Recuerdo muy nítidamente el día en que destituyeron a Carlos Andrés Pérez, CAP. Ocurrió en 18 de mayo de 1994. Yo me encontraba en el Taller de Literatura de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Los Andes, y se vivía una euforia extraña, confusa y en ocasiones bochornosa. Un conocido de la cuadra donde vivía estaba celebrando porque iba a dejar de trabajar varios días y porque iba a poder emborrcharse a carta cabal, sin tener que cumplir un horario. Había un ambiente de bochorno, de lánguida e indefinida estupidez como unos aburridos idiotas no saben qué hacer luego de una larga farra. La gente recibió el fallo sobre el Ante-juicio al presidente de la república como si fuese el triunfo de la Vinotinto contra Argentina, así lo vi en ese instante.
En otros, la celebración era totalmente artificial pues en el fondo mucha gente que detestaba a CAP era identica a él: El hijo predilecto de Rómulo Betancourt había sido "depuesto". Doblaban las campanas y sabíamos por quién, y no eran precisamente por el CAUDILLO, Luis Alfaro Ucero, padre Ramos Allup. Porque Ramos Allup, que toda la vida fue grandísimo traidor de su propia gente, salió a celebrar la caída de CAP, sépase, porque éste aspiraba a ser ministro de Alfaro Ucero, pero cuando Alfaro Ucero se fue a un foso por el repunte de Chávez, vino y le dio una puñalada al último caudillo de AD.
El país procuraba entender la sorpresa, pues habían sido treinta y cinco años viviendo bajo el engaño, los acuerdos secretos, la prepotencia de los "dirigentes" adecos y copeyanos, la desidia y la indiferencia ante el caos de la mayoría de la población. Treinta y cinco años donde un presidente había sido una especie de semidios; con sus abusos incontrolables, sus decisiones indiscutiblemente infalibles, delincuenciales, criminales. Era tan elevado su poder que muchos expertos constitcuionalistas llegaron a carecer de elementos jurídicos para condenarlo. Hasta el último minuto antes de tomar la Corte Suprema de Justicia su decisión, la gente seguía creyendo en el fondo que todo era una farsa, como en efecto habría de suceder.
Demasiado es la carga del pasado. Hasta el último minuto se pensó en un autogolpe, en recurrir al manido efecto de la suspensión de las garantías constitucionales, en un toque de queja, en los inventos sobre subversión y saqueos tan usado por el poder para reprimir. En cualquier trampa que se estaba urdiendo a espaldas del pueblo, porque así habían gobernado Rómulo Betancourt (el mago de los rumores y el ejecutor implacable de las mentiras creadas por su gobierno) y el jesuíta harto hipócrita de Rafael Caldera. Y desde el ministerio del interior de su gobierno, Rómulo Betancourt supo ilustrar muy bien a su mejor alumno, el señor CAP.
Con la determinación de la Corte, nos quitamos una pequeña carga de encima, pero siguía gravitando sobre nosotros lo peor: la torpeza, esa falta de tradición republicana, y por ello, como seres mutilados poco a poco nos íbamos yendo a la deriva.
Para entonces el Congreso de la República se había convertido en un mercado persa: A pocas horas del fallo, el Congreso se erigió en la sombra de CAP. Algunos señores elegidos por ese sistema para ciegos e ignorantes, implantado por el mismo Congreso, seres anodinos, flojos, pedantes, intolerantes e incultos, pasaron a ejercer las presiones para dictaminar que el presidente no podía ejecutar ningun mandanto desde su palacio. Todos los puñales adecos y copeyanos corrían de una bando a otro. Todos querían gobernar aplastando el cadaver aterido de traiciones del Gocho.
La primera medida fue la de procurar impedir que los medios de comunicación trasmitieran en vivo la "histórica sesión". Era la sombra de CAP que se había negado (por decisión de los cogollos) a ofrecer la salida de un referéndum, el cual habría evitado este trauma. Era la sombra de CAP, que habían impedido la reunión de una Constituyente; la sombra, que en todo momento se negó a que el presidente renunciara.
Y por ello pudimos ver por televisión, esa concha inalterable, en el momento en que se destituía a un presidente por corrupto, al diputado Pedro París Montesinos, ausente del debate, sacando cuentas en su calculadora; a senador David Morales Bello fresco, sereno, engulliendo cacahuetes; a Ramos Allup, sonriente y bromista, ironizando porque la reunión se hacía demasiado larga.
La gente no había cambiado nada. Era mentira que entrabamos en otra etapa pues el Congreso altamente penetrado de la figura y el estilo de Lusinchi y CAP estaban recibiendo la misma banda presidencial.
Había un ambiente de feria. Un aire de despreocupación brutal. Risas, chistes, aplausos infamantes a palabras idiotas, voces por doquier mientras los parlamentarios se dirigían a las Cámaras.
Por la impresión que se obtuvo de las palabras de Octavio Lepage nos llenamos el corazón de un helado desconsuelo. Aquel hombre débil, dando manotones al aire para justificar sus ideas en el bullicio de aquel mercado persa (después tienen la audacia de hablarnos de la "magestad del hemiciclo"); su inseguridad, su vaga risotada forzada; desconcertado, gris, lleno de dudas y procurando hacerse ingenioso al estilo de las zancadillas retóricas del viejo Rómulo; el cuadro de la Venezuela que aún pesa horriblemente sobre todos nosotros, y que el Congreso había comenzado a ejercer.
