Aquella última cena con Juan Félix Sánchez…

Fue el 6 de septiembre de 1994, cuando recibí una llamada de San Rafael de Mucuchíes. Me hablaba un niñita: "-Mire, que de parte de mi tío Juan Félix Sánchez se le recuerda que debe asistir a las fiestas de la Virgen de Coromoto, las cuales serán el día jueves, 8 de septiembre, a las 11 a.m….".

Anoto lo siguiente en mi DIARIO: 8 -9 -1994: Hoy he salido para San Rafael de Mucuchíes, para cumplir con la invitación que me ha hecho el Viejo (JFS). Nos preparamos en nuestro carrito Lada para hacer el viaje. Me acompañan, mis hijas María Alejandra y Adriana, mi esposa María y el poeta Pedro Pablo Pereira. Yo había hecho una formal solicitud al decanato de Ciencias para que me permitiera llevar un camarógrafo de TV-ULA y firmar estas fiestas religiosas. La solicitud fue aprobada, pero a la final no cumplieron, como suele suceder. Pero no ha pasado nada, cumpliremos haciendo mi pequeño trabajo recogiendo una nota para la historia. Me quedó muy mal el señor Freddy Criollo.

Llegué al pueblo de San Rafael a eso de las 11:15 a.m.; y enfilé hacia la casa paterna de Juan Félix, no ya hacia el desvencijado rancho de Epifania en el que solía visitarlo, aquel refugio cerca del cementerio, al lado de una cochinera. Aquel ranchito hundido, muy agachado, ubicado casi en un hueco, con un pequeño alero de zinc sostenido con delgadas vigas de cínaro, con paredes renegrecidas por el humo de cien años de trabajos en un fogón tan grande como la cocina. Pues bien, seguimos de largo. Cuando pasaba por la plaza, encontramos a nuestra derecha, el desolado espacio de la Iglesia, cerrada, de modo que la fiesta en nombre de la Virgen de Coromoto, sagrada para Juan Félix Sánchez, debe ser una actividad bien profana, bien apartados de los ritos oficialistas de los curas del páramo. Bendito sea el Señor.

Apenas cogimos en dirección a la capilla de piedra (un monumento inferior al construido por Juan Félix en el Tisure), de lo más fabuloso que tiene Venezuela, comenzamos a escuchar el tronar de los morteros. Juan Félix lo es todo en los andes venezolanos.

Ya en la capilla, pregunté por el viejo y me dijeron "-está en su casa"; y este simple anuncio me hizo sentir que el viejo estaba emprendiendo un cambio importante en su vida: "¡él al fin en su propia casa!". Por primera vez lo iba a visitar en lo que fue el hogar de sus padres.

Rondaban muchos turistas por el lugar; el sector del estacionamiento que se encuentra al lado de la Biblioteca estaba atestado de carros; había un enjambre de personas con cámaras por los alrededores de la capilla: gente de Caracas, gente de Oriente, de Barquisimeto.

Al entrar a aquella casa solariega, que fue el centro durante años de una gran disputa jurídica entre la Gobernación del Estado y JFS, pude apreciar algunos cambios notables; una fuente de agua en la pequeña sala que da hacia el patio central la habían remodelado, ensanchándola, algunas paredes se veían recientemente frisadas y alguna que otra puerta desprendían olor a pintura. Se oía música típica de los andes de un grupo de ancianos, que tocaban polkas o valses en el corredor; lo componían tres robles de casi cien años cada uno, con ropa limpia muy bien planchada. Me topé con la señora Gloria Pargas de Gutiérrez (presidenta de la Casa JFS), quien me abrazó calurosamente. Allí en el patio estaba el viejo, en silla de ruedas, acompañado del cura que oficiaría la misa, el famoso padre Alfonzo Albornoz, un hombre legendario, muy inteligente, que a decir del pueblo fue mujeriego y empedernido bebedor de miche callejonero. Al Viejo le brillaban los ojos de la alegría, pese a estar muy malo de las dos piernas, producto de un antiguo trastorno de la rodilla izquierda y ahora resentido con la reciente fractura en la pierna derecha; lo encontré sin embargo muy saludable, el rostro fresco, y como dije con la mirada más viva que nunca, parlachín y con muchas ganas de pasarla bien con sus amigos. En el momento que me acerqué para saludarlo, Juan Félix le estaba soltando al padre Albornoz, no sé por qué motivo, un dicho que yo nunca había escuchado: "Gente que se confiesa y reza no sale de la pobreza", a lo que padre Albornoz celebró soltando la carcajada y diciendo "-quién los manda…".

