Esos dos niños majaderos, el uno llamado Jesús y el otro Simón, no nacieron como la historia -escrita por los vencedores- se ha propuesto vendérnoslos.
Compramos aprori unos dioses, empujados por el consumismo, sin llegar a pensar nunca en los grandes hombres que crecieron históricamente sensibles y comprometidos con las mayorías empobrecidas y discriminadas, luchando por la liberación de la humanidad.
Del primero, de Jesús, cuentan que de adulto se propuso vivir siempre como niño, porque estaba convencido que era el único camino cierto -de inocencia y humildad- para alcanzar las grandezas de la vida: el amor y la libertad.
El amor y la libertad no son objetivos etéreos y utópicos, son nombres del equilibrio en el universo, en todo y, también en nosotros. En nosotros como sociedad posible y en nosotros como corazones en equilibrio con el todo.
El niño Simón, por su parte, conservó siempre la curiosidad e intranquilidad características de la infancia en los procesos acelerados de aprendizaje y solución de conflictos.
Llenos de sabiduría y sensibilidad de clase, al lado de los oprimidos, ambos -por caminos propios y bien diferenciados- fueron fortaleciendo sus conciencias para colocarse en los caminos de liberación que la vida les iba trazando.
Fue tan exitoso y auténticamente liberador el camino escogido por ambos, que fueron empujados temprano a la persecución y la muerte. Muertes tormentosas, de castigos imperialistas, planificadas no solamente para su defenestración y desaparición física, sino también para borrarlos de la historia que les hizo tangibles e imitables, dignos de toda posibilidad de emulación. Los grandes poderosos, esos a quienes se les movieron sus reinos de crueldad y opresión les quedaba como única opción la de distanciarlos de sus iguales, de aquellos por los que tanto lucharon y dieron sus vidas, entonces había que convertirlos en dioses y elevarlos en altares.
El niño Jesús y el niño Simón, de humildes abnegados por la liberación de la humanidad fueron convertidos en todo lo contrario de lo que se propusieron ser. Por eso ahora, en estos tiempos nuevos, tiempos de pensar y pensaremos con sentido crítico, lo más urgente es bajar a cada uno de su altar, despojarlos de su condición de deidad, liberarlos para que nos acompañen codo a codo, como lo que siempre fueron: uno más de nosotros, batallando por la paz y la igualdad en la lucha final.