Será que ¿existe acaso una labor puramente cerebral y un trabajo
exclusivamente manual? Piensan y cavilan: el herrero al forjar una
cerradura, el albañil al nivelar una pared, el tipógrafo al hacer una
compuesta, el carpintero al ajustar un ensamblaje, el barretero al
golpear en una veta; hasta el amasador de barro piensa y cavila. Solo
hay un trabajo ciego y material –el de la máquina; donde funciona el
brazo de un hombre, ahí se deja sentir el cerebro. Lo contrario sucede
en las faenas llamadas intelectuales: a la fatiga nerviosa del cerebro
que imagina o piensa, viene a juntarse el cansancio muscular del
organismo que ejecuta. Cansan y agobian: al pintor los pinceles, al
escultor el cincel, al músico el instrumento, al escritor la pluma;
hasta al orador le cansa y agobia el uso de la palabra. ¿Qué menos
material que la oración y el éxtasis? Pues bien: el místico cede al
esfuerzo de hincar las rodillas y poner los brazos en cruz.
Las obras humanas viven por lo que nos roban de fuerza muscular y de
energía nerviosa. En algunas líneas férreas, cada durmiente representa
la vida de un hombre. Al viajar por ellas, figurémonos que nuestro
vagón se desliza por rieles clavados sobre una serie de cadáveres;
pero al recorrer museos y bibliotecas, imaginémonos también que
atravesamos una especie de cementerio donde cuadros, estatuas y libros
encierran no solamente el pensamiento sino la vida de los autores.
Ustedes (nos dirigimos únicamente a los panaderos), ustedes velan
amasando la harina, vigilando la fermentación de la masa y templando
el calor de los hornos. Al mismo tiempo, muchos que no elaboran pan
velan también, aguzando su cerebro, manejando la pluma y luchando con
las formidables acometidas del sueño: son los periodistas. Cuando en
las primeras horas de la mañana sale de las prensas el diario húmedo y
tentador, a la vez que surge de los hornos el pan oloroso y
provocativo, debemos demandarnos: ¿quién aprovechó más su noche, el
periodista o el panadero?.
Cierto, el diario contiene la enciclopedia de las muchedumbres, el
saber propinado en dosis homeopáticas, la ciencia con el sencillo
ropaje de la vulgarización, el libro de los que no tienen biblioteca,
la lectura de los que apenas saben o quieren leer. Y ¿el pan? símbolo
de la nutrición o de la vida, no es la felicidad, pero no hay
felicidad sin él. Cuando falta en el hogar, produce la noche y la
discordia; cuando viene, trae la luz y la tranquilidad: el niño le
recibe con gritos de júbilo, el viejo con una sonrisa de satisfacción.
El vegetariano que abomina de la carne infecta y criminal, le bendice
como un alimento sano y reparador. El millonario que desterró de su
mesa el agua pura y cristalina, no ha podido sustituirle ni alejarle.
Soberanamente se impone en la morada de un Rothschild y en el tugurio
de un mendigo. En los lejanos tiempos de la fábula, las reinas cocían
el pan y le daban de viático a los peregrinos hambrientos; hoy le
amasan los plebeyos y, como signo de hospitalidad, le ofrecen en Rusia
a los zares que visitan una población. Nicolás II y toda su progenie
de tiranos dicen cómo al ofrecimiento se responde con el látigo, el
sable y la bala.
Cuando preconizamos la unión o alianza de la inteligencia con el
trabajo no pretendemos que a título de una jerarquía ilusoria, el
intelectual se erija en tutor o lazarillo del obrero. A la idea que el
cerebro ejerce función más noble que el músculo, debemos el régimen de
las castas: desde los grandes imperios de Oriente, figuran hombres que
se arrogan el derecho de pensar, reservando para las muchedumbres la
obligación de creer y trabajar.
¿Qué persigue un revolucionario? Influir en las multitudes,
sacudirlas, despertarlas y arrojarlas a la acción. Pero sucede que el
pueblo, sacado una vez de su reposo, no se contenta con obedecer el
movimiento inicial, sino que pone en juego sus fuerzas latentes,
marcha y sigue marchando hasta ir más allá de lo que pensaron y
quisieron sus impulsores. Los que se figuraron mover una masa inerte,
se hallan con un organismo exuberante de vigor y de iniciativa; se ven
con otros cerebros que desean irradiar su luz, con otras voluntades
que quieren imponer su ley. De ahí un fenómeno muy general en la
historia: los hombres que al iniciarse una revolución parecen audaces
y avanzados, pecan de tímidos y retrógrados en el fragor de la lucha o
en las horas del triunfo.
Así, Lutero retrocede acobardado al ver que su doctrina produce el
levantamiento de los campesinos alemanes; así, los revolucionarios
franceses se guillotinan unos a otros porque los unos avanzan y los
otros quieren no seguir adelante o retrogradar. Casi todos los
revolucionarios y reformadores, se parecen a los niños: tiemblan con
la aparición del ogro que ellos solos evocaron a fuerza de chillidos.
Se ha dicho que la Humanidad, al ponerse en marcha, comienza por
degollar a sus conductores; no comienza por el sacrificio pero suele
acabar con el ajusticiamiento, pues el amigo se vuelve enemigo, el
propulsor se transforma en rémora.
Toda revolución arribada tiende a convertirse en gobierno de fuerza,
todo revolucionario triunfante degenera en conservador. ¿Qué idea no
se degrada en la aplicación? ¿Qué reformador no se desprestigia en el
poder? Los hombres (señaladamente los políticos) no dan lo que
prometen, ni la realidad de los hechos corresponde a la ilusión de los
desheredados. El descrédito de una revolución empieza el mismo día de
su triunfo; y los deshonradores son sus propios caudillos.