Luego que el Viejo me reconociera con su mirada de águila, nos pusimos a hablar sobre el asunto de su casa, y me contó de entrada que todo se hallaba igualito o peor, pero que ya no lo sacaban de allí ni en peso, aunque se sintiera todavía como un extraño en lo que era suyo. Que Manuel de La Fuente había estado propalando por Mérida, en declaraciones por la radio, que él (Juan Félix) era millonario, y que no le hacía falta andar con tanta alharaca por el asunto de una casa vieja. Y el viejo, sonriendo con malicia, me decía: " - Y si soy millonario, eso no es cosa que a él le importe. Lo que es mío es mío, y en lo de él yo no me meto".

Me preguntó que tenía tiempo que no leía mis críticas al gobernador y le conté que ya no tenía dónde publicar mis barbaridades por las medidas tomadas por el obispo Baltazar Porras quien sacó a Eurípides de la Dirección de El Vigilante para que yo no siquiera escribiendo, que ya no tenía tribuna donde encaramarme para gritar. Y llegamos a la conclusión, entre risas y bromas, de que el obispo Porras y el gobernador eran la misma cosa.

Por cierto que el padre Albornoz, refiriéndose a Porras, me dijo: "¿Dónde ha visto usted un político de partidos que sea sincero?"

El enjambre de turistas interrumpió nuestra sabrosa conversación. Un señor gordo, de unos sesenta años, andaba repartiendo fotocopias de una nota de prensa del diario El Impulso en el que se reseñaba el asunto del desamparo en que se encontraba Juan Félix; se presentó como Maximiliano Pérez, gerente de una compañía de bienes-raíces. Me propuso que echáramos las bases de una Fundación con el nombre de Juan Félix y me pasó un fajo de papeles donde le dedicaba líricos pesares al "solitario hombre de los páramos andinos".

También me salió al paso un estudiante de arquitectura, de la Universidad Simón Bolívar, y quien formaba parte de un proyecto para estudiar y realizar obras de arquitectura tradicional para la zona del páramo; me pidió que me comunicara con el coordinador de su proyecto, el señor Luis Pacheco.

Ya era la hora de ir a la misa y se quemaba pólvora en la entrada de la capilla. La densa bola de humo se veía desde el hueco del patio, cuando un joven tomó la silla de ruedas y se llevó al viejo para que dirigiera el acto en la capilla.

La capillita estaba adornada con flores y en el altar estaba la representación viviente de los indígenas que se aparecieron a la Virgen de Coromoto y que la formaban un grupo de niños en guayucos, con plumas en la cabeza y que iban descalzos. La Virgen de Coromoto, en el nicho principal, estaba representada por una escultura en madera hecha por el mismo Juan Félix. La sala se llenó y hubo mucha gente que no pudo entrar. En la primera fila se sentaron el señor Liborio, amigo de infancia de Juan Félix y más viejo que éste, la señora hija de don Liborio, Epifania, la señora Cruz, la señora Gloria de Gutiérrez y María Fuentes, mi esposa.

El padre Albornoz habló con voz muy gruesa y sonora, procurando que Juan Félix formara parte del ritual de la misa. En realidad el viejo, cuando no escuchaba bien veía a los lados, se persignaba y seguía con devoción la ceremonia religiosa. Allí, en su silla como un sabio o profeta, verdadero señor y santo del lugar, miraba a uno y otro lado, satisfecho de aquella actividad que se venía cumpliendo desde hacía décadas en su capillita.

De aquel famoso "Grupo Cinco" que durante mucho tiempo estuvo acaparando a Juan Félix para hacer negocios y promocionarse como personajes cultos y notables, ni uno solo apareció en esta ocasión; de la gobernación, gracias a Dios nadie se presentó. Tampoco hubo presencia de los llamados grupos de la Cultura de San Rafael, que representaban la Casa de la Cultura (que ocupaba la vivienda del viejo). Ni Pocho, ni Omar Monsalve. Mucho menos Alfredo Planchart, mucho menos Álvaro, el abogado de Juan Félix, como tampoco Virginia de Betancourt.

¡Qué fue de tanto infante de Aragón... de tanto galán...

