La playa esta igualita. Divina y peligrosa. El Cristo vigila desde el mismo lugar. Y el kiosco de venta periódicos bordea la misma esquina. El malecón permanece, tan diminuto, que parece que se fuera a reventar de tanta desidia y de gente encima. Las posadas, antes exclusivas y contaditas, ahora se diseminan por decenas, entre callejuelas de colores. El “muelle” sigue inexistente. El sol tarda en salir, para, a golpe de 10, asaltar las caras y cuerpos casi desnudos. Los tambores resuenan en la noche y el pueblo recobra vida, la tradición y el goce renacen con violencia, con la misma alegría que ha sobrevivido siglos. Que sobrevive al éxodo y a la inmigración. Que sobrevive al burocratismo municipal. Que sobrevive a la ausencia de ideas. Que sobrevive a la indiferencia.
Los lugareños no se andan con remilgos turísticos: “en carnaval vino tanta gente que tuve miedo. No quiero estar aquí en Semana Santa. La gente llegaba y se molestaba porque no encontraba ni donde sentarse. Hay que controlar el número de gente que entra al pueblo”. Menuda aspiración.
Tenía años que no visitaba esa costa. Era nuestro destino predilecto, el de aquella patota preciosa, solidaria e inteligente. “Cuando éramos felices y no lo sabíamos”. Esa costa que es alcabala para llegar a otro pueblo, al del mejor cacao del mundo. Al que he llegado por mar y tierra, privilegio de juventudes y espíritus animados.
La playa sigue ahí, como ya dije, igualita. Pero el río no. La contaminación ha provocado el que para bañarse en sus gélidas aguas, haya que caminar “más allá de la Madre María”. Y es que cada cuadra es un negocio… Y el nocturno malecón, con postes de luz derruidos por el salitre, es una amalgama de nacionalidades que gritan su arte desde una babel tropical.
Para llegar a la playa con nombre de inmensidad, hay que sortear una novísima hilera de restaurantes amontonados, que nos recuerdan la improvisación “buhoneril” capitalina. Únicamente la resaca salada e inclemente te dice que no todo está perdido. Que más allá de la ausencia de controles, más allá de hombres y mujeres que destruyen y construyen, la naturaleza arremete con fuerza, en un intento de mantenerse erguida y digna. ¿Aún no lo sabe? Le digo. Todo eso pasa en Choroní. Estado Aragua…en Venezuela.
*Periodista