No es difícil comprender cómo el cuidado amoroso y educado hacia un recién nacido es el punto de partida para una vida satisfactoria y exitosa. En ese trayecto fundamental de los primeros años, la nutrición es la materia prima para garantizar la formación de un cuerpo saludable y un cerebro plenamente funcional y activo, mientras el amor aporta su cuota en el bienestar y la confianza. Cuando estos elementos están ausentes, se genera un deterioro irreversible capaz de comprometer no solo las funciones orgánicas y la formación de un esqueleto sano y fuerte; también las capacidades intelectuales y la visión de sí mismo.
Por esta razón se podría afirmar que las naciones en donde impera la corrupción, regidas por gobiernos capaces de privar a la población de los recursos mas elementales para su supervivencia -Guatemala es el mejor ejemplo- son países distópicos. La distopía se caracteriza por ser una realidad que transcurre en términos opuestos a la utopía, representando un futuro indeseable para una sociedad hipotética. Es decir, un camino hacia la destrucción de sus fundamentos humanos. Es posible señalar a Guatemala como el ejemplo representativo de esta condición peligrosa, ante datos tan esclarecedores como ciertos indicadores de desarrollo social que la sitúan a la cola de las naciones. Entre ellos, su escandaloso índice de desnutrición crónica infantil -49.8 por ciento, es decir uno de cada dos niños- o el cociente intelectual promedio para la población guatemalteca, situado en 47.72 puntos, cuando el promedio mundial gira entre los 85 y 90 puntos. A esto se debe añadir que la población de este país presenta la estatura más baja a nivel mundial (The Lancet) y se encuentra en el lugar 142 de entre 195 países en el Índice de Seguridad Global en Salud.
Esta situación lleva a Guatemala hacia un futuro distópico garantizado. El trabajo fino, la trama perversa cuyos efectos se plasman en esos terribles indicadores, tiene una identidad reconocible: la cúpula económica de carácter colonialista de esa rica nación centroamericana. Desde el corazón de la organización empresarial, convertida en un cártel explotador, surge ese cuadro de miseria y corrupción que ha colocado a ese país en una ruta certera hacia el fracaso. Las consecuencias están a la vista en decenas de miles de guatemaltecos que prefieren arriesgar la vida y emprenden el camino hacia el norte, sin garantía alguna de éxito.
Desde el retorno a la democracia sus gobiernos, sin excepción alguna, han obedecido fielmente los mandatos de las cúpulas económicas -respaldadas con fidelidad por un ejército alejado de su naturaleza- y se han dado a la tarea de socavar la institucionalidad para convertir a Guatemala en un territorio controlado por los cárteles de la droga y un sector político venal, divorciado del mandato constitucional. Dados los indicadores vergonzantes en donde se evidencia el profundo deterioro de este país, se puede colegir cuanto esfuerzo requeriría volver a situarlo en la ruta del desarrollo.
La estrategia del sector dominante ha tenido un impacto indiscutible en la consolidación de un sistema tan eficaz. Cada cuatro años, la población de Guatemala elige a un individuo -ya destinado a ocupar su primera magistratura- elegido en el corazón del poder económico y lanzado a un circo electoral de mentiras. Corren así las tácticas más pedestres para atraer a los electores, quienes han sido bombardeados por las viejas consignas de la Guerra Fría y la machacona insistencia en una visión racista y discriminatoria para mantener latente la división social. Es decir, los hilos se manejan desde los despachos herméticos del poder económico y la ciudadanía -gracias a una efectiva política estatal de obstrucción de la educación- termina por ceder ante la fuerza de campañas millonarias y ofertas oportunistas.
La educación, como ya se ha repetido en tantas ocasiones, es indeseable para quienes detentan el poder. Por ese motivo tan evidente es que gobiernos como el guatemalteco secuestran los programas educativos y escatiman fondos para el desarrollo de su infraestructura. En el fondo, se trata de convertir a las nuevas generaciones en un recurso económico más.
Cuando gobierna el capital, la ciudadanía se convierte en un activo más.