En su libro Tapices de Historia Patria[1] –que para 1982 llevaba cinco ediciones– don Mario asume una posición extremadamente goda, católica y romana sobre el asunto de la conquista; prácticamente no ve lunar alguno en el proceder del conquistador. Don Mario Briceño Iragorry, queriéndose dar ínfulas de “civilizado” mira con desprecio a nuestros indígenas, y dice, por ejemplo, que Guaicaipuro no puede merecer el nombre de héroe, porque “el héroe requiere una concreción de cultura social para afianzarse”[2] (¡cursi, coño!). Jamás tuvo don Mario la menor preocupación por estudiar nuestras tradiciones indígenas, su cultura, las cuales están llenas de hermosos poemas ante los cuales los civilizados resultan verdaderos patanes, genios de la maldad y de la insidia. Por volvernos “civilizados” o “sifilizados” es por lo que hoy se ha procreado tan vasta proporción de locos y violentos “venezolanos”, los más virulentos enemigos de nuestra propia patria.
Don Mario llama románticos a quienes critican a los españoles por su “cruel comportamiento” –porque tal cosa no hubo para él– durante la conquista. Y justifica la presencia de estos señores en América “situándonos más allá del tiempo y contemplando la conquista de América como una nueva ondulación que hacía en su progreso la curva institucional del Occidente, habremos de juzgarla en su conjunto como un hecho cuya legitimidad, si bien no reside en la voluntad del soberano, se fundamentaría en un plan cósmico[3]. ¡Un plan cósmico! Por ese plan cósmico estuvo Venezuela sumida en la esclavitud durante tres siglos.
Los indios para Briceño Iragorry merecían poco o ningún respeto. En su concepto, esta raza no ha dejado casi ningún rastro en la presente generación porque “la sangre aborigen quedó diluida en una solución de fórmula atómica en la que prevalece la radical española” (pág. 41, “Tapices de Historia Patria”). Nuestros indios eran en su concepto lo más atrasado y vergonzoso de América. No hay entre estas tribus –en su modo de ver– “organización político-social, una comunidad continua”, sino seres divididos en parcialidades. Según él, no se llegará a conocer nunca el origen ni la naturaleza de aquellos primitivos pobladores (pág. 42). Agrega también que los caribes eran de vocación germánica, vaya ridiculez; para él eran duros y crueles, comedores de carne humana, fresca y cecinada (pág. 43). Para don Mario, eso de conservar a los indios en su medio, respetándoles sus dioses y sus costumbres, es “como si se organizara un museo de historia natural en plena selva, y maldita la gracia del Olimpo zoológico que llenaría sus templos” (pág. 44). Nuestros indios eran unos “atrasados” que ni siquiera “utilizaban adobes en sus construcciones” (pág. 46). Deberían estar agradecidos de haber sido pacificados por los españoles (pág. 67); habla de la “flecha aleve del indígena” (pág. 71); que a estos infelices se les ofreció la paz y “en nombre del Rey se les redujo cuando de grado no la aceptaron” (pág. 81); que eran “duros de corazón” (pág. 83), poseían ferocidad natural (pág. 85) “y en verdad que eran de poca cabeza los infelices” (pág. 86). Y añade muy ufano, luego de otros tantos adjetivos presuntuosos, que la Encomienda no fue un sistema de explotación, “sino un medio de mejorar la condición de los naturales a trueco de que éstos trabajasen para el encomendero” (pág. 86).
