La Roca Tarpeya. El Helicoide, sus misterios y triste destino (IV)

Convencido de que parte del problema era el supuesto yacimiento de un cementerio aborigen en La Roca Tarpeya, el equipo tomó varias medidas para alinear las energías del lugar e incluso llevó a cabo una meditación silenciosa bajo el domo de Fuller. El proyecto logró ser completado en 1993: una magnífica sede que contaba con una biblioteca con nichos de mármol en el nivel superior del edificio. Un nuevo gobierno se apropió de la despampanante sede para los altos mandos de la DISIP, la Roca Tarpeya había recibido otro golpe mortal. Una década después, la DISIP comenzó a ser acompañada por escuelas de entrenamiento policial y militar, a saber, por la Universidad Nacional Experimental de la Seguridad, UNES, y la Universidad Nacional Experimental de las Fuerzas Armadas, UNEFA. Orgullosa de El Helicoide, la DISIP incluyó imágenes del edificio en la edición filatélica que conmemoraba su aniversario en el 2007. La institución policial fue reprendida pocos años más tarde, en junio de 2012, por la Corte Inter-americana de Derechos Humanos, determinó que como centro de detención El Helicoide violaba convenciones internacionales de higiene para las prisiones.

Un serio brote bacteriológico condujo finalmente a la transferencia de los presos a otras instalaciones, pero todavía hoy se realizan detenciones a cortos plazos en su sede. La ironía es asombrosa: un lugar que iba a ser la autopista al paraíso de los consumidores, se convirtió en un tobogán al infierno, como si la espiral en lugar de ascender, hubiera descendido. Giro particular del referente sacro de El Helicoide, el zigurat, pues el zigurat no sólo nos conecta con el cielo, sino también con la tierra bajo nuestros pies. El Helicoide, un zigurat tropical a la deriva. Hay rumores de que El Helicoide tiene túneles subterráneos que llegan a diferentes partes de la ciudad. Cual una hélice somática cuyas volutas esparcen desperdicio y desilusión, las barriadas alrededor del edificio se han multiplicado, así como el cuerpo de seguridad instalado en sus entrañas. Los barrios envuelven tan de cerca al edificio que se fusionan topográficamente con sus curvas, mientras que éste sirve de plataforma para operaciones policiales. El Helicoide, una extraña y surreal plataforma, tan inusitada, impredecible y singular como la fisionomía siempre cambiante de Caracas. Para la mayoría de los caraqueños, El Helicoide es simplemente parte del paisaje, uno de muchos edificios inacabados o abandonados de los años 50 y 60, cuando Caracas atravesó su boom moderno y se expandió en todos los sentidos. Fue un tiempo utópico que algunos recuerdan con profunda nostalgia, ya sea por el régimen dictatorial que dio a la ciudad su infraestructura moderna, ya por la democracia floreciente que advino inmediatamente después de décadas de dictaduras casi consecutivas, cada una estampando su carácter distintivo al fértil valle que otrora albergara haciendas de café y tabaco.

En las cuatro décadas que siguieron al descubrimiento del petróleo en 1918, Caracas pasó de un pueblo tranquilo y semi-rural de 140.000 habitantes, a una capital efervescente de América con una población de más de 1.2 millones de personas, repleta de autopistas, rascacielos y escuelas para las familias de las compañías petroleras extranjeras, Shell, Mobil, Exxon, Creole y otras que se afanaban en bombear petróleo venezolano. Al igual que ese petróleo, la recién nacida democracia surgió llena de proyectos, ávida de asir una modernidad para la que Venezuela parecía finalmente madura, lista para ponerse al día con un mundo que por mucho tiempo había admirado. Sin embargo, al igual que muchas otras naciones, esta democracia se construyó a costa de una vasta mayoría a la que rara vez se visibilizaba y mucho menos reconocía. La fiesta fabulosa, como los venezolanos llamaron al período de las décadas de los 40 a los 70, llegó a su fin. Pero la fiesta había terminado mucho antes, El Helicoide es testimonio de esos extremos que han llevado a Venezuela del entusiasmo a la desesperación una y otra vez.

 

 

 

 



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José M. Ameliach N.


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