Caminaba por un inmenso pasillo de color gris. Su tonalidad se debía a las paredes rugosas de cemento que lo resguardaban. Cada arruga en la pared, contenía cenizas como si fuese un cuenco. El polvo grisáceo lo abrazaba todo. El piso, que antaño fuera rojo, asomaba su tintura diluida entre los espacios que se apreciaban a través de los triques que había que empujar para abrirse el camino; ni siquiera cabía una corriente de aire que aliviara la urgencia de mis pulmones y, pese a la cantidad de partículas negruzcas que adornaban el absoluto, algunas de sus partes brillaban, como si el viejo escarlata hubiese sido pulido minutos previos a mi llegada… Andaba, simplemente transitaba; tenía un propósito que no quería alcanzar mientras absorbía la polvareda con mi sudor, tiñendo mi piel de un plomizo matiz, hasta el punto del que no volvería atrás: un cuarto sombrío a mi derecha; obscuro; sin ventanas: me asomé a su profundidad mientras mis ojos intentaban ordenar los escasos estímulos visuales que recibían; te vi...
¿Era tu cuerpo?, no el que conocía; no el que ningún otro ser conocía... Ese cuerpo no podía conocerse en vida. El estado de descomposición era inusitado; la imagen era..., como si no la entendiera, me lancé hacia ti tomándote entre mis brazos; te tuve; te apretaba a mi corazón; te hablaba; te pedía; cuando, cual interrupción injusta, comencé a sentir un líquido espeso escurriéndose entre mi torso: tu carne comenzó a deshacerse entre mis miembros... El olor dulzón; la densidad del aire, la viscosidad mezclada con el polvo adherido a mi tez… Eras tú; derritiéndose; una materia en transformación. No podía admitirlo; no podía percibirte; la percibía a ella, viva, gloriosa, esplendorosa; más fuerte, más poderosa…No podía ser; tomé tiernamente tu rostro, pero, como si fuese un acto contrario, me traje entre los dedos un pedazo de tu piel; te había arrancado la mejilla. Tan temí haberte lastimado que la solté, salpicando mis tobillos; tú, inmóvil; ausente, mas algo de ti contenía aquella representación. Me alejé. No quería dañarte. Miré mis manos aceitadas por tus fluidos mientras retrocedía al corredor que me llevó hasta a ti; respiré hondo; limitado; levanté la mirada y aceleré el paso hasta encontrar el sillón en el que me dejé caer.
Miré al techo como buscando al cielo; como si lo que necesitaba hubiese sido apreciar el cobijo de la bóveda celeste que no estaba; en su lugar, había un techo de una lámina que nunca supe describir. Ese era el firmamento que me amparaba. Bajé la mirada recobrando la razón; miré un alrededor saturado de cosas inútiles que nublaban la visión. La soledad… Recordé nuestra última conversación: yo, hablándote de las maravillas de un aislamiento procurado lleno de virtudes; tú, inmersa, me suplicabas, "no lo hagas". ¿Ella te hizo esto?, la degradación de la mente, del afecto y del espíritu; la confusión, la depresión y la tristeza, alimentadas por una soledad que únicamente te concede preguntas profundas para responderlas sólo a partir del criterio propio, proporcionado un espectro tan ínfimo, que las posibilidades de acertar en las sentencias son irrisorias, llevándonos a un círculo de errores perpetuos disfrazados de verdad… Quería decirte lo que sentía; no podía; quería escucharte hablar; silencio; estaba por comenzar un llanto que sólo emana de las entrañas cuando quebró la posibilidad la irrupción de unas personas que al momento no reconocí.
"¿Qué haces aquí?" "¿Qué hiciste?", me gritaron. "¡Nada!", respondí; "no hice nada". "¡Lárgate!", me dijeron. Quería responderles teniendo por estandarte el enojo; la rabia que te hace sentir ese poder inquebrantable; me detuve. "¡Tengo derecho a estar aquí!", repliqué con ecuanimidad. Ellos y yo teníamos en nuestra sangre la misma proporción de la tuya. ¿Qué es la justicia? Me la negaron. Me sacaron mientras revisaban tus cosas ávidos por encontrar riquezas, toda vez que armaban oraciones irracionales destinadas a mostrarme por qué su argumento era mayor que el mío. Ni siquiera te fueron a ver. "¡Todo esto es nuestro!", me decían empujándome hacia la puerta, azotándomela como si fuese despreciable; como a una amenaza atemorizante... Comprendí que la disputa tendría que librarse en la legalidad, al pronto que sentí la derrota al recordar que estaba hecha por los hombres... Afuera, miraba el verde de las plantas que sembraste mientras recobraba la conciencia: "No, esto no se puede quedar así; ¡tengo derecho a reclamar sus cosas!", pensé con los bríos renovados, volviendo al portón con el puño apretado: "¡ábranme!", "¡ábranme!", les gritaba; "¿qué quieres?", me preguntaron con ese tono de desprecio de la primera vez, abriéndome: "quiero el alhajero que está junto al buró de su cama". Cuando me escucharon, salieron corriendo tras de él; como pude, me escabullí entre ellos, en una batalla campal por alcanzar el codiciado tesoro entre empujones e insultos a través de una multitud de cosas inservibles que se nos venían encima; me caía tantas veces como me levantaba en el acto; nada importaba, ni siquiera la imagen terrorífica de tus restos; ni siquiera el escenario grotesco que representábamos o el olor nauseabundo de la descomposición orgánica; cuando, sin tener claro el cómo, lo alcancé cerrando la mano en un parpadeo; lo tenía, había aprehendido tu posesión más valiosa; te miré de reojo y me fui entre jalones e insultos… Una vez me alejé lo suficiente de aquella lúgubre casa, desprendí de mi pecho aquella fina cajita que protegía... La abrí; ahí estaba; su valor era único e inconmensurable; sonreí; sentí la dicha del triunfo; el regocijo de haberse hecho rico en un santiamén: tu dentadura artificial que te permitía tanto hablar como comer yacía puesta sobre un colchoncito amarillo dentro de la caja: la pondría en el altar cada noviembre y así lo podrías volver a hacer.