14-8-21: Me he puesto en pie de guerra a las 5 de la mañana. Densa oscuridad, escribo unos párrafos para este diario. Preparo café, deambulo por los alrededores de la casa y el frío cala hondo en los huesos. Busco el hacha para entrar en calor y decido echar abajo al guamo que está frente a la casa. Es un guamo al que desde hace tiempo hemos decidido tronchar por el peligro que representa para la casa y porque llena de hojas el techo, afectando las canales, y se ha estado tornando un peligro para el mismo porche. Comienza la faena y los golpes del hacha retumban por toda la aldea. En tratando de desprender algunas hojas, anchas y gruesas, secas y duras, descubro que hay ramales que pueden caer sobre la casa. Detengo la operación.
Persiste la lluvia, tiempo nublado, brama el río, tamborilea el agua en las caídas de las canales. Sombras y letanías letárgicas hasta en el canto de los pájaros. Brumas de silencio se imponen en las montañas, y arrebujados en sus trapos mojados pasan los nietos de Avenildo arreando los becerros.
Desayunamos, luego mi esposa y yo nos ponemos a estudiar cómo derribar el árbol. No es tan sencillo y se puede provocar una catástrofe si no se controla la caída. Hay barandas, hay un pino y un rosal, están las propias canales, la cerca y el techo. Y ya yo con el hacha le he sacado un buen bocado al tronco. Nos preocupamos. Entonces aparece un hombre descomunal, rechoncho, rectangular, de unos doscientos kilos de peso, con la camisa abierta y un gran crucifijo en el pecho, de caminar cambembo y de hablar recio; éste, junto con el vecino Baudelio se asoman y dicen ser hachógrafos de altura, y que nos pueden echar una mano. Nos ponemos todos manos a la obra, Baudelio engarganta el lazo en lo más alto de una de las ramas y el señor Reinaldo con harta precisión comienza a dar hachazos. En habiéndose tronchado lo suficiente, procedemos a dar templonazos hacia la entrada de la camioneta. Pronto vemos desmoronarse dos sólidas columnas que caen de platanazo. En eso llega Avenildo con la motosierra y en cuestión de minutos consigue sacar más de veinte rolas.
Al desmelenar el guamo, se colecciona un buen promontorio de hojas que María Eugenia se encarga de llevar a la parte baja del patio. Cristián nos hace el trabajo de pasarle la guadaña a la grama, pero troncha una de las matas de rosas y María Eugenia casi se pone a llorar, "- Qué lamentable", dice, y lo repite: "-qué lamentable".
Bajan las tres grandes vacas de Neptalí y él un poco más atrás, muy rápido, casi tapándose la cara con un trapo y mirando hacia la escuelita.
Nos visita el señor Juvencio, tío de Avenildo, y María Eugenia le enseña la casa, el huerto, las buenas rolas que hemos sacado del guamo.
Tarde de perra: preparándole la comida a la señorita de la casa, que siendo lo que es nunca tuvo un novio ni una aventura loca. La esterilizaron siendo casi una niña, y antes de que regresemos a Mérida hay que dejarle una buena reserva de comida, unos cuarenta kilos que su dueña se los deja muy bien envasados en el refrigerador. Y nos ponemos en marcha porque mañana encenderemos la estufa, de modo que nos toca preparar la leña, pelar unas cuatro manos de cambur verde, trocear unos cuatro kilos de bofe, dos kilos de arroz picado, unos cuatro kilos de desperdicios de pollo, además de ponerle las especies y los condimentos como orégano y muy poca sal (como conservantes), como ella lo merece. Mientras estamos en esta tarea nos acompañan, por supuesto, la señorita Solita, y también la vecinita Lucía Valentina quien a cada momento me está pidiendo un trozo de bofe para dárselo a la perra. Esta es una dura tarea que se hace con todo el amor de este perro mundo. Bufamos, se nos hinchan los dedos troceando la carne, buscamos la inmensa olla, acondicionamos el depósito del agua, y luego vendrá el encendido de la estufa que requiere todos unos pormenores no me menos exigentes y de cuidado.
Al llegar la noche estamos hechos polvo, buscando el lecho para que nos lleve Morfeo a donde quiera, que no es dormir lo que uno busca sino dejar que la trajinada huesamenta busque acomodo en el nicho especioso de la nada.
Domingo 15-8-21:
6:15… ha llovido toda la noche, y por horas estuvimos oyendo el chorro que cae de la canal, y con el fragor del río nos sentimos como en la inmensidad de un estero. Y hoy nadamos en una gasa que envuelve la montaña, desleído el verde por los paletazos de la bruma, asomándose a lo lejos guiños luminosos en el pasto. De entre esa bruma imagino la estampa danzarina de una de esas mujeres desnudas de Reverón o de Monet.
Ahora ha escampado y sólo se escucha el cantar de los pájaros.