Epifania apareció con el rostro adolorido y tosiendo mucho. El padre Albornoz habló de la poca religiosidad de la gente de San Rafael, pues allí en la capilla la mayoría de la gente había llegado de Mérida, invitada por Juan Félix, además de turistas que se detenían a curiosear y entretenidos con los estruendos que provocaban las explosiones de mortero. Concluida la misa, se hizo la procesión recorriendo la cuadra donde se encuentra la capilla. Al son de los disparos de morteros que anunciaban la procesión, la gente se asomaba a puertas y balcones. Una hermosa escena que recordaba tiempos pasados. Casi nadie sabía en San Rafael de qué se trababa la fiesta. Los campos floridos, los barbechos amarillos iluminando las lomas frente a la capilla; brillante mañana en la que soplaba una agradable brisa, no muy fría. A lo lejos podían verse, en las partes altas, grupos de ovejas pastando: las ovejas que le dan vida al trabajo de los tejidos, a las mujeres que escarmenan e hilan. Distintos parches de vivos colores cubrían las serenas montañas.

Regresó la procesión a la capilla, se repuso a la virgen en su nicho de piedra, y el padre cerró el acto con una ceremonia muy sencilla. Se lanzaron vivas a la virgen de Coromoto, se hicieron votos por la salud de Epifania y porque el gobernador le devolviera por fin la casa a Juan Félix en los términos legales exigidos. En una bolsa de plástico blanca, el padre Albornoz recogió todos los enceres utilizados en la misa.

Volvimos a la casa del viejo. Los músicos se instalaron en el corredor. En la cocina, que se encuentra a un lado de la entrada principal, el aroma acre de la leña se metía por todos los rincones; el humo hacía arder la garganta; enormes ollas contenían el sancocho para la ocasión, abundante comida para todos los presentes, que había sido comprada por la Casa de la Cultura Juan Félix Sánchez, de Mérida: carne de res y pollo, arroz, ensalada; pan de trigo con anís, hecho por Epifania. Los niños corrían del corral a la cocina, llevando ramas para el alimentar al fogón. Deambulaban por allí un gatito espelucado que los niños trataban de meter en la fuente que se encuentra en la entrada; un loro al que Epifania le daba chupetas y la pícara se las comía con sus propias garras, saludaba con el balancín de su cabecita a los comensales; varios pollos picoteaban desperdicios dejados por los muritos de piedras que había a los lados del patio. Juan Félix y Epifania viven en su casa, con siete miembros más de su familia, los cuales les cuidan. Por esta razón dice el gobernador que no quería devolver la casa Juan Félix, porque esta gente alegará en el futuro luego derechos sobre la misma. Juan Félix me insistía ese día, que eso no era problema del gobernador.

La música animaba los cuerpos, de modo que Liborio y Epifania se entusiasmaron y salieron a bailar: una pareja que en edad suma más de ciento setenta años enlazados en linda y rumbosa contienda. Liborio con mucho ritmo y zapateo bailó también con su hija y con la señora Gloria de Gutiérrez. Se libaba miche, el padre Albornoz llenaba con su voz alegre la sala y preguntaba al viejo que si le daba permiso a Epifania para bailar con él.

Luego se pasó al comedor el cual se encuentra haciendo frente a la cocina, donde se halla una enorme mesa con espacio para dieciséis comensales. Era el acto final de las ceremonias en nombre de la virgen. Juan Félix encabezó la mesa. Epifania que se colocó a su lado y acercándosele al oído, le recordó que debía quitarse el sombrero. El viejo se quitó el sombrero y comió bien. El padre Albornoz que estaba a mi lado, me dijo: " -Vea usted, qué buen diente tiene el viejo". En realidad, luego de liquidar el hervido, pasó al seco donde arrasó con el arroz, la ensalada, un buen trozo de queso ahumado y carne desmechada. Todo en honor de la virgen. El señor Liborio también hizo lo propio, y con sus dientes, no postizos, royó varios trozos de maíz tierno, dejando florecientes tusas sobre varios platillos. Aquellos robles no volverán, porque el ambiente y los tiempos no están para que prosperen entre el hormigón y la contaminación….



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José Sant Roz

Director de Ensartaos.com.ve. Profesor de matemáticas en la Universidad de Los Andes (ULA). autor de más de veinte libros sobre política e historia.

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