Ese cambio que va, de ser un país receptor de migrantes a ser otro, emisor de migrantes, es una transformación cultural y existencial para la nacionalidad venezolana, más profunda de lo que nos hemos imaginado hasta ahora. En estos veinte y tantos años (lapso que coincide con los gobiernos chavo-maduristas) pasamos de ser el país de la esperanza, la promesa de bienestar atractiva para miles de europeos, chinos, árabes, etc., a convertirnos en una dolorosa nostalgia, una carga familiar resuelta con remesas o unos recuerdos incómodos, de sabor turístico (unas playas, unos paisajes, unas arepas), obstáculos para una asimilación sin rollos en el nuevo territorio que al fin, después de largas y angustiantes diligencias, nos da el derecho para optar por derechos o beneficios que aquí teníamos por el solo hecho de haber nacido. Otros países, como los de Centroamérica, Haití, o colombianos, ecuatorianos y peruanos, ya tienen su propia tradición de emigración, que comprende la planificación en las familias para enviar a los muchachos afuera para que envíen remesas para mantener a los "viejos".
Por supuesto, la causa inmediata de las sucesivas oleadas migratorias venezolanas, que hoy suman más de 7 millones (algo así como más del 20% de la población), es la grave crisis económica y social del país. Pero, para dar seguimiento al fenómeno una vez dado y en otros territorios, también quizás se trate del cumplimiento fatal de lo que esa cohorte de ensayistas de las décadas de los cuarenta y los cincuenta, habían identificado como una debilidad esencial en la identidad del venezolano. Me refiero a conceptos, tal vez simples frases, que apuntaban a una inconsistencia cultural grave, un proceso de "disipación en el aire" de algo que todavía en décadas recientes creíamos más o menos estructurado, tangible, sólido. Las alarmas estaban encendidas hace décadas.
Por ejemplo, la lucecita roja de la noción de "crisis de pueblo" de Briceño Iragorry, quien no se refería a la crisis económica cíclica que sufre el país, debida a los vaivenes del precio del petróleo. Tampoco a las dificultades y pifias de un gobierno en particular. La noción servía para percibir una pérdida insoslayable e irrevocable, de las tradiciones y la autenticidad (con todas las medio sonrisas que pueden provocar hoy en día esos términos) que fueron desplazadas por prácticas y rituales "pitiyanquis", introducidas por (diría más tarde Rodolfo Quintero, con otra intuición importante) la "cultura del petróleo", adquirida en los campos petroleros y proyectada en diversidad de prácticas, desde las arquitectónica y un urbanismo caótico, hasta en los nuevos hábitos alimenticios. Son categorías que apuntaban a objetos como el problema de autoestima que abordaron los psicólogos Maritza Montero y Manuel Barroso, y que ya Uslar Pietri hacía ver, aunque con un sesgo ético, con la clasificación de los venezolanos en vivos y pendejos, a través de su personaje Presentación Campos de "Lanzas Coloradas".
Algo de esa preocupación también se notaba en la anotación de Herrera Luque de que los conquistadores españoles en estas tierras provenían de las cárceles peninsulares; aunque sin reparar, como lo hace Ana Teresa Torres, en que en esa época igual iba a la cárcel un verdadero criminal que un curioso que se haya atrevido a leer cosas pecaminosas o herética, que de la época de la Inquisición hablamos. Otro atisbo fue esa caracterización de mediados de los setenta, de las dos tribus primordiales: los "Tábarato" y los "Damedós", comunidades que desaparecieron con el fin de la "Venezuela Saudita".
Ya hay abundante material acerca de la migración venezolana. Hay artículos científicos, informes de organismos internacionales y hasta tesis de universidades de las naciones receptoras de migrantes (Ecuador, Colombia, Perú, Chile, por ejemplo) que delimitan como objeto de estudio las características de, por ejemplo, la salud mental y física de los venezolanos migrantes. Hace poco tuve la oportunidad de ser tutor y jurado de una tesis (de la hoy doctora en ciencias sociales, Aida Fernández) que exploró la cultura política de los migrantes venezolanos en Chile.
Hace poco coloqué en Facebook unas líneas que desataron unas reacciones que no esperaba del todo. Escribí: "a diferencia de los judíos en su diáspora milenaria, que tenían el mandamiento de estudiar el Pentateuco o la Torá a diario, los venezolanos en la suya, de escasos años, sólo tienen el recuerdo de nuestras fabulosas playas y el gusto por la arepa y, en Navidad, las hallacas. Es una identidad nacional turística".
