¿Ha muerto la revolución?

El amigo Reinaldo Quijada, ex candidato presidencial (de hecho, yo voté por él), dirigente de un partido de "oposición de izquierda", declaró recientemente que "la revolución ha muerto". Como demostración de su aserto, Quijada menciona los fracasos en todos los terrenos de este gobierno, las evidencias de corrupción profunda y continuada, sus mentiras demagógicas, su entrega al capital transnacional, la violación de varios aspectos de los derechos laborales, y así otras tantas cosas. Más allá del error evidente de identificar, en un trazo demasiado grueso, este gobierno con la "revolución bolivariana", cabría recoger el guante de la provocación para hacer una reflexión acerca del tópico revolucionario, justo en este momento histórico cuando parece consumarse un período de retroceso y retiro de las fuerzas progresistas, nacionalistas y democráticas que surgieron, en los albores de este siglo, como alternativa a la hegemonía omnímoda del neoliberalismo en nuestro continente.

El retroceso de aquella "nueva" versión de la izquierda, relevo histórico de las de los sesenta y setenta del siglo XX, que por momentos se vendió como "socialismo del siglo XXI", ha sido resultado, por supuesto, de la acción de la derecha, una derecha extrema, no sólo neoliberal, sino ultraconservadora, racista y hasta misógina, como la de Bolsonaro. Las modalidades de desplazamiento han sido múltiples, pero llama la atención que todas se presentan con la apariencia de continuidad de las formalidades constitucionales y hasta "democráticas": elecciones en Argentina; en Brasil las facultades de destitución del ejecutivo por parte de los poderes legislativo y judicial, supuestamente "autónomos". El término "golpe de estado" ha tenido, entonces y en consecuencia, que adquirir unas características muy elásticas. Al parecer en este siglo, en América Latina, ya no se estila el clásico golpe militar del siglo XX (ejemplo máximo: 11 de septiembre de 1973, en Chile). Se habla de "golpe parlamentario", "golpe continuado", así como "guerra de nueva generación", etc.

Ahora bien, estas mismas formas de desplazamiento de la izquierda del poder gubernamental (con más precisión, del poder Ejecutivo), evidenciaron las debilidades específicamente políticas de las gestiones "progresistas": alianzas con partidos de centro y de derecha para mantener la "gobernabilidad"; casi en consecuencia, participación en los contubernios de la corrupción, pérdida del apoyo popular por la timidez en las transformaciones sociales emprendidas que, en su mayor parte, no habían pasado de programas sociales más o menos asistencialistas, aun contando las nuevas constituciones impulsadas. Pero, sobre todo, las gestiones "izquierdistas" continuaron los mismos mecanismos de acumulación de capital propios del extractivismo (petróleo, minería, cultivos intensivos), muy adecuados al sistema capitalista mundial, sus monopolios, y terminaron (como es el caso de Venezuela, pero también Nicaragua y hasta Cuba) jugando al oportunismo geopolítico, de jugar con las áreas de conflicto entre los poderes emergentes de Rusia y China, contra los de Estados Unidos, en decadencia.

La izquierda de las dos primeras décadas del siglo XXI fue, diríamos en lenguaje de Nietzsche, una fuerza "reactiva": no afirmó un nuevo proyecto creador, sino que se limitó a responder, reaccionar, intentar revertir y quitarle fuerzas al proyecto dominante capitalista neoliberal y sus consecuencias. La significación de la lucha política dejó de ser la aplicación de un proyecto de nueva sociedad, para pasar a ser la defensa de su control de los recursos de poder del estado por parte de un partido que, entre tanto (es el caso de Venezuela), controló burocráticamente los inicios de una fuerza popular autónoma, se fundió con un alto mando militar que copó sospechosamente las palancas del mecanismo de apropiación de la renta petrolera, y protegió una corrupción que hizo metástasis.

Ante este panorama, muy bien pudiéramos decir con Quijada que sí, la revolución, o al menos la experiencia izquierdista de las dos primeras décadas del siglo XXI, ha muerto. Pero la cosa no es tan sencilla. No sólo ocurre que no se debe identificar revolución con gobierno, mucho menos con la cúpula burocrático-militar que, como en otras experiencias históricas, termina usufructuando los posibles avances habidos. La "revolución" puede abarcar otras muchas cosas, aparte de las ya avanzadas. Para ilustrar esto, tomaremos prestada la idea de la escala de medición de los sismos, tan de moda desde diciembre en Carabobo.

Digamos que hay varias escalas de revolución:

Escala 1: "Quítate tú pa´ponerme yo" (estilo las "revoluciones" del siglo XIX)

Escala 2: Cambio de leyes y hasta de la Constitución. Es decir, cambio de las reglas formales del poder del Estado.

Escala 3: Cambio de hegemonía y de estructura real del poder político (relación de fuerzas entre clases, fracciones de clase y factores)

Escala 4: Cambio de la estructura económica (algo así como la socialización de los medios de producción que se realizó en el el siglo XX en el llamado "socialismo real")

Escala 5: Cambio efectivo de las relaciones sociales (que incluye la cultura, por supuesto: camino del que se desviaron las experiencias del siglo XX, usurpadas por camarillas burocráticas y neo-burguesas)

Salta a la vista que la llamada "Revolución Bolivariana", entre 1999 y 2012, llegó hasta la escala 3. Los mecanismos de apropiación y distribución de la renta, principal forma de acumulación de capital (extractivista, claro) del país, se concentraron en el Estado, apartaron de su núcleo a los antiguos dueños burgueses, pero a su vez el Estado dependió de las decisiones (o lo que se presumía de tal) de un solo hombre quien, al morir, dejó un entorno de coalición de políticos burócratas, la alta oficialidad militar que no tardaron en constituir una nueva fracción burguesa. Allí empezó el retroceso y la crisis de los "avances" hasta entonces conquistados. Ni siquiera lo conseguido en el nivel 2 (nueva Constitución) se mantuvo. Hoy vivimos una situación de excepcionalidad institucional, de poderes "supraconstitucionales", que muy bien puede caracterizarse como "dictadura", aun cuando no tenga las características sanguinarias de las dictaduras militares del siglo XX. Ni hablar de los otros niveles: las denuncias de contratos de explotación petrolera en condiciones similares a los que se hacían cuando Gómez, ilustran muy bien el retroceso.

¿Esto significa una "muerte"? Sí y no. Y perdonen lo que puede sonar como una respuesta ambigua (que lo es; lo admito). Un retroceso no es la muerte. A lo que apunto es a que la revolución como proyecto puede seguir siendo deseable, vigente, válida y valiosa, como para seguir siendo proyecto. Son precisamente esos rasgos lo que mantienen la vida de esta idea movilizadora. En todo caso, la significación de "muerte" habrá que ser tomada como en las cartas del Tarot: la necesidad de una transformación muy profunda, de otra conducción política e intelectual del proyecto. Esto, por supuesto, es, por ahora, tan solo una aspiración. Estamos hablando en términos históricos. Ahora tiene el turno en el bate, a la derecha de ser reactiva, lo que ha sido siempre propiamente: una fuerza, basada en el pasado, en el atraso, en la discriminación y la injusticia, que no permite la afirmación de los valores avanzados y el camino hacia otro futuro. La debacle de la democracia.

Como enanos en hombros de gigantes, como decía Newton, tendremos que continuar dibujando el horizonte de la revolución, sobre héroes y tumbas.



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Jesús Puerta


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