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Rómulo Gallegos era un intelectual abrumado por una gama de confusos y atribulados pensamientos pequeños burgueses y con ellos pretendió tímidamente presentarnos un rumbo hacia la civilización, pero con las herramientas morales de un occidente profundamente corrompido. Todo esto lo va a colocar Gallegos en la mente y las aspiraciones de su protagonista, Santos Luzardo.
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Aquel hato Altamira de la novela, hay que verlo como si fuese toda la Venezuela de entonces, y en él aparece el hombre que ha llegado para salvarlo. En los trajines del drama le acuden a Santos Luzardo tantos pensamientos: quizá venderlo, porque, ¿estaría acaso preparado para la obra que se proponía? Venderlo, emigrar, era una manera de salir del problema, era irse del país que él no podía transformar.
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¿Sabía realmente Santos Luzardo lo que significaba sostener y administrar un hato: de qué modo corregir las deficiencias de una industria que había venido pasando a través de varias generaciones sin perder su forma primitiva? Las líneas generales del vasto plan civilizador no podían escapársele; pero yendo a los detalles, ¿podría acaso dominarlos? Desplazada de un momento a otro su inteligencia de aquel espacio ideal de las teorías, por donde hasta allí había discurrido, ¿daría algún resultado positivo aplicada a pormenores tan concretos y mezquinos como tenían que ser los de la administración de una finca de aquel género? Pero aquella tierra se le presentaba como una bella y dulce mujer: buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad.
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Llega y se le presenta el encuentro de Santos Luzardo con aquel guiñapo aguardentoso de Lorenzo Barquero, su primo. A Lorenzo se lo había tragado la barbarie, y aquello fue como toparse con la bestia más degradada, cuando le dice a este ex hombre que había venido a encargarse de Altamira pero fracasa. Le responde Lorenzo Barquero: "–¡Tú también, Santos Luzardo! ¿Tú también oíste la llamada? ¡Todos teníamos que oírla!"
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Y con el siguiente diálogo, arma Gallegos aquella historia:
–Sí. Hace ya algunos años. Yo tendría ocho, apenas. Lorenzo se enderezó bruscamente para replicar:
–¿Yo en tu casa? No habría comenzado todavía la...
–No –interrumpió Santos–. Aún no había estallado la discordia entre nosotros.
–Entonces, ¿vivía mi padre todavía?
–Sí. Y en casa, lo mismo que en la tuya, todos hacían grandes elogios de ti, de tu extraordinaria inteligencia, que era el orgullo de la familia.
–¿Mi inteligencia? –interrogó Lorenzo, como si le hablaran de algo que nunca hubiera poseído–. ¡Mi inteligencia! –repitió exclamativamente una y otra vez, pasándose las manos por la cabeza con atormentado ademán, y finalmente, clavando en Santos una mirada suplicante–: ¿Por qué vienes a hablarme de eso?
–Un recuerdo repentino que acaba de asaltarme –respondió Santos, disimulando la intención de provocar en aquel espíritu envilecido alguna reacción saludable–. Yo era un niño, pero a fuerza de oír cómo te elogiaban todos en la familia y, especialmente mamá, que no se quitaba de la boca un «aprende de Lorenzo» cada vez que quería estimularme, me había formado de ti la más alta idea que puede caber en una cabeza de ocho años. No te conocía, pero vivía pensando en «aquel primo que estudiaba en Caracas para doctor» y no había palabras, modales o gestos usuales tuyos de que oyera hablar sin que inmediatamente comenzara a copiártelos, ni recuerdo haber experimentado en mi niñez una emoción tan profunda como la que experimenté cuando un día me dijo mi madre: «Ven para que conozcas a tu primo Lorenzo.» Podría reconstruir la escena: me dirigiste esas tres o cuatro preguntas que se le hacen a los muchachos cuando nos los presentan, y a propósito de que papá te dijo, seguramente con un orgullo muy llanero, que yo era ya «bueno de a caballo», le respondiste con un largo discurso que me pareció música celestial, tanto porque no lo entendía –¡imagínate!– como porque siendo tuyas aquellas palabras, tenían que ser para mí la elocuencia misma. Sin embargo, me impresionó una de las frases: «Es necesario matar al centauro que todos los llaneros llevamos por dentro», dijiste. Yo, claro está, no sabía qué podía ser un centauro, ni mucho menos lograba explicarme por qué los llaneros lo llevábamos por dentro; pero la frase me gustó tanto y se me quedó grabada de tal manera, que –tengo que confesártelo mis primeros ensayos de oratoria –todos los llaneros, hombres de una raza enfática, somos de algún modo aficionados a la elocuencia– fueron hechos a base de aquel: «es necesario matar al centauro», que declamaba yo, a solas conmigo mismo, sin entender una jota de lo que decía, naturalmente, y sin poder pasar de allí tampoco. De más estará decirte que ya había llegado a mis oídos tu fama de orador.