Las reacciones a esas líneas fueron, desde aquellas que celebraban la debilidad de la identidad nacional, pues ello facilitaba la adaptación e "integración exitosa" en los países receptores, pasando por otras que elogiaban una sensibilidad cosmopolita (al estilo siglo XIX); además de las que (con una visión de aires trotskistas) buscaban en esa pérdida de "nacionalismo", una oportunidad para desarrollar un horizonte "internacionalista". También hubo reacciones jocosas que hasta recordaron los perros calientes más que las arepas. Además, abundantes rechazos a la visión estereotipada y puramente heroica y militar de la historia venezolana, explotada en la propaganda del gobierno. Por supuesto, el endiosamiento a Bolívar salió a relucir como elemento irritante de una supuesta identidad nacional. Habría que aclarar en ese sentido que ya esa labor de humanizar a Bolívar y deconstruir el culto semireligioso a su nombre, ya había sido emprendida por una larga lista de historiadores: Manuel Caballero, Germán Carrera Damas, Herrera Luque, Elías Pino Iturrieta, aparte de Denzil Romero, Ana Teresa Torres, etc. Me parece que en algunas intervenciones se confundía la crítica al chavismo y su construcción estereotipada del venezolano, con la celebración de la negación de la nacionalidad misma. Esto implica un favor gratuito al mismo chavismo, que no puede considerarse, nunca, como única expresión de lo venezolano.
Otras opiniones señalaron que la falta de educación cívica de un sistema educativo, hoy en la indigencia y la destrucción, ha debilitado nuestros sentimientos nacionales. Así mismo, la deformación implicada en la identificación de la música venezolana únicamente con la llanera, obviando otras manifestaciones. Incluso, el hecho, que significa un grave error de las políticas culturales, de que el Sistema de Orquestas Juveniles se dedicó a repetir el repertorio europeo, excluyendo las composiciones de destacados compositores venezolanos, con lo cual se perdió , la oportunidad de su proyección nacional e internacional. el rechazo a la identificación de a música venezolana. También comparaban el nivel de nacionalismo de los venezolanos con los de otras nacionalidades, los colombianos, por ejemplo.
Pero más allá del chat de mi Facebook, hay reacciones que se constelizan con el tema: por ejemplo, la queja de los organizadores de las primarias de la oposición por la falta de interés de los venezolanos, expresada en la escasa inscripción. La queja por la falta de asociatividad de los venezolanos en comparación con migrante de gran tradición, ejemplo: haitianos, dominicanos, centroamericanos. Aunque hay amigos que señalan que tienen información acerca de la formación de organizaciones de venezolanos que brindan apoyo solidario a los paisanos en otras tierras.
En todo caso, existe el dilema del migrante: integrarse definitivamente y asumir una nueva nacionalidad, o mantenerse en las tradiciones, en la gastronomía, incluso en la conexión con iniciativas políticas en vistas a un posible retorno, más allá de aquellos que suspiran por una visita al país en plan, ya, de turistas. Esto no es original. El mismo dilema se le planteó hasta a los judíos en sus milenios de diáspora. También, por un momento, fue el dilema de los movimientos militantes negros en EEUU, o los "latinos", y hoy a los hijos y nietos de migrantes africanos en Francia que han salido a las calles con una violencia inusitada, que indica una exclusión social indignante, más que una vuelta de los bárbaros como sugirió Pérez Reverte, aludiendo a la caída del Imperio Romano por la invasión de las tribus de la periferia de Roma.
Lo cierto es que cobra fuerza la hipótesis de que, en cosa de dos generaciones, gran parte de los millones de venezolanos que se fueron, ya no lo serán más. De que el país habrá perdido un importante capital humano y de que la identidad se va perdiendo si no hay voluntad de mantener las mejores tradiciones, que no se reducen al Dios Bolívar y la música de arpa, cuatro y maracas. Por eso hay que seguir en la brega por cambiar de gobierno. En ello se juega la existencia misma de la nación. Por eso, también, cualquier posición alternativa al desastre actual debe plantearse la cuestión de la reconstrucción de la nacionalidad misma sobre otras bases simbólicas, una reinterpretación de nuestra historia y de nuestra cultura. Se trata de un problema existencial.