Hubo un momento de desvergüenza colectiva, no sólo por las palabras de Lepage, sino también por la ordinaria respuesta de la senadora Lolita Aniyar de Castro. Esa mención de "Cuéntame un Chiste" como dijo ella, fue algo más horrible que los dislates del triste Lepage. Pésimo fue su discurso, lleno de retruécanos y ditirambos poéticos, malamente estructurados, sin fuerza, insincero, vago y cansón. La decepción que produjeron las palabras de Lepage se confundieron desvergonzadamente con las de Lolita Aniyar de Castro.
¿Por qué le costará al venezolano empinarse sobre sí mismo, ser de veras grande? ¿Por qué la vulgaridad ejerce sobre nuestros partidos un dominio tan formidable?
Era la sombra de CAP pesando sobre la senadora; porque el discurso de la señora Lolita Aniyar de Castro fue un discurso profundamente pedestre y adeco. ¡Qué falta de imaginación en un momento crucial de nuestra historia! Pero es inútil, no se puede dotar a nadie de lo que por naturaleza carece.
Y Caldera que no había estado presente en la sesión del 4 de febrero de 1992, cogió el toro por los cachos para hacer su papel de candidato presidencial eterno, y habló con su típica mezcla de ansiedad y dureza partidista. Como un Napoleón recién salido de la isla de Elba, como caimán en boca de caño, mostró sus fauces e hizo temblar a sus enemigos. Había que decir cosas muy por encima de la aciaga diatriba de los partidos. Pero es que no se puede ser grande cuando pesa sobre ti, pesan la sombra de treinta y cinco años de maldades y abusos. No se le puede pedir a un gobierno unidad nacional, porque el ya preclaro sucesor de CAP, don Rafael, era peor; era adeco más verde de todos, de los adecos preferidos por Lusinchi (el sultán de uno de los gobiernos más infames e infamantes que ha padecido Venezuela).
Allí estaba la tranca. Una nación rodeada de elementos negativos como Marcel Granier, por ejemplo, que a pocas de haberse encargado Lepage, decía que ya se comenzaban a sentirse los lamentos por haber sacado a CAP, y que todo parecía haber sido efecto de venganzas políticas. Que nada había cambiado ni nada cambiaría. Estos son los señores que envenenan el ambiente con alarmas artificiales; que viven jugando a la desconfianza, al horror de los enfrentamientos, al caos, a las mentiras, porque pareciera ser allí donde prosperan sus negocios.
Este señor, artífice y director desde una planta de televisión con una perniciosa penetración en la familia de este país, tiene el coraje de pretender dar consejos a la "sociedad civil", de quejarse por lo que aquí está ocurriendo, y procurar convertirse en un médico afamado, sereno y genial de la deplorable situación de enfermedad de este Estado. Al entrevistar al presidente destituido dijo que hay como un deseo (en los adversarios de CAP), de ver correr sangre; cuando de sangre, señor Granier, está el pueblo ahogado, enfermo, por cuanto difunden esos programas televisivos, y del cual usted es el mayor responsable, esos que exaltan la muerte, que insisten en el vicio asqueante de la violencia, las depravaciones más bajas del ser humano.
Era la sombra de CAP, pesada como una lápida.
Y para todos estos señores se hizo necesario hacer de CAP un héroe, porque les hacía falta volver a la época de los abusos, de las disposiciones que se dictan desde los oscuros cenáculos del poder. Era necesario desprestigiar a la justicia porque ésta le hacía un mal inmenso a los magnates, eso lee uno entre líneas de la actitud de esos seres para los cuales es urgente que Venezuela sea lo que fue siempre en el pasado.
La sombra de CAP pesaba sobre el Congreso, pesaba sobre los medios de producción del país, sobre la educación, sobre los colores de todos los partidos. No era la nación ahogada en la complejidad de un pasado nefasto, como sguería el señor Marcel Granier, la que comenzaba a lamentarse de la ausencia de CAP; eran ellos con la tradición de un Estado apoplético, al que era preferible obedecer, porque de él se conocen las reglas bajo las cuales los "poderosos" han funcionados haciendo cuanto les apetece; poniendo contra la pared al gobierno cuando les conviene, imponiendo sus reglas, sus pareceres, que permitían el nacimiento de un Ejecutivo fuerte, decidido a regirse enteramente por el imperio de la justicia y de la razón.
El país, entonces tratando de dar unos leves pasos republicanos, no tanto por nosotros mismos, como por la presión que estaba comenzado a nacer en la base del pueblo. Esa incipiente consciencia en el fondo fue quien de veras depuso a CAP. Porque el poder de los mastodontes políticos de esta nación seguía siendo tan formidable que para sacarlo de cuajo hacía falta un cataclismo neto y total; así tal vez podíamos entonces columbrar verdaderas reformas positivas, y en aquella hora muy pocos pensaban en el Comandante Chávez, en su luz, en su liderazgo, en su visión y formación bolivariana...