–Años después, en Caracas, cayó en mis manos un folleto de un discurso que habías pronunciado en no sé qué fiesta patriótica, e imagínate mi impresión al encontrar allí la célebre frase. ¿Recuerdas ese discurso? El tema era: El centauro es la barbarie y, por consiguiente, hay que acabar con él. Supe entonces que con esa teoría, que proclamaba una orientación más útil de nuestra historia nacional, habías armado un escándalo entre los tradicionalistas de la epopeya, y tuve la satisfacción de comprobar que tus ideas habían marcado época en la manera de apreciar la historia de nuestra independencia. Yo estaba ya en capacidad de entender la tesis y sentía y pensaba de acuerdo contigo. Algo tenía que quedárseme de haberla repetido tanto, ¿no te parece?
Pero Lorenzo no hacía sino pasarse las temblorosas manos por el cráneo, bajo el cual se le había desencadenado, de pronto, la tormenta de los recuerdos.
Su juventud brillante, el porvenir, todo promesas, las esperanzas puestas en él. Caracas... La Universidad... Los placeres, los halagos del éxito, los amigos que lo admiraban, una mujer que lo amaba, todo lo que puede hacer apetecible la existencia. Los estudios, ya para coronarlos con el grado de doctor, un aura de simpatía propicia para el triunfo bien merecido, la orgullosa posesión de una inteligencia feliz, y, de pronto: ¡la llamada! El reclamo fatal de la barbarie, escrito de puño y letra de su madre: «Vente, José Luzardo asesinó ayer a tu padre. Vente a vengarlo.»
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Según el argumento de Gallegos, ¿pudo haber sido otra persona Lorenzo Barquero de haberse quedado en Caracas, en la civilización?
-Tú fuiste objeto de mi admiración de niño, me ayudaste después de una manera indirecta pero muy eficaz, pues muchas de las facilidades con que me encontré en Caracas, en mi vida de estudiante y en mis relaciones sociales, fueron obra del aprecio y de las simpatías que allá dejaste y, por último, en punto a dirección espiritual, tengo una deuda sagrada para contigo: por querer imitarte, adquirí aspiraciones nobles.
Entonces Lorenzo Barquero le confirma que se encuentra en el vientre de esa bestia que es sólo muertes, maldición y desolación en los llanos:
-Tú también eres una mentira que se desvanecerá pronto. Esta tierra no perdona. Tú también has oído ya la llamada de la devoradora de hombres. Ya te veré caer entre sus brazos. Cuando los abra, tú no serás sino una piltrafa... ¡Mírala! Espejismos por dondequiera: allí se ve uno; allá otro. La llanura está llena de espejismos. ¿Qué culpa tengo de que te hayas hecho ilusiones de que un Luzardo –un Luzardo, porque también lo soy, aunque me duela– podría ser un ideal de hombre? Pero no estamos solos, Santos. Es el consuelo que nos queda. Yo he conocido muchos hombres –tú también, seguramente– que a los veinte y pico de años prometen mucho. Déjalos que doblen los treinta: se acaban, se desvanecen. Eran espejismos del trópico. Pero óyeme esto: yo no me equivoqué nunca respecto a mí mismo. Sabía que todo aquello que los demás admiraban en mí era mentira. Lo descubrí a raíz de uno de los triunfos más celebrados de mi vida de estudiante; un examen para el cual no me había preparado bien. Me tocó desarrollar un tema que ignoraba por completo, pero empecé a hablar, y las palabras, puras palabras, lo hicieron todo. No solamente fui bien calificado, sino hasta aplaudido por los mismos profesores que me examinaban. ¡Bribones! Desde entonces comencé a observar que mi inteligencia, lo que todos llamaban mi gran talento..., en cuanto me callaba, se desvanecía el espejismo y no entendía nada de nada. Sentí la mentira de mi inteligencia y de mi sinceridad, que es lo peor que puede sucederle a un hombre. La sentí agazapada en el fondo de mi corazón, como debe de sentirse en lo íntimo de la carne aparentemente sana la úlcera latente del cáncer hereditario. Y comencé a aborrecer la Universidad y la vida de la ciudad, los amigos que me admiraban, la novia, todo lo que era causa o efecto de aquella mixtificación de mí mismo.
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Leyendo este párrafo, surge la pregunta: ¿qué tenía que ver la barbarie, los llanos, con lo que aquel hombre realmente era? Su destrozo interior nada tenía que ver con la devoradora de hombres ni con lo centauros. Era un ser falso y débil por naturaleza, y toda esa retahíla del discurso de Gallegos no pasa de ser un pretexto del novelista para completar un renglón al que le faltaba dramatismo novelístico.
