La invalidación de las instituciones, mediante violaciones sistemáticas de la Constitución y las leyes, y la transformación del Estado en un patrimonio personal de la camarilla gobernante, es uno de los aspectos más importantes del proceso de daños nacionales de las últimas décadas. Por eso, recuperar las instituciones debe figurar como primera línea de cualquier programa de reconstrucción nacional que guíe un cambio político del país, a través y más allá del 28 de julio. Eso, por supuesto, comprende la lucha por los derechos democráticos, a saber: de prensa, de libre asociación y movilización, al debido proceso, sindicalización y contratación colectiva y demás figuras del derecho laboral, el derecho a la salud, entre otras cosas que se hallan garantizadas en la Constitución. Ese es el único cambio político deseable hoy. Este es el programa de cualquier movimiento popular y democrático que hoy puede levantar la voz.
Por supuesto, han acompañado a ese proceso de destrucción institucional, acontecimientos como la caída del 80% del PIB de nuestro país durante poco más de cuatro años, el incremento de las olas migratorias, los montos a los que asciende el saqueo de los fondos públicos, el colapso del sistema eléctrico, la desaparición de la salud pública y de la seguridad social y el cúmulo de violaciones de Derechos Humanos.
Ese retroceso histórico, esa destrucción neta, que costará mucho esfuerzo y lucha revertir, comenzó por la crisis del sistema político anterior a 1998. En aquel entonces, se convirtió en una oferta electoral, por lo demás exitosa, una nueva Constitución. La necesidad de rehacer el Estado venezolano ya era una necesidad que los académicos, intelectuales y políticos conscientes, habían reconocido. Solo hay que recordar los diagnósticos y propuestas de la Comisión por la Reforma del Estado, designada por Jaime Lusinchi. Desde aquel entonces innovaciones institucionales como la descentralización, las iniciativas legislativas ciudadanas, los mecanismos de participación directas (referendum), la transmisión de competencias a organizaciones ciudadanas, entre otras, se debatían ampliamente en los medios de comunicación. Caldera llegó a proponer una nueva Constitución, antes de ser presidente por segunda vez. Las reformas, largamente maduradas, se comenzaron a aplicar en 1989, con las elecciones directas de los gobernadores y alcaldes. Su relevancia en la historia política del país tal vez se eclipsó un poco porque, ese mismo año, 1989, se produjo aquella "explosión social" que no fue sino la explosión de rabia y frustración de una expectativa ilusoria: la vuelta de la "Venezuela Saudita" del primer gobierno de CAP. La dirigencia esclerosada de AD y COPEI, no entendieron la necesidad de cambiar, ni siquiera para poder permanecer. Se generalizó la interpretación de que aquello significaba un rechazo al neoliberalismo, cuando este ni siquiera la burguesía criolla entendía con qué se comía eso.
Hasta hubo propuestas de una constituyente por parte de Brewer Carías, un abogado del orden bipartidista. Según él mismo, los líderes anquilosados adecos se opusieron. Era la misma dirigencia que conspiró contra CAP junto a los "notables" y unos gerentes de canales de televisión que contribuyeron a aquel clima de fiera antipolítica y antipartidismo. El sistema aguantó la pérdida de AD y COPEI, de las elecciones presidenciales en 1993, porque se logró un delicado equilibrio entre esa dirigencia, el viejo jefe del bipartidismo y un sector de la izquierda, de que le dio un poquito de oxígeno al viejo pacto de élites políticas, gremiales y empresariales, durante el gobierno de Caldera.
Aquí las emociones enredan las cosas y quizás la distancia histórica ayude a descifrar aquellas turbulencias. Irrumpe Chávez en 1998 justo después de la caída de Irene Sáez en las encuestas debido al "beso de la muerte" de COPEI, en un ambiente de intenso rechazo a los políticos, señalamientos de corrupción, crisis promovida por aquel señor de bigotitos que promovía la crítica al "Estado omnipotente" (Marcel Granier). Ya la izquierda, la realmente existente, no académica (esta ya había sucumbido a Foucault y al postmodernismo), había decidido desde los 80, una de dos cosas: integrarse como la patica de repuesto del sistema (el MAS y el chiripero, Alí Primera dixit) o disolverse ella misma "en las masas", en grupos culturales y estudiantiles que levantaban la bandera de la liquidación de los partidos políticos. Este proceso lo vivió la Liga Socialista, algunos de Bandera Roja, el PRV y, a su manera, los diversos grupos trotskistas. Solo quedó el PCV plantado en el leninismo, por razones existenciales y hasta posiblemente geriátricas
La ineptitud aprendida, quizás el temor de perder el control definitivamente, la comodidad del sistema de corrupción que ya era tradición y maña, impidió, como dice Brewer Carías, que los políticos dominantes se hicieran con la bandera constituyente. Chávez, ni corto ni perezoso, la asumió, al mismo tiempo que aceptaba romper con el abstencionismo irredento, asesorado por Miquilena y José Vicente Rangel, que no por esos restos chillones y atrasados de la izquierda con armas de juguete, rituales de barbas y fraseología pseudoanarquista, que se le adhirieron como esos bichitos minúsculos que causan mucho escozor en los testículos, aprovechando su proyección mediática, la del "Por ahora".