Añade, con alarde colonizador: “Mientras la Madre Patria –¡la tuya, Mario!- realizando el más generoso plan de colonización que jamás ha puesto un estado civilizado al servicio de naciones bárbaras, destruía por imprevisión, sus propios recursos interiores, los colonos de la Nueva Inglaterra limitaban su obra a una tímida expansión que, sin la heroicidad legendaria de los conquistadores españoles, realizó actos de suprema barbarie. Cuando en América española ya florecían universidades y seminarios, en la del norte no habían podido establecer un asiento los inmigrantes sajones...[4]”. Para agregar: “Demás está insistir en la abundancia de motivos que asistían al poblador castellano para juzgar su capacidad social muy por encima de los indios conquistados y de los negros traídos de África” (pág. 107, “Tapices de Historia Patria”). Según él nada tenían los españoles que aprender de los aborígenes. Pero es tan absurdo lo que sostiene don Mario, que transcribir sus opiniones racistas, además de indignarnos nos lleva a perder tiempo y papel. Cree en su augusta sabiduría que es “un imperfecto de conjugar historia” el suponer que la cultura universal hubiera recibido algún beneficio cultural de los aborígenes (pág. 46). Cuando hoy en día sucede todo lo contrario, porque sabios y científicos buscan en la cultura indígena formas de conocimientos y de acoplamiento con el medio natural, sin los cuales es imposible la vida.
Por su parte, el antropólogo Jean Marc de Civrieux, dice que los aborígenes nuestros jamás pegaban ni gritaban a los niños menores de siete años, y que cada niño en las tribus era considerado hijo de todos los adultos. Pegar a un niño significaba en el concepto de nuestros indios, dañarles el “espíritu”. Mucho es lo que nuestros programas de educación pueden aprender de la educación de los aborígenes, pero como esto significa “atraso”, es por lo que estamos comiendo nuestra triste arepa en esta alucinante selva de excremento, maquinas, consumismo y maldición.
Definitivamente además, Briceño Iragorry fue un consumado y fervoroso burócrata, de toda la vida. Nació en Trujillo (Estado Trujillo) el 15 de septiembre de 1897 y murió en Caracas el 6 de junio de 1958. En 1912, en Caracas, ingresó a la Academia Militar donde conoció a Isaías Medina Angarita. Se graduó de abogado en la Universidad de Los Andes en 1920. Nunca tuvo problemas con el gobierno de Gómez por lo que al igual que Rómulo Gallegos, fue docente del Liceo Andrés Bello, del cual llegó a ser director. En 1922 fue Secretario de la Cámara de Diputados, y de 1923 a 1925 se desempeñó como Cónsul de Venezuela en Nueva Orleans. En 1927, fue nombrado Secretario General del Estado Trujillo, y ejerció interinamente la presidencia del mismo. En 1928, fue designado presidente del Estado Carabobo y, meses después, Secretario de la Universidad Central de Venezuela. En 1932 se incorporó a la Academia Nacional de la Historia y de la Lengua. En 1936 fue designado ministro plenipotenciario en Centroamérica, con sede en San José de Costa Rica, donde estuvo hasta 1941. De 1942 a 1943 desempeño la Dirección del Archivo General de la Nación; de 1943 a 1944, la Gobernación del Estado Bolívar y en 1945 la presidencia del Congreso de la República.
A raíz del golpe del 18 de octubre de 1945 se dedicó a su profesión de abogado, a la literatura y a recibir premios. En 1949, luego de derrocamiento de Gallegos vuelve a su más y preciada vocación: y se encarga de la embajada de Venezuela en Colombia en 1949. En plena madurez literaria, publicó una serie de libros que lo convierten en uno de los más densos exponentes de la historia y de la ensayística contemporánea de Venezuela.
Iragorry apoyó la candidatura presidencial de Jóvito Villalba en las elecciones de 1952 y se exilió a Costa Rica en 1953. Luego pasó a Madrid donde pasó casi todo el mandato de Marcos Pérez Jiménez. Murió a los pocos meses de retornar a Venezuela.
Entre sus más conocidas obras están: “El Caballo de Ledesma” (1951), “Casa León y su tiempo: aventura de un anti-héroe”, “Sentido y presencia de Miranda” y “Tapices de Historia Patria”.
Los restos yacen en el Panteón Nacional desde el 6 de marzo de 1991.
[1] Mario Briceño Iragorry, Impresos Urbina, Caracas, 1982.
[2] Ob. cit, pág. 111-112.
[3] pág. 81, obra ya citada.
[4] Ut supra pág. 14.
jrodri@ula.ve