropas a prepararse para enfrentar la gran batalla que se avecinaba. Nada lo desvió de este propósito. Sabía que de tal victoria dependía la suerte futura de Colombia. Ayacucho era la prioridad. Lo demás era secundario. Luego habría tiempo de arreglar cuentas con Santander y demás adversarios suyos, alojados en algún puesto de la administración del Estado colombiano. Resulta admirable el desempeño mostrado por el Libertador en esos días ingratos para él. A pesar del enfado que provocó en su persona el acuerdo legislativo, fue capaz de sobreponerse al mismo y guardar la compostura esperada en un verdadero estadista. Por esa fecha Bolívar piensa en renunciar a la Presidencia y no regresar jamás a Bogotá, pero no lo hace y decide escribirle a los mezquinos legisladores, causantes de su malestar: "En lugar de darme las gracias por mis servicios, se quejan de mis facultades, unas facultades que yo no he pedido"