Impresionan la crueldad, la estulticia y el cinismo de Dina Boluarte, la mujer que, respaldada por la clase económicamente dominante del Perú, ha abierto la compuerta de la violencia extrema en contra del pueblo peruano. Ya son más de cincuenta los manifestantes asesinados a sangre fría por las fuerzas armadas, cuyos elementos pertenecen a la misma clase marginada y empobrecida que reprimen. Los discursos de Boluarte, cargados de odio y mentiras, representan la debilidad común a las oligarquías latinoamericanas, cuya respuesta a las demandas de justicia y equidad son siempre las balas.
En Perú se repite el esquema del doble rasero impuesto por Estados Unidos a todo nuestro continente: sus discursos por la democracia y la libertad naufragan en cuanto el fiel de la balanza se inclina hacia la elección de gobiernos progresistas, cuyas propuestas se alejen de los intereses del imperio y sus multinacionales. El destino de los países del tercer mundo está condicionado por ese parámetro neoliberal que les impide superarse, porque la superación y la independencia significan una reducción de los privilegios de quienes dominan el planeta. El mejor ejemplo de ello es el circo del Foro Económico Mundial en Davos, en donde se codea lo mas excelso de la aristocracia económica rifándose con mucho estilo el porvenir de los pueblos mientras se reparten, entre ellos, la riqueza ajena.
La guerra declarada en el Perú no escapa a ese esquema. Boluarte, la gran traidora, es solo una pieza del rompecabezas y su patético papel se define por acatar ciegamente los dictados de la cúpula económica de su país. Lo mismo sucede en otras naciones latinoamericanas, en donde el olor a colonialismo satura cualquier iniciativa por imponer un modelo más humano, rescatar el beneficio por la explotación de sus riquezas naturales y respetar la autonomía de sus pueblos originarios. El gran enemigo es, en definitiva, el sistema instalado por obra y gracia de un imperio que también, por su parte, está lleno de fisuras.
Los muertos por la violencia en las calles de las ciudades peruanas constituyen una evidencia de la debilidad del gobierno y del descrédito de sus autoridades. La ciudadanía exige mejores condiciones de vida y eso, tanto en el Perú como en todos nuestros países, es una demanda cuyas consecuencias van desde la represión más extrema hasta la instalación de una dictadura, tal como sucede en estos momentos en el país andino. Los instrumentos para consolidar a esos gobiernos represivos extienden sus tentáculos con una eficacia sorprendente, creando una cúpula de silencio alrededor de las atrocidades cometidas por los dictadores, en este caso por los excesos cometidos por las fuerzas armadas bajo las órdenes de Dina Boluarte. De esa guisa, se instala el silencio cómplice de organismos internacionales supuestamente creados para defender la democracia, la paz y la justicia, elevando los motivos de la infamia como justificación válida para las atrocidades.
En medio de este escenario de violencia, la prensa calla; apaga sus cámaras, vuelve su atención hacia los temas de una agenda mediática impuesta por los países poderosos y deja sus valores de lado para responder a intereses ajenos a su verdadera misión. Lo que suceda en el país sudamericano se cubre de un filtro neutro para no opacar otras campañas mediáticas de interés geopolítico y económico de los países poderosos.
Las demandas de los pueblos son una bofetada imperdonable para las clases dominantes.