De ahí salió la Constituyente como bandera y la Constitución de 1999. Esta recogió casi todo lo que la COPRE y otros académicos habían propuesto. Además, en la onda de la "socialdemocracia avanzada" de Matos Azocar, incorporó amplios capítulos de garantías de derechos sociales. Tal vez la única marca de pretorianismo (olfateable en la consigna "unidad cívico-militar") fue esa disposición que creaba privilegios a la casta militar a la hora de juzgar a los generales mediante un antejuicio de mérito.
Pero esa misma Constitución, que defendió tanto Chávez frente al extremismo opositor que lanzó un golpe de estado y varios intentos de insurrección, le incomodó al propio Comandante, y en 2007 intentó cambiarla, incrustándole diseños de la Constitución Cubana, como todo el tema del "Poder Popular" y demás frases, que lo único que disponían era la concentración infinita del poder en el Presidente, mientras creaban ilusiones acerca de "superar" la democracia representativa. Ya hoy, los mismos sectores que se identificaban con una versión bien intencionada del "Poder Popular", reconocen en sus balances que eso, ni cumplió con sus expectativas, aparte de que, peor aún, se convirtió en un mecanismo de control por la intervención directa del Partido que, por una ñinguita así, es decir, gracias a la resistencia de partidos como el PCV y el PPT, no se convirtió en "único". Menos mal que en la consulta popular fue derrotada aquella propuesta ultracentralista, ultraburocrática, autoritaria y, para remate, sin ninguna claridad respecto al modelo económico, con el galimatías de los "tipos de propiedad".
En todo ese proceso, se evidenció una actitud hipócrita y arbitraria de los actores políticos. La oposición nunca la aceptó, sino con mucho esfuerzo. Por parte del gobierno, mediante el control en los Poderes Públicos, se aprobaron normas reñidas con la lógica democrática de la constitución, por la vía de ciertas leyes que hacían retroceder los avances de las reformas que comentamos. Más adelante, en 2017, se convocó otra "Constituyente", con un modelo corporativista propio de Mussolini y Franco, para enfrentar una disparatada y anticonstitucional insurrección opositora, con llamados a intervención extranjera y todo, apoyada y estimulada por los Estados Unidos, sin ni siquiera cumplir con el requisito de un referéndum consultivo, como ya lo había instaurado el propio Chávez y que cualquier interpretación progresiva del Derecho podía sustentar. Esa "constituyente", ya írrita por la forma en que se convocó, aprobó una Ley "Constitucional" (un sarcasmo conceptual) que violaba la Constitución al permitir al presidente "desaplicar leyes" y establecer un secreto reñido con el principio de control mutuo de los Poderes Públicos. Desde entonces, la Constitución quedó suspendida.
Las violaciones se multiplicaron. Aquí la historia del país se parece cada vez más a la serie de "La ley y el Orden, Unidad de Víctimas Especiales": desapariciones forzadas, torturas y muertes, cierre y bloqueo de medios de comunicación, persecución política, aniquilación del derecho a la sindicalización y la contratación colectiva, desaparición del salario a punta de bonos, etc. Además, una corrupción desbordada como nunca se había visto. Las Universidades con sus elecciones de autoridades suspendidas. En fin: destrucción institucional. Encima, nos cayó la pandemia.
Ahora, presenciamos lo mismo a propósito de lo que debiera ser una rutina democrática e institucional: las elecciones presidenciales. Ventajismo en el uso de los medios, censura, bloqueo de plataformas informativas, persecución política, cierre de humildes negocios porque le vendió unas empanadas a una política de oposición. Pare usted de contar. La constitución ha sido lesionada por delante y por detrás, por el gobierno y por la oposición, por una mentalidad que cree que se trata de meros formalismos "democrático-burgueses".
Claro: a juzgar por las licencias de sanciones por parte de Washington, pareciera que los acuerdos entre el gobierno y EEUU se están cumpliendo. Aunque hay rumores de suspensión por el tema del Esequibo e, incluso, que se inhabilite la tarjeta de la MUD; las encuestas recogen una masiva disposición de participar y votar el 28 de julio. La indignación, el hastío, la rabia, están activando una cultura de participación muy interesante, que ya viene viendo, por ejemplo, en la valentía de los trabajadores de SIDOR que rechazaron varios intentos de represión por parte de la DGCIM y la GN desde hace más de un año, aunque detengan como presos políticos a sus dirigentes, como Daniel Romero.
La bandera de libertad a los presos políticos, a los sindicalistas, a todos, debe ser central. Es la primera medida que marque una reconciliación nacional y el primer paso en el difícil camino de la reconstrucción de las instituciones en Venezuela. Eso es más importante que probar que somos los más "revolucionarios" de la granja y que por eso no vamos a votar. Yo sí lo voy a hacer. Ya saben cómo.