La perra golpea la puerta para entrar y saludar a su dueña.
Hay tanto que hacer en el campo, claro, los poetas lo engrandecen con sus bucólicas églogas, Horacio y Virgilio, pero entre las inmensas bellezas de sus encantos esto es duro. Todo hay que sacarlo de la tierra, del cuidado de los animales, y no hay descanso de sol a sol. Hay que buscar la leña, echar hacha sin pausa, como sin pausa desyerbar, tragar humo toda la vida frente a un fogón, tomando en cuenta además que la atención de cualquier siembra requiere diaria atención, con el peligro de que se pierda por la maldición de los químicos que traen en sí la propia plaga. Los caminos destrozados, sin gasolina y el transporte tan caro y a la final tener que vender las cosechas a los canallas agiotistas por tres lochas. Cuando ataca alguna enfermedad hay que tratarla cómo se pueda, con bebedizos y remedios caseros y en casos graves atenerse a que aparezca una ambulancia para el traslado a la ciudad. Los gusanos, las moscas, las ratas, las hormigas, las culebras, los alacranes y escorpiones, murciélagos, zancudos y gorgojos. El sol quemante o los aguaceros interminables: charcas, caminos anegados, derrumbes y deslaves. Por aquí la gente anda en harapos, por lo cara que se ha vuelto la vestimenta y los calzados, tomando en cuenta que un campesino por estos lares no vale nada sin un par de buenas botas de caucho.
Bonito resulta el campo para la gente de la ciudad que sólo viene a pasarse unos días con todos los alimentos y comodidades traídos de la ciudad, a hacer excursiones y a disfrutar del paisaje. Vivir aquí es otra cosa. Me viene a la mente los que escogieron retirarse a la selva como Horacio Quiroga quien se puso a producir naranjas, a Jean Marc De Civrieux aprendiendo el maquiritare por el Orinoco, a Rimbaud en África, al personaje Kurt de Conrad en EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS.
Persiste la lluvia. Arreglar cosas en un maletero y encontrar tantas cosas perdidas. Yo recuerdo haber guardado en algún lado un bello puñal que compré en Toledo, España, con empuñadura de cacho de venado, y alguien debió enamorarse de él porque no lo vi más nunca. Pasa una bella niña en la mula de Juvencio. Luego el jeep de Roco, rojo y descapotado, un willis recio y eterno. En ese willis hasta vacas han cargado. Roco es el que hace viaje de Canaguá a la Coromoto, pero no es nada barato lo que pide por un traslado. Se escucha algo parecido al motor de un avión, y paramos la oreja, y no sabemos si es que más bien la quebrada está muy crecida. Pocos años tan lluviosos he conocido como este.
Se aparece por allí Ángel que estaba en el pueblo atendiendo a unos seminaristas, y María Eugenia le recibe con un buen consomé de pollo. También el consomé alcanza para Lucía Valentina. Luego nos vamos al patio a ver si es posible coger señal para la televisión moviendo la antena. Fracaso total.
Deja de llover y la tarde se pone tierna y amable, como si la tierra lo llamara a uno, como si nos hablara o cantara, o arrullara. Esa tierra tan gloriosa que algún día será nuestra morada, con tales encantos que conmueven el alma. María Eugenia dice que le apetece esta noche quedarse afuera mirando las estrellas. Se va aclarando el cielo, y a medida que oscurece comienzan a verse algunos luceros. La perra se escapa y coge hacia las alturas de los Mora; María Eugenia se preocupa y comienza a llamarla, y es inútil porque a ella no hay cosa que más le encante que la noche. Arrabalera. Se asoma una picuda luna envuelta entre caracolas negras, salgo al camino y veo a un Sancho subir con sus becerros y entramos en conversa: me cuenta que con las lluvias las gallinas poco ponen, que de 36 que tiene sólo tres le están dando huevos. Además, que las gallinas están soltando las plumas y para volver a poner hay que esperar un tiempo. Que el queso, bueno, que es con lo que se está defendiendo en este momento. Sancho sigue su marcha y con una vara sigue arreando a sus animales. Subo un poco más y distingo en medio de la oscuridad al señor Juvencio quien baja con su hija y dos nietos. Hablan del frío, de mi perra que se ha ido a dar un paseo, de la mula de don Juvencio que está mansita y suelta en la pradera, haciendo de las suyas. Van a pie hasta su casa, allá al fondo del camino, cerca de don Antonio Rojas. El frío me regaña, me devuelvo a la casa que está calientita por el calor de la estufa.
Nos ponemos a jugar scrable un rato, y luego a leer. Aquí en el campo he leído la novela "El hombre fulminado" de Blaise Cendrars, "Las vidas de Miguel de Cervantes" de Andrés Trapielo y "Remembranzas" de Andrés Brito, además de revisar y transcribir numerosos artículos de mi hermano Argenis