Penoso error apreciamos en esta novela, porque se ve evidentemente que nada malo le podían hacer los llanos ni Doña Bárbara a un ser que no tenía fe en sí mismo. Se aprecia que Gallegos se enredó terriblemente en una explicación que nada tenía que ver con el tema que abordaba, con eso de: "en cuanto me callaba, se desvanecía el espejismo y no entendía nada de nada".
–¡Matar al centauro! ¡Je! ¡Je! ¡No seas idiota, Santos Luzardo! ¿Crees que eso del centauro es pura retórica? Yo te aseguro que existe. Lo he oído relinchar. Todas las noches pasa por aquí. Y no solamente aquí; allá, en Caracas, también. Y más lejos todavía. Dondequiera que esté uno de nosotros, los que llevamos en las venas sangre de Luzardos, oye relinchar al centauro. ¡Ya tú también lo has oído y por eso estás aquí! ¿Quién ha dicho que es posible matar al centauro? ¿Yo? Escúpeme la cara. Santos Luzardo. El centauro es una entelequia. Cien años lleva galopando por esta tierra y pasarán otros cien. Yo me creía un civilizado, el primer civilizado de mi familia; pero bastó que me dijeran: «Vente a vengar a tu padre», para que apareciera el bárbaro que estaba dentro de mí. Lo mismo te ha pasado a ti: oíste la llamada. Ya te veré caer entre sus brazos y enloquecer por una caricia suya. Y te dará con el pie, y cuando tú le digas: «Estoy dispuesto a casarme contigo», se reirá de tu miseria y...
Quedaba claro que no se trataba de un centauro lo que Lorenzo Barquero llevaba dentro y al que era necesario matar. Era sencillamente un pobre hombre desde que nació, y el autor le estaba echando la culpa a los llanos, a la sabana infinita de su insuficiencia viril, de su pobreza moral. Qué fácil: "–¡La llanura! ¡La maldita llanura, devoradora de hombres!"
Entonces Santos deduce que realmente, "más que a las seducciones de la famosa doña Bárbara, este infeliz ha sucumbido a la acción embrutecedora del desierto."
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Si esto fuera cierto, a nuestros próceres Bolívar, Sucre, Urdaneta, Mariano Montilla y Florencio Jiménez, se lo habrían tragado la supuesta bestialidad de los llaneros con los que dieron grandes batallas desde 1812, con los que compartían el rancho; con los que se trasmontó el páramo de Pisba y se venció en Boyacá, en Carabobo, en Pichincha, en Bomboná, en Junín y en Ayacucho, y a quienes en diversos momentos de esas grandiosas jornadas les entregó responsabilidades extraordinarias; a los que en definitiva el propio Libertador los llevó al Sur para completar la obra gloriosa de la libertad. Pero aquel miserable de Lorenzo Barquero empinándose la garrafa de licor no hacía sino decir: "–¡Santos Luzardo! ¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!"
Por el contrario, el que aparecía como el "civilista", el "culto" y el Hombre de las Leyes, Francisco de Paula Santander, se revela a fin de cuentas como el monstruoso manipulador, calculador y artista del disimulo y de la cicuta; asesino cruel y bestial político, canalla de sangre fría, que acabará despedazando a la Gran Colombia y convirtiendo con sus prácticas "liberales", a esta parte del Norte de América Latina, en la total representación del palacio de Satanás.
Santander, a diferencia de Bolívar era seguidor apasionado de las modas filosóficas y jurídicas de Europa, de las ideas de Jeremías Bentham (el genio de la estupidez burguesa, como lo llamó Carlos Marx) y del pensamiento que a la postre produjo el "laissez-faire" heredado de Adam Smith, por ejemplo.
Hay que recalcar que todos los partidos latinoamericanos del siglo XIX y parte del siglo XX se fundaron sobre las ideas materialistas y sensuales de Bentham, incluida Acción Democrática, al cual perteneció Rómulo Gallegos.
Muchas frases en Bolívar llevaban una fuerte carga de ironía, sobre todo cuando definió a Santander como "Hombre de las Leyes"; el Libertador también catalogó a la Nueva Granada como una universidad y a Venezuela como un cuartel. Mientras en la Nueva Granada se encontraban los "suaves filósofos", los teóricos, en Venezuela contábamos con los hombres de acción. Esos suaves filósofos –que como decía el Libertador- se creen Licurgos, Numas, Franklines y Camilos Torres, y Roscios, y Ustáriz y Roviras y otros númenes que el Cielo envió a la Tierra para que acelerasen su marcha a la eternidad, no para darles repúblicas como las griegas, romanas y americana, sino para amontonar escombros de fábricas monstruosas y para edificar una base gótica, un edificio griego al borde de un cráter.
Fueron suaves filósofos como los doctores neogranadinos Francisco Soto, Vicente Azuero y Florentino González, imbuidos en las ideas de Jeremías Bentham, quienes dieron la batalla para desintegrar Colombia.