(Escribí este texto en diciembre de 1994, sin publicarlo, muchos años antes de la invasión de los aparatos inteligentes que hoy se mantienen en manos de niños y niñas.)
El maravilloso balancín de madera en forma de caballito, sobreviviente durante siglos y transformado en el símbolo de la niñez protegida, no logró sobrepasar la frontera del siglo veinte.
Los avances de la tecnología también tienen sus bemoles. Presentan a veces ese lado oscuro, barato y populachero propio de los objetos de consumo masivo, que deriva de la necesidad de extender su campo de influencia hasta los rincones mas escondidos de la sociedad del mundo civilizado.
Los juguetes, por ejemplo, muestran esa característica en forma sumamente ilustrativa. En especial, cuando intentan comunicar los secretos de la ciencia en un lenguaje adaptado a la total ignorancia que sobre esos niveles de conocimiento manifiesta un público lego, ávido de sorpresas.
Las antiguas muñecas-mascota que servían de compañía a las niñas y les permitían construir un mundo fantástico alrededor de seres inanimados de trapo, plástico, cerámica o madera y que tenían la gran virtud de conformar una familia obediente y subordinada, se han ido transformando en mujeres adultas, sofisticadas y llenas de complicaciones; bellezas convencionales que cumplen perfectamente el requisito de representar el consumismo en su más pura expresión.
Rodeadas de mansiones de varios niveles, automóviles de lujo, estolas de piel, joyas, canchas de tenis y hasta novio, las muñecas-fetiche de hoy poco a poco van transformando el simple juego en una costosa carrera de obstáculos y en una competencia feroz, que sirve -¡vaya ventaja!- como entrenamiento para la futura vida en sociedad.
Cuando la muñeca no se transforma en una chica de portada de revista, entonces se vuelve una nenita tonta que repite incansablemente frases en inglés a través de una grabación, o -como acaba de aparecer en el mercado- en una niña que comunica a través del teléfono una serie de ideas insulsas.
Las muñecas actuales no son más aquellas figuras silenciosas y aguantadoras de malos tratos. Ahora son ellas quienes dictan las normas y plantean problemas específicos como el racismo, la sexualidad, los problemas de salud o la falta de cariño. En realidad, se erigen en réplicas convenientes de la mamá, que termina delegando en ellas una parte de su tarea formativa.
Lo que se está perdiendo en el ínterin, es la cualidad lúdica de esos objetos tan preciados por los niños. La incorporación de tecnología en la fabricación de juguetes ha provocado una lamentable atrofia de la facultad infantil de desarrollar una creatividad sin límites, ya que cada vez requiere de mayores estímulos. La diversión pura, la capacidad de abstraerse del entorno y penetrar de lleno en un mundo íntegramente creado por y para su propio placer, se ha contaminado con un absurdo universo de elementos inventados por adultos para alcanzar objetivos mercadológicos muy precisos, en los cuales no están incluidas las ilusiones infantiles.
El sexismo, que en las últimas décadas ha sido duramente combatido por los grupos feministas en lo que se refiere a la industria del juguete y que supuestamente había ganado algunas batallas a nivel mundial, en nuestros países se encuentra en franca retirada.
Los estereotipos se manifiestan y se ratifican en las estanterías de las tiendas, donde lo único que falta son letreros que indiquen: "niños" y "niñas". Y el mensaje para cada uno se adecúa a los valores vigentes de la sociedad tercermundista con su connotación de anhelos frustrados y arribismo.
Los objetos para jugar -ya que es contradictorio llamarlos juguetes- satisfacen una amplia gama de pasiones humanas y no dejan mayor espacio para el ejercicio de su labor fundamental, que es tan simple como facilitar el desarrollo adecuado de la personalidad del niño o la niña a través del juego, permitiéndole compartir experiencias y adquirir nuevas habilidades.
Esta incapacidad de los adultos para resistirse a entrar en este juego, se profundiza en la medida que los enfrenta a sus propias limitaciones. La adquisición de regalos para sus hijos pasa por una serie de etapas de evaluación, que podrían describirse en términos generales como: posibilidades económicas (o cuánto podrán gastar en cada uno); equilibrio en el tamaño y valor de los regalos entre todos los hijos, para que nadie se sienta relegado; si las finanzas lo permiten, comprar todo lo que los padres hubieran querido que les regalaran cuando eran pequeños; si no lo permiten, entonces elegir las versiones baratas de los juguetes caros que tendrán los vecinos.
En ninguna parte aparece el análisis de lo que es mejor para los niños, o lo que les podría hacer más felices con un mínimo riesgo de deformar su esquema de valores. En resumen, se efectúa una operación calculada entre la satisfacción emocional y social de los padres y las exigencias de la comunidad infantil, ya completamente manipulada por la publicidad.
El maravilloso balancín de madera en forma de caballito, sobreviviente durante siglos y transformado en el símbolo de la niñez protegida, no logró sobrepasar la frontera del siglo veinte. Fue vencido y descuartizado en una batalla desigual, por una barbie desabrida y tiesa, por un nintendo enajenante y solitario, por unos estridentes carritos motorizados que imitan lo peor de la realidad y por toda una montaña de objetos que sustituyeron la imaginación por un par de baterías